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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (8 page)

BOOK: Taras Bulba
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—¿Quién eres tú? Si eres un espíritu maligno desaparece. Si eres un ser viviente, has escogido mala ocasión para reír, pues voy a matarte.

Por toda contestación, la aparición se puso el dedo en los labios pareciendo implorar silencio. Andrés dejó su mosquete, y se puso a mirarla con más atención. Sus largos cabellos, su cuello y su pecho medio desnudos, le revelaron que era una mujer. Pero no era polaca; su rostro demacrado tenía un tinte aceitunado, los anchos pómulos de sus mejillas le salían extremadamente, y los párpados de sus estrechos ojos se levantaban en los ángulos exteriores. Cuanto más contemplaba las facciones de esa mujer, más encontraba en ellas el recuerdo de un semblante conocido.

—Dime, ¿quién eres? —exclamó por fin— me parece que te he visto en alguna parte.

—Sí, hace dos años, en Kiev.

—¡En Kiev, hace dos años! —repitió Andrés repasando en su memoria todo lo que le recordaba su vida de estudiante.

Miróla otra vez con profunda atención, exclamando de repente:

—¡Tú eres la tártara, la criada de la hija del
vaivoda
!

—¡Chist! —dijo ella, cruzando sus manos con suplicante angustia, temblando de miedo y mirando a todos lados por si el grito de Andrés había despertado a alguien.

—Contesta: ¿cómo y por qué estás aquí? —decía el joven con voz baja y entrecortada. ¿En dónde se halla la señorita? ¿vive?

—Está en la ciudad.

—¡En la ciudad! —dijo Andrés ahogando con dificultad un grito de sorpresa y sintiendo que toda su sangre refluía al corazón. ¿Por qué se encuentra allí?

—Porque también está en la ciudad el anciano señor. Hace un año y medio que le hicieron
vaivoda
de Doubno.

—¿Se ha casado la señorita?… Pero habla, habla pues.

—Dos días hace que no ha comido nada.

—¡Cómo!…

—No hay ya un pedazo de pan en la ciudad. Hace una porción de días que los habitantes no comen más que tierra.

Andrés quedó petrificado.

—La señorita te ha visto desde el parapeto con los otros zaporogos, y me ha dicho: «Anda, di al caballero, si se acuerda de mí, que venga a encontrarme; si no, que te dé al menos un pedazo de pan para mi anciana madre, pues no quiero verla morir. Suplícaselo, abraza sus rodillas; él tiene también una anciana madre; que te dé pan por amor a ella.»

Multitud de sentimientos diversos se despertaron en el corazón del joven cosaco.

—Pero, ¿cómo has podido venir hasta aquí?

—Por un camino subterráneo.

—¿Hay, pues, un camino subterráneo? —Sí.

—¿En dónde?

—¿No nos harás traición, caballero?

—No, lo juro por la santa cruz.

—Después de bajar la torrentera y atravesar el riachuelo, allí donde crecen juncos.

—¿Y este camino va a parar a la ciudad?

—Directamente al monasterio.

—Vamos, vamos enseguida.

—Pero, en nombre de Cristo y de su santa madre, un pedazo de pan.

—Bien, te lo traeré. Quédate cerca del carro, o mejor, acuéstate encima. Nadie te verá, todos duermen. Vuelvo enseguida.

Y se dirigió hacia los carros de las provisiones de su
kouren
. El corazón le palpitaba con violencia. Todo su pasado, todo cuanto había borrado su ruda y guerrera vida de cosaco volvía a nacer de repente, y lo presente se desvanecía a su vez. Entonces apareció de nuevo ante sus ojos una imagen de mujer con sus hermosos brazos, su boca risueña y sus magníficas trenzas de cabellos. No, esta imagen no había desaparecido nunca completamente de su alma; y aunque había dejado lugar para otras ideas más varoniles, frecuentemente turbaba todavía el sueño del joven cosaco.

Andrés andaba, y los latidos de su corazón eran cada vez más fuertes a la idea de que bien pronto volvería a verla, y sus rodillas temblaban. Cuando hubo llegado cerca de los carros, olvidó el objeto que le había llevado allí, y se pasó la mano por la frente procurando recordarlo. De repente se estremeció a la idea de que ella moría de hambre.

Apoderóse de varios panes negros, pero la reflexión le recordó que este alimento, excelente para un zaporogo, sería para la joven demasiado grosero. Entonces recordó que, en la víspera, el
kochevoi
riñó a los cocineros del ejército por haber empleado para hacer papas toda la harina negra que quedaba, y que debía durar tres días. Seguro, pues, de encontrar papas preparadas en las grandes calderas, Andrés tomó una pequeña cacerola de viaje que pertenecía a su padre, y fue en busca del cocinero de su
kouren
que dormía tendido entre dos marmitas debajo de las cuales humeaba todavía la ceniza caliente. Con gran sorpresa, las encontró vacías una y otra. Para comer todas aquellas papas era preciso haber empleado fuerzas sobrehumanas, pues su
kouren
contaba menos hombres que los otros. Prosiguió la inspección de las otras marmitas, y no encontró nada en ninguna parte. Involuntariamente recordó el proverbio: «Los zaporogos son como los niños; cuando hay poco, se contentan, pero si hay mucho, no dejan nada» ¿Qué hacer? Había en el carro de su padre un saco de panes blancos que habían saqueado en un monasterio. Acercóse al carro, pero el saco había desaparecido. Eustaquio se lo había puesto por cabecera y roncaba tendido en el suelo. Andrés agarró el saco con una mano y lo levantó bruscamente; la cabeza de su hermano dio contra el suelo, y él mismo se levantó medio despierto, exclamando sin abrir los ojos.

—¡Detengan, detengan al polaco del diablo!, alcancen su caballo.

—Calla o te mato —exclamó Andrés sobresaltado amenazándole con el saco.

Pero Eustaquio había enmudecido ya; volvió a caer al suelo, y se puso a roncar hasta el extremo de mover la hierba que rozaba su semblante. Andrés echó una mirada de terror por todos lados. Reinaba absoluta tranquilidad; únicamente en el
kouren
vecino se había levantado una cabeza con el pelo flotante; pero después de echar vagas miradas, volvió a tumbarse en el suelo. Al cabo de un rato de espera se alejó llevándose su botín. La tártara estaba tendida respirando apenas.

—Levántate —le dijo— todo el mundo duerme, nada temas. ¿Podrás levantar uno de esos panes, si yo no pudiese llevarlos todos?

Cargóse el saco a cuestas, tomó otro lleno de mijo, que tomó de otro carro, agarró con sus manos los panes que había querido dar a la tártara, y, encorvado bajo su peso, pasó intrépidamente a través de las filas de los dormidos zaporogos.

—¡Andrés! —dijo el anciano Bulba en el momento que su hijo pasaba por delante de él.

El corazón del joven se heló. Detúvose, y, temblando de pies a cabeza, respondió en voz baja:

—¡Y bien! ¿Qué?

—Tienes una mujer en tu compañía, y te aseguro que mañana te daré una soberana paliza. Las mujeres no te traerán nada bueno.

Dicho esto, levantó la cabeza sobre su mano, y se puso a contemplar atentamente a la tártara que iba envuelta en su velo.

El joven permanecía inmóvil, más muerto que vivo, sin atreverse a mirar de frente a su padre. Cuando por fin se decidió a levantar los ojos, notó que Bulba se había dormido con la cabeza sobre la mano.

Andrés se santiguó; su terror se disipó más pronto de lo que había venido. Al volverse para dirigirse a la tártara, viola delante de él, inmóvil como una sombría estatua de granito, perdida en su velo, y el reflejo de un lejano incendio iluminó de repente sus ojos, extraviados como los de un moribundo. Sacudióla por la manga, y los dos se alejaron mirando frecuentemente detrás de sí. Bajaron a una torrentera, en el fondo de la cual se arrastraba perezosamente un cenagoso arroyo cubierto de juncos que crecían sobre algunos terrones de tierra. Una vez en el fondo de la torrentera, la llanura con el
tabor
de los zaporogos desapareció de su vista; y Andrés al volverse, sólo vio una cuesta escarpada, en cuya cúspide se balanceaban algunas hierbas, secas y finas, y por encima brillaba la luna semejante a una dorada hoz. Una ligera brisa, soplando de la estepa, anunciaba la proximidad del nuevo día. Pero el canto del gallo no se oía en ninguna parte; hacía mucho tiempo que no se le había oído, ni en la ciudad, ni en los devastados alrededores. Pasaron una palanca colocada sobre el arroyo, y a su frente se levantó la otra orilla, más alta aún y más escarpada. Este paraje era considerado como el sitio mejor fortificado de todo el recinto natural, pues el parapeto de tierra que le coronaba era más bajo que en otras partes, y no se veían en él centinelas. Un poco más allá se elevaban las espesas murallas del convento. Espesos matorrales cubrían la cuesta que tenían delante de ellos; entre esta cuesta y el arroyo se extendía un pequeño terraplén en el cual crecían juncos de la altura de un hombre. La tártara quitóse sus zapatos, y adelantóse con precaución levantando su vestido, porque el suelo movedizo estaba impregnado de agua. Después de conducir a duras penas a Andrés a través de los juncos, detúvose delante de un enorme montón de ramas secas; apartadas éstas, descubrieron una especie de bóveda subterránea cuya abertura no era más grande que la boca de un horno. La tártara penetró primero en ella con la cabeza baja, el joven la siguió encorvándose todo lo posible para pasar sus sacos y sus panes, y pronto se encontraron los dos en medio de una obscuridad absoluta.

Capítulo VI

Precedido de la tártara, y encorvado bajo sus sacos de provisiones, Andrés avanzaba penosamente en el estrecho y sombrío subterráneo.

—Pronto podremos ver —le dijo su conductora— pues nos acercamos al sitio en donde he dejado mi luz.

En efecto, las negras paredes del subterráneo empezaban a iluminarse poco a poco. Los dos expedicionarias llegaron a una pequeña plataforma que parecía ser una capilla, pues en las paredes estaba arrimada una mesa en forma de altar, encima de la cual había una antigua imagen ennegrecida de la Virgen. Una lamparita de plata, suspendida delante de esta imagen, la iluminaba con su pálida luz. La tártara se agachó, tomó del suelo su candelero de cobre cuya caña larga y delgada estaba rodeada, de cadenillas de las cuales pendían espabiladeras, un apagador y un punzón, y encendió la vela en la luz de la lámpara. Ambos prosiguieron su camino, ora iluminados por una viva luz, ora envueltos en una sombría obscuridad, como los personajes de un cuadro de Gérard delle Notti. El semblante del joven cosaco, en el que brillaba la salud y la fuerza, formaba un sorprendente contraste con el de la tártara, pálido y extenuado. El pasaje empezó a ser más ancho y más alto, de modo que Andrés pudo levantar la cabeza y examinar atentamente las paredes de tierra del pasaje por donde caminaban. Lo mismo que en los subterráneos de Kiev, veíanse hoyos llenos los unos de ataúdes, los otros de huesos esparcidos que la humedad había reblandecido como una pasta. Allí yacían también santos anacoretas que huyeron del mundo y sus seducciones. Tan grande era la humedad en ciertos parajes, que andaban sobre agua. A menudo tenía Andrés que detenerse para que descansase su compañera cuya fatiga era cada vez mayor. Un pedazo de pan que había devorado le causaba un vivo dolor de estómago, desacostumbrado ya a todo alimento, y con frecuencia se detenía sin poder avanzar un paso más. Por fin, encontraron una pequeña puerta de hierro delante de ellos.

—¡Gracias a Dios que ya hemos llegado! —dijo la tártara con voz débil y levantó la mano para llamar, pero le faltaron las fuerzas.

En vista de esto, Andrés llamó, y tan vigorosamente, que el golpe resonó de modo que dio a conocer que dejaban a sus espaldas un largo espacio vacío; después el eco cambió de naturaleza como si se hubiese prolongado debajo de elevados arcos. Dos minutos después oyóse el ruido de llaves y de alguno que bajaba los peldaños de una escalera de caracol. La puerta se abrió. Un monje en pie con las llaves en una mano y una linterna en la otra les hizo paso. Andrés retrocedió involuntariamente a la vista de un monje católico, objeto de odio y desprecio para los cosacos, que les trataban todavía más inhumanamente que a los judíos. El monje, por su parte, retrocedió algunos pasos viendo a un zaporogo; pero una palabra que le dio la tártara en voz baja le tranquilizó. El monje, después de cerrar la puerta tras ellos, les condujo por la escalera, y en breve se encontraron bajo las altas y sombrías bóvedas de la iglesia.

Delante de uno de los altares, en el que ardían infinidad de cirios, estaba un sacerdote arrodillado, orando en voz baja, y a ambos lados tenía, también arrodillados, dos jóvenes diáconos con casullas color de violeta adornadas de encaje blanco, y con incensarios en la mano. Pedían un milagro, la salvación de la ciudad, fortaleza para los ánimos decaídos, el don de la paciencia, la fuga del espíritu tentador que les hacía murmurar, que les inspiraba ideas tímidas y cobardes. Algunas devotas semejantes a espectros, estaban asimismo de rodillas, apoyadas sus frentes sobre el respaldo de los bancos de madera y sobre los reclinatorios. Algunos hombres permanecían apoyados contra los pilares, en un triste y desalentado silencio. La alta ventana de cristales pintados que coronaba el altar se iluminó de repente con los rosados colores del alba naciente, y los dibujos encarnados, azules y de todos los colores, se diseñaron sobre el sombrío pavimento de la iglesia. Todo el coro quedó inundado de luz, y el humo del incienso, inmóvil en el aire, se pintó de todos los colores del iris. Desde su obscuro rincón, Andrés contemplaba admirado el milagro, verificado por la luz. En este instante, el solemne sonido del órgano repercutió por todo el templo
[36]
, y aumentando cada vez más, estalló como un trueno, subiendo luego bajo las naves en sonidos argentinos, como voces infantiles; luego repitió su sonido sonoro y se calló bruscamente. Largo tiempo después, las vibraciones hicieron temblar las arcadas, y Andrés permanecía lleno de la admiración que le causaba esta música solemne, cuando sintió que alguien le tiraba de su caftán.

—Ya es tiempo —dijo la tártara.

Los dos atravesaron la iglesia sin ser vistos, y salieron a una gran plaza. El cielo estaba enrojecido con los colores de la aurora, y todo anunciaba la salida del sol. La plaza, que era cuadrada, estaba completamente desierta. En el centro de ella estaban colocadas algunas mesas de madera, indicando haber estado allí el mercado de los comestibles. El suelo, sin empedrar, estaba cubierto por una espesa capa de lodo seco, y toda la plaza estaba, rodeada de casitas edificadas con ladrillos y arcilla, cuyas paredes sostenían vigas cruzadas. Sus puntiagudos techos tenían infinidad de lumbreras. En uno de los lados de la plaza, cerca de la iglesia, elevábase un edificio que se diferenciaba de los otros, y que parecía ser el Ayuntamiento. La plaza entera carecía de animación. Sin embargo, Andrés creyó oír débiles gemidos; echó una mirada a su alrededor, y vio un grupo de hombres tendidos en el suelo sin movimiento; los examinó, dudando si estaban dormidos o muertos. En este momento tropezó con un objeto que no había distinguido: era el cadáver de una judía que, a pesar de la horrible contracción de su semblante, parecía joven. Su cabeza estaba envuelta en un pañuelo de seda encarnada; dos sartas de perlas adornaban los lazos que colgaban de su turbante; algunas mechas de rizados cabellos caían sobre su descarnado cuello, y cerca de ella estaba tendida una criaturita apretando convulsivamente su pecho, que había torcido a fuerza de buscar en él alimento. No gritaba ni lloraba ya; únicamente por el movimiento intermitente de su vientre se conocía que aun no había exhalado el último suspiro. Al doblar una esquina, detúvole un loco furioso que, viendo la preciosa carga que Andrés llevaba, se arrojó sobre él como un tigre, gritando:

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