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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (7 page)

BOOK: Taras Bulba
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—¡Adiós, madre nuestra —decían a una sola voz— que Dios te guarde de toda desgracia!

Al atravesar el arrabal, Taras Bulba vio a su judío Yankel que había tenido tiempo de establecerse en una tienda, y que vendía pedernal, tornillos, pólvora, y toda clase de útiles para la guerra, hasta pan y
khalatchis
[33]

—¡Diablo de judío! —pensó Taras; y acercándose a él le dijo—: ¿Qué haces aquí, loco? ¿Quieres que se te mate como a un gorrión?

El judío, por toda respuesta, fue a su encuentro, y haciendo seña con ambas manos, y como si tuviese algo misterioso que declararle, le dijo:

—Calle vuestra señoría, y no diga nada a nadie. Entre los carros del ejército, hay uno que me pertenece. Llevo toda clase de provisiones buenas para los cosacos, y por el camino, se las venderé a un precio tan barato, como nunca ningún judío las haya vendido, ante Dios, ante Dios.

Taras Bulba encogióse de hombros viendo hasta dónde llegaba el poder de la naturaleza judía, y se reunió al
tabor
.

Capítulo V

Bien pronto el terror invadió toda la parte sudeste de Polonia. Por todas partes se oía repetir: «¡Los zaporogos, los zaporogos llegan» Y todos los que podían huir, huían abandonando sus hogares. Precisamente entonces, en esa región de Europa, no se levantaban fortalezas ni castillos. Todos construían a toda prisa alguna habitacioncilla cubierta de bálago, pensando que perderían su tiempo y su dinero edificando casas que un día u otro serían presa de las invasiones. Todo el mundo se conmovió. Éste cambiaba sus bueyes y su arado por un caballo y un mosquete para ir a incorporarse a los regimientos; aquel buscaba su refugio con su ganado, llevándose cuanto podía; algunos intentaban en vano resistirse, pero la mayor parte huía prudentemente. Nadie ignoraba que era dificilísimo habérselas con esta multitud aguerrida en los combates, conocida con el nombre del ejército zaporogo, que, a pesar de su organización irregular, conservaba en el combate un orden calculado. Durante la marcha, la caballería avanzaba lentamente, sin cargar ni fatigar a sus cabalgaduras; los infantes seguían en buen orden los carros, y todo el
tabor
se ponía en movimiento solamente cuando era de noche descansando de día, y escogiendo para sus paradas sitios desiertos o bosques, más vastos aún y más numerosos que actualmente. Adelantábanse algunos hombres para saber cómo y dónde habían de dirigirse. A menudo aparecían los cosacos en los sitos donde menos se les esperaba; entonces todos se despedían del mundo. Villorrios enteros eran incendiados, matábanse los caballos y bueyes que no podían llevarse. Los cabellos se erizan de horror al pensar en las atrocidades que cometían los zaporogos. Asesinábanse a los niños, se cortaban los pechos a las mujeres, y al escaso número de aquellos que se dejaba en libertad, se les arrancaba la piel, desde la rodilla hasta la planta de los pies; en una palabra, los cosacos pagaban en una sola vez todas sus deudas atrasadas.

El abad de un monasterio, al saber que se acercaban, envió a dos de sus monjes para hacerles presente que entre el gobierno polaco y los zaporogos había paz, y que de aquel modo violaban su deber con el rey y el derecho de gentes, y el
kochevoi
respondió:

—Digan al abad de mi parte y la de todos los zaporogos, que no tema. Los cosacos no hacen todavía más que encender sus pipas.

Y la magnífica abadía no tardó mucho en ser pasto de las llamas, y las colosales ventanas góticas parecían echar miradas severas a través de las olas luminosas del incendio. Sinnúmero de monjes, judíos y mujeres buscaron refugio en las ciudades amuralladas y que tenían guarnición.

Los tardíos socorros enviados de tarde en tarde por el gobierno, y que consistían en algunos débiles regimientos, o no podían descubrir a los cosacos, o huían al primer choque, sobre sus veloces caballos. También sucedía que generales del rey, que habían alcanzado innumerables triunfos, decidíanse a reunir sus fuerzas y a presentar batalla a los zaporogos. Estos eran los encuentros que esperaban sobre todo a los jóvenes cosacos, que se avergonzaban de robar o vencer a enemigos indefensos, y que ardían en deseos de distinguirse delante de los ancianos, midiéndose con un polaco atrevido y fanfarrón, montado en un buen caballo y vestido con un rico
joupan
[34]
, cuyas mangas flotasen a merced del viento. Estos combates eran buscados por ellos como un placer, pues encontraban ocasión de hacer un rico botín de sables, mosquetes y de arreos de caballos. En el espacio de un mes, jóvenes imberbes se habían hecho hombres; sus semblantes, en los cuales se había pintado hasta entonces la morbidez juvenil, adquirían la energía de la fuerza.

El viejo Taras estaba encantado de ver que por todas partes sus hijos marchaban en primera fila.

Evidentemente, la guerra era la verdadera vocación de Eustaquio. Sin perder nunca la cabeza, con una serenidad casi sobrenatural en un joven de veintidós años, medía con una mirada la intensidad del peligro, la verdadera situación de las cosas, y en el acto encontraba el medio de evitar el peligro, pero de evitarlo para vencerlo con más seguridad. Todos sus actos empezaban a revelar la confianza en sí mismo, la firmeza tranquila, y nadie podía dejar de conocer en él a un futuro jefe.

—¡Oh! Con el tiempo ese será un buen
polkovnik
—decía el viejo Taras— sí, ¡vive Dios!, ese será un buen
polkovnik
, y sobrepujará a su padre.

Respecto a Andrés, dejábase arrastrar por el encanto de la música de las balas y de los sables. No sabía lo que era reflexionar, calcular, ni medir sus fuerzas y las del enemigo. En la lucha encontraba una loca voluptuosidad. Y en aquellos momentos en que la cabeza del combatiente hierve, en que todo se confunde a sus miradas, en que los hombres y los caballos caen mezclados en horrorosa confusión, en que se precipita con la cabeza baja a través del silbido de las balas, hiriendo a diestro y siniestro y sin sentir los golpes que se le asestan, producíanle el efecto de una fiesta. Más de una vez el viejo Taras tuvo ocasión de admirar a su hijo Andrés, cuando, arrastrado por su ardor, arrojábase a empresas que ningún hombre de serenidad hubiera intentado, y en las cuales salía bien precisamente por el exceso de su temeridad. El viejo Taras le admiraba entonces, y repetía a menudo:

—¡Oh, ese es un valiente, que el diablo no se lo lleve! Ese no es Eustaquio, pero es un valiente.

Decidióse que el ejército marcharía directamente sobre la ciudad de Doubno, en donde, según se decía, los habitantes habían encerrado muchas riquezas. La distancia fue recorrida en día y medio, y los zaporogos se presentaron inesperadamente delante de la plaza. Los habitantes habían resuelto defenderse hasta morir en el umbral de sus moradas antes que dejar entrar al enemigo dentro de sus muros. La ciudad estaba rodeada por una muralla de tierra, y en el sitio en donde ésta era muy baja se elevaba un parapeto de piedra, o una casa almenada, o una fuerte empalizada con estacas de encina. La guarnición era numerosa y conocía toda la importancia de su deber. A su llegada, los zaporogos atacaron vigorosamente las obras exteriores, pero fueron recibidos a metrallazos. Los menestrales, los habitantes todos, no querían permanecer ociosos, y se les veía, armados en los terraplenes. Por su aspecto, podíase colegir que se preparaban para una resistencia desesperada. Hasta las mujeres tomaban parte en la defensa; piedras, sacos de arena, toneles de resina inflamada caían sobre la cabeza de los asaltantes. A los zaporogos no les gustaban las plazas fuertes; no era en los asaltos donde ellos brillaban. Así, pues, el
kochevoi
dispuso la retirada diciendo:

—Esto no es nada, señores hermanos, decidámonos a retroceder. Pero que sea yo un tártaro maldito, y no un cristiano, si dejamos salir a un solo habitante. ¡Que mueran todos de hambre como perros!

Después de retirarse, los cosacos bloquearon estrechamente la ciudad, y no teniendo otro quehacer, se entretuvieron en asolar los alrededores, a incendiar los pueblos y las praderas de trigo, a destrozar con sus caballos las mieses, sin segar aún, y que en aquel año habían recompensado los cuidados del labrador con una rica cosecha. Desde lo alto de las murallas, los habitantes contemplaban aterrorizados la devastación de todos sus recursos. Sin embargo, los zaporogos, dispuestos en
koureni
como en la
setch
, rodearon la ciudad con una doble hilera de carros. Fumaban sus pipas, cambiaban entre sí las armas tomadas al enemigo, y jugaban alegremente a pares y a nones, contemplando la ciudad con una calma desesperante; y por la noche encendían hogueras; cada
koureni
hacía hervir sus papas en enormes calderas de cobre, mientras que un centinela se sucedía a otro cerca de las hogueras. Pero los zaporogos empezaron pronto a fastidiarse de su inacción, y sobre todo de su sobriedad forzada, de la que no les indemnizaba ninguna brillante acción. El
kochevoi
mandó hasta doblar la ración de vino, lo que se hacía alguna vez en el ejército, cuando no se había de acometer ninguna empresa. Semejante vida disgustaba sobremanera a los jóvenes, y más aún a los hijos de Bulba. Andrés no disimulaba su fastidio.

—Cabeza vacía —decía a menudo Taras— sufre, cosaco, tú llegarás a ser
hetman
[35]
. No es aún buen guerrero el que conserva su serenidad en la batalla; lo es, sí, aquel que nunca se fastidia, que sabe sufrir hasta el fin, y que, suceda lo que quiera, concluye por hacer lo que ha resuelto.

Pero un joven no puede tener la opinión de un anciano, pues ve las mismas cosas con otros ojos.

Mientras tanto llegó el
polk
de Taras Bulba conducido por Tovkatch. Iba acompañado de dos
i ésaouls
, de un escribano y de otros jefes, conduciendo una partida de cerca cuatro mil hombres. Entre éstos se encontraban muchos voluntarios, que, sin ser llamados, habían entrado libremente en el servicio, desde que conocieron el objeto de la expedición. Los
i ésaouls
llevaban a los hijos de Bulba la bendición de su madre, y a cada uno de ellos la imagen de madera de ciprés sacada del monasterio de Megigovsk en Kiev. Los dos hermanos se colgaron las santas imágenes al cuello, y ambos se pusieron pensativos al recuerdo de su anciana madre. ¿Qué les profetizaba esta bendición? ¿La victoria sobre el enemigo, seguida de un alegre regreso a su patria, con abundante botín, y sobre todo con la gloria digna de ser eternamente cantada por los tocadores de bandola, o bien…?

Pero lo porvenir es desconocido; está delante del hombre, como una espesa niebla de otoño que se eleva de los pantanos. Las aves la atraviesan perdidas, sin conocerse, la paloma sin ver al milano, el milano sin ver a la paloma, y ni uno ni otro sabe si está cerca o lejano su fin.

Eustaquio, después de recibir las imágenes, se ocupó en los quehaceres cotidianos, y se retiró pronto a su
kouren
. Respecto a su hermano, sentía involuntariamente oprimido el corazón. Los cosacos habían cenado ya. El día acababa de expirar, sucediéndole una hermosa noche de verano. Pero Andrés no se reunió a su
kouren
, y no pensaba tampoco en dormir. Hallábase sumergido en la contemplación del espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Miríadas de estrellas vertían desde el alto cielo una luz pálida y fría. Una vasta extensión de llanura estaba cubierta de carros dispersos cargados con las provisiones y el botín, y debajo de los cuales colgaban los cántaros para llevar la brea. En torno y debajo de los carros se veían grupos de zaporogos tendidos sobre la hierba, durmiendo en distintas posiciones. El uno tenía un saco por almohada, el otro su gorra, el de más allá apoyado sobre el costado de su compañero. Todos llevaban un sable en su cintura, un mosquete, una pipa de madera, un eslabón y punzones. Los pesados bueyes estaban acostados con las piernas dobladas, formando grupos blanquizcos, y pareciendo de lejos gruesas piedras inmóviles esparcidas en la llanura; por todas partes sentíanse los sordos ronquidos de los dormidos soldados, a los cuales contestaban con relinchos sonoros los caballos incomodados por sus trabas.

Sin embargo, una claridad solemne y lúgubre aumentaba la belleza de esta noche de julio; era el reflejo del incendio de los pueblos del contorno. Aquí, la llama se extendía ancha y tranquila iluminando la atmósfera allá, encontrando escaso combustible, se elevaba en delgados torbellinos hasta las estrellas. Desprendíanse trozos inflamados para ir a parar y apagarse lejos del incendio. Por este lado, veíase un monasterio con las paredes ennegrecidas por el fuego, sombrío y grave como un monje velado con su capuchón mostrando a cada reflejo su lúgubre grandeza; por el otro, ardía el gran jardín del convento; creíase oír el silbido de los árboles que retorcía la llama, y cuando del seno de la espesa humareda salía un rayo luminoso, alumbraba con su luz violácea infinidad de ciruelas maduras, y cambiaba en frutas de oro las peras que mostraban su color amarillo a través del sombrío follaje. A cualquier parte donde se dirigía la mirada, veíase, pendiente de las almenas o de las ramas, algún monje o algún desventurado judío cuyo cuerpo se consumía con todo lo demás. Multitud de aves agitábanse delante de aquella inmensa hoguera, y de lejos asemejábanse a otras tantas crucecitas negras. La ciudad dormía, desprovista de defensores. Las agujas de los templos, los techos de las casas, las almenas de los muros y las puntas de las empalizadas se inflamaban silenciosamente con el reflejo de los lejanos incendios.

Andrés recorría las filas de los cosacos; las hogueras, en torno de las cuales se sentaban los centinelas, sólo arrojaban una claridad mortecina, y los mismos centinelas se dejaban vencer por el sueño, después de haber satisfecho hasta la saciedad su apetito cosaco. El joven se admiró de semejante abandono, pensando que era una fortuna el que no hubiese enemigos por aquellos contornos. Por fin, acercóse él mismo a uno de los carros, trepó encima, y se acostó con la cara al aire, juntando sus manos encima la cabeza; pero no pudo conciliar el sueño y permaneció largo tiempo mirando el cielo. El aire era puro y transparente; las estrellas que forman la vía láctea brillaban con una luz blanca y confusa. Andrés se adormecía por momentos, y el primer velo del sueño ocultábale la vista del cielo, que volvía a aparecer de nuevo. De repente parecióle que una figura extraña se dibujaba rápidamente delante de él. Creyendo que era una imagen creada por el sueño y que iba a desvanecerse, abrió más los ojos y vio en efecto una figura pálida y extenuada, que se inclinaba hacia él y le miraba atentamente. Cabellos largos y negros como el carbón se escapaban en desorden de un velo sombrío echado negligentemente sobre la cabeza, y el brillo singular de sus pupilas, el tinte cadavérico del semblante podían hacerle creer en una aparición. Andrés tomó con precipitación su mosquete, y exclamó con alterada voz:

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