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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (2 page)

BOOK: Taras Bulba
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Y el viejo Bulba, enardeciéndose por grados, concluyó por enfadarse; se levantó de la mesa, y golpeó con el pie tomando una actitud imperiosa.

—Mañana partiremos. ¿Por qué aplazarlo? ¿Qué diablos esperamos aquí? ¿Para qué esta casa? ¿Para qué esas ollas? ¿Para qué todo eso?

Hablando así, púsose a romper los platos y las botellas. La pobre mujer, acostumbrada desde mucho tiempo a semejantes actos, miraba tristemente la obra destructora de su marido, sentada en un banco, sin atreverse a pronunciar palabra; pero al saber una resolución que tanto la afligía, no pudo contener sus lágrimas. Dirigió una furtiva mirada a sus hijos a quienes iba tan bruscamente a perder, y nada es capaz de pintar el sufrimiento que agitaba convulsivamente sus ojos húmedos y sus apretados labios.

Bulba era exageradamente obstinado. Era uno de esos caracteres que solo podían desenvolverse en el siglo XVI, en un rincón salvaje de Europa, cuando toda la Rusia meridional, abandonada de sus príncipes, fue asolada por las incursiones irresistibles de los mongoles; cuando, después de haber perdido su techo y todo abrigo, el hombre buscó un refugio en el valor de la desesperación; cuando sobre las humeantes ruinas de su hogar, en presencia de enemigos vecinos e implacables, se atrevió a edificar de nuevo una morada, conociendo el peligro, pero acostumbrándose a mirarle de frente; cuando, en fin, el carácter pacífico de los eslavos se inflamó en un ardor guerrero, y dio vida a ese arrojo desordenado de la naturaleza rusa que constituyó la sociedad cosaca (
kasatchestvo
[10]
). Entonces todas las márgenes de los ríos, los vados, los desfiladeros y hasta los pantanos se cubrieron de tantos cosacos que nadie los hubiera podido contar, y sus esforzados y valientes enviados pudieron contestar al sultán que deseaba conocer su número: «¿Quién lo sabe? En nuestro país, en la estepa, a cada paso se encuentra un cosaco». Fue aquello una explosión de la fuerza rusa que hicieron brotar del pecho del pueblo los repetidos golpes de la desgracia. En vez de los antiguos
oudély
[11]
, en vez de las reducidas ciudades pobladas de vasallos cazadores, que se disputaban y vendían los pequeños príncipes, aparecieron pequeñas villas fortificadas,
koureni
[12]
, unidas entre sí por el sentimiento del peligro común y por el odio a los invasores paganos. La historia nos enseña que las luchas perpetuas de los cosacos salvaron a la Europa occidental de la invasión de las salvajes hordas asiáticas que amenazaban inundarla. Los reyes de Polonia que vinieron a ser, en vez de príncipes despojados, los amos de aquellas vastas extensiones de tierra, si bien dueños lejanos y débiles, comprendieron la importancia de los cosacos y el provecho que podían sacar de sus disposiciones guerreras; disposiciones que se esforzaron en desarrollar todavía. Los
hetman
[13]
, elegidos por los cosacos de entre ellos mismos, transformaron los
koureni
en
polk
regulares. No era un ejército organizado y permanente; pero, en caso de guerra o de un movimiento general, en ocho días a lo más, todos estaban reunidos; todos acudían al llamado con caballo y armas, recibiendo tan sólo del rey por todo sueldo un ducado por cabeza. En quince días reuníase un ejército que seguramente ningún alistamiento hubiera podido formar uno semejante. Concluida la guerra, cada soldado volvía a sus campos a orillas del Dnieper, dedicándose a la pesca, a la caza o a algún pequeño negocio; fabricaba cerveza, y disfrutaba de la libertad. No había oficio que un cosaco no supiese hacer; destilar aguardiente, construir un carro, fabricar pólvora, hacer de cerrajero, de herrador, de veterinario, y, sobre todo beber mucho y emborracharse como sólo un ruso es capaz de hacerlo. Además de los cosacos inscritos, obligados a presentarse en tiempo de guerra o de conquista, era muy fácil reunir un ejército de voluntarios. Bastaba que los
ï ésaoul
se presentasen en los mercados y plazas de los pueblos, y gritaran, montados en un
téléga
(carro): «¡Eh! ¡Eh! Ustedes los bebedores, no fabriquen cerveza y no se calienten en el hogar; no engorden para ir a la conquista del honor y de la gloria caballeresca. Y ustedes, labradores, plantadores de trigo negro, guardadores de ovejas, dejen de arrastrarse a la cola de sus bueyes, de ensuciar en el suelo sus caftanes amarillos, de cortejar a sus mujeres y de dejar perecer su virtud de caballeros
[14]
. Tiempo es de ir a conquistar la gloria cosaca.» Y estas palabras parecían chispas que caían sobre leña seca. El labrador abandonaba su arado; el fabricante de cerveza rompía sus toneles y sus gamellas; el artesano enviaba al diablo su oficio, y el mercader su comercio; todos rompían los muebles de sus casas y montaban en sus caballos. En una palabra, el carácter ruso tomaba entonces una nueva forma, amplia y poderosa.

Taras Bulba era uno de los viejos
polkovnik
[15]
. Nacido para las dificultades y los peligros de la guerra, distinguíase por la rectitud de un carácter rudo e íntegro. La influencia de las costumbres polacas empezaba a penetrar entre los hidalguillos rusos. Muchos de ellos vivían con lujo inusitado, tenían una servidumbre numerosa, halcones, jauría, y daban espléndidos convites. Nada de esto agradaba a Bulba; él amaba la vida sencilla de los cosacos, y a menudo reñía con aquellos de sus camaradas que seguían el ejemplo de Varsovia, llamándoles esclavos de los nobles
(pan
) polacos. Inquieto, activo, emprendedor, considerábase como uno de los paladines naturales de la Iglesia rusa; entraba, sin permiso, en todos los pueblos donde se quejaban de la opresión de los mayordomos-arrendatarios y de un aumento de precio sobre los hogares. Allí, rodeado de sus cosacos, juzgaba las quejas, habiéndose impuesto el deber de hacer uso de su espada en los tres casos siguientes: cuando los mayordomos no mostraban deferencia hacia los ancianos descubriéndose la cabeza ante ellos; cuando se burlaban de la religión o de las antiguas costumbres, y por último, cuando se hallaba delante del enemigo, es decir, de los turcos o paganos, contra los cuales se creía siempre en el deber de sacar la espada para mayor gloria de la cristiandad. Ahora regocijábase anticipadamente con el placer de conducir él mismo a sus dos hijos al
setch
, y decir con orgullo. «Vean ustedes qué muchachos les traigo»; de presentarles a todos sus antiguos compañeros de armas, y de ser testigo de sus primeros triunfos en el arte de guerrear y en el de beber, que contaba también entre las virtudes de un caballero. Taras había tenido primeramente intención de enviarlos solos; pero al ver su buen aspecto, su aventajada estatura y su varonil belleza, sintió revivir su antiguo ardor guerrero, y decidió, con enérgica y férrea voluntad, acompañarles y partir con ellos al día siguiente. Hizo sus preparativos, dio órdenes, escogió caballos y arneses para sus dos hijos, designó los criados que debían acompañarles, y delegó su mando al
ï ésaoul
Tovkatch, añadiéndole que tan luego como recibiese orden del
setch
, se pusiese inmediatamente en marcha a la cabeza de todo el
polk
. A pesar de no haberle pasado completamente la borrachera, y de que su cabeza estaba todavía turbia con los vapores del vino, nada olvidó, ni aun la orden de que diesen de beber a los caballos y una ración del mejor trigo.

—Y bien, hijos míos —les dijo, volviendo a entrar en su casa rendido de fatiga— tiempo es ya de dormir, y mañana haremos lo que Dios quiera. Pero que no se arreglen camas, dormiremos en el patio.

En cuanto entró la noche, Bulba se fue a dormir; tenía la costumbre de acostarse tempranito. Echóse sobre un tapiz extendido en el suelo, y se cubrió con una piel de carnero (
touloup
), pues hacía fresco, y a Bulba le gustaba el calor cuando dormía en casa. Pronto empezó a roncar, imitándole todos los que estaban acostados en los rincones del patio, y más que todos el guardián, que, vaso en mano, había celebrado con más entusiasmo la llegada de los jóvenes señores. Únicamente la pobre madre no dormía. Había ido a acurrucarse a la cabecera de sus queridos hijos, que descansaban el uno al lado del otro. Peinaba sus cabellos, les bañaba con sus lágrimas, contemplábalos con todas las fuerzas de su ser, sin saciarse. Después de haberlos alimentado con la leche de sus pechos, de haberles educado con una ternura llena de inquietud, no debía ahora verles más que un instante.

—¿Qué será de ustedes, queridos hijos? ¿Qué es lo que les espera? —decía ella— y gruesas lágrimas se detenían en las arrugas de su rostro, hermoso en otro tiempo.

En efecto, la pobre madre era muy digna de lástima como todas las mujeres de aquel tiempo. Su rudo esposo la había abandonado por su sable, por sus camaradas y por una vida aventurera y desarreglada. Sólo veía a su marido dos o tres días al año; y aun cuando él estaba allí, cuando vivían juntos, ¿cuál era su vida? Tenía que sufrir injurias, y hasta golpes, recibiendo pocas caricias y aun desdeñosas. La mujer era una criatura extraña y fuera de su lugar entre aquellos aventureros feroces. Su juventud pasó rápidamente; sus frescas y hermosas mejillas, sus blancas espaldas se cubrieron de prematuras arrugas. Todo lo que hay de amor, de ternura, de pasión en la mujer se concentró en ella en el amor maternal. Aquella noche, permaneció inclinada con angustia sobre la cama de sus hijos, como la
tchaï ka
[16]
de las estepas se cierne sobre su nido. Le arrebatan sus hijos, sus amados hijos; se los arrebatan para no volver a verlos tal vez jamás: acaso en la primera batalla los tártaros les cortarán la cabeza, y nunca sabrá la pobre madre qué ha sido de sus cuerpos abandonados que servirán de pasto a las aves de rapiña. Sollozando sordamente, contemplaba los ojos de sus hijos que un irresistible sueño mantenía cerrados.

—¡Tal vez —pensaba— Bulba retardará dos días más su partida! ¡Quizá ha resuelto partir tan pronto porque hoy ha bebido mucho!

Hacía bastante rato que la luna alumbraba desde el alto cielo el patio y todos los que en él dormían, así como un grupo de copudos sauces y los elevados brazos que crecían junto al cercado hecho de empalizadas, y la pobre madre permanecía sentada a la cabecera de sus hijos, sin apartar los ojos de ellos ni pensar en dormir. Los caballos, con la venida del alba, tumbáronse sobre la hierba dejando de pacer. Las elevadas hojas de los sauces empezaban a estremecerse, a cuchichear, y su cháchara bajaba de rama en rama. El agudo relincho de un potro resonó de repente en la estepa. Rojos resplandores aparecieron en el cielo. Bulba despertó de repente, y se levantó bruscamente. Recordaba todas las órdenes que había dado la víspera.

—¡Ya se ha dormido bastante, muchachos; ya es tiempo, ya es tiempo! Den de beber a los caballos. Pero, ¿donde está la vieja? (así llamaba habitualmente a su mujer). ¡Pronto, vieja, danos de comer, pues tenemos mucho que andar!

La pobre anciana, privada de su última esperanza, se dirigió tristemente hacia la casa. Mientras que, con las lágrimas en los ojos, preparaba el desayuno, su marido daba sus últimas órdenes, iba y venía por las caballerizas, y escogía para sus hijos sus más ricos vestidos. Los estudiantes cambiaron en un momento de aspecto. Botas rojas, con pequeños talones de plata, reemplazaron al mal calzado del colegio. Ciñéronse, con un cordón dorado, pantalones anchos como el mar Negro, y formados con un millón de plieguecitos. De este cordón pendían largas corregüelas de cuero, que sostenían con borlas todos los utensilios que usan los fumadores. Una casaquilla de tela roja como el fuego les fue ajustada al cuerpo por un cinturón bordado, en el cual se colocaron pistolas turcas damasquinadas. Un enorme sable les golpeaba las piernas. Sus semblantes, poco tostados por el sol, parecían entonces más hermosos y más blancos. Pequeños bigotes negros realzaban el color brillante y fresco de la juventud. Aumentaban su belleza sus gorras de astracán negro que terminaban en forma de casquetes dorados. Cuando los vio la pobre madre, no pudo proferir una palabra, y tímidas lágrimas se detuvieron en sus marchitos ojos.

—Vamos, hijos míos, todo está dispuesto, no nos retardemos más —dijo por fin Bulba. Ahora, según la costumbre cristiana, es preciso sentarnos antes de partir.

Todo el mundo se sentó en silencio en el mismo aposento, sin exceptuar los criados que se mantenían respetuosamente cerca de la puerta.

—Ahora, madre —dijo Bulba— bendice a tus hijos; ruega a Dios que se batan siempre bien, que sostengan su honor de caballeros, que defiendan la religión del Crucificado, si no, que perezcan, y que no quede nada de ellos sobre la tierra. Muchachos, acérquense a su madre; la oración de una madre preserva de todo peligro en la tierra y en el mar.

La pobre mujer los abrazó, tomó dos pequeñas imágenes de metal y se las colgó del cuello sollozando.

—Que la Virgen… les proteja… no olviden, hijos míos, a su madre. Envíen al menos noticias, y piensen…

No pudo continuar.

—Vamos, muchachos —dijo Bulba.

Los caballos esperaban delante del peristilo. Bulba se lanzó sobre
Diablo
, que respingó furiosamente al sentirse de repente encima un peso de veinte
pouds
[17]
,pues Bulba era sumamente grueso y pesado. Cuando la madre vio que también sus hijos estaban montados a caballo, precipitóse hacia el más joven, cuyo semblante manifestaba más ternura; agarró su estribo, asióse a la silla, y con triste y silenciosa desesperación, le estrechó entre sus brazos. Dos vigorosos cosacos la levantaron respetuosamente y la llevaron a la casa. Pero en el momento en que los jinetes franqueaban la puerta, arrojóse sobre sus huellas con la ligereza de una corza, cosa extraña en su edad, detuvo con mano fuerte uno de los caballos, y abrazó a su hijo con un ardor insensato, delirante. Lleváronsela de nuevo. Los dos hermanos empezaron a cabalgar tristemente a ambos lados de su padre, reteniendo sus lágrimas por temor a Bulba, que también, sin demostrarla, experimentaba una invencible emoción. La mañana estaba desapacible; la verdegueante hierba brillaba a lo lejos, y las aves gorjeaban en discordes tonos. Después de caminar un corto trecho, los jóvenes echaron una mirada tras sí; su casita parecía haberse hundido debajo tierra; tan sólo veíanse en el horizonte dos chimeneas rodeadas por las cimas de los arboles en los cuales habían gateado como ardillas en su juventud. Una extensísima pradera se extendía a su vista, una pradera que les recordaba toda su vida pasada, desde la edad en que retozaban sobre la hierba bañada por el rocío. Bien pronto no se vio otra cosa que la pértiga coronada por una rueda de carro que se elevaba encima de los pozos; después la estepa empezó a levantarse en montaña, cubriendo todo lo que dejaban tras sí.

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