Clayton dejó caer el brazo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Permanecieron inmóviles, con la mirada en el papel que, al final, quedó inmóvil sobre el suelo del camarote, junto al borde inferior de la puerta.
Entonces, Clayton se agachó para recogerlo. Era un trozo de papel blanco, sucio, torpemente doblado en irregular rectángulo. Al desdoblarlo, los ojos de Clayton tropezaron con un mensaje escrito en toscas letras de imprenta, casi ilegible, con todos los indicios de haber sido trazadas por alguien nada acostumbrado a tales tareas caligráficas.
Traducida, la nota era un aviso para que los Clayton se abstuvieran de denunciar la pérdida de sus revólveres y de repetir lo que el viejo marinero les había confesado. Abstenerse de ello o enfrentarse a la pena de muerte.
—Imagino que seremos buenecitos —Clayton acompañó sus palabras con una sonrisa pesarosa—. Lo único que podemos hacer es cruzarnos de brazos, sentarnos y esperar lo que puede venir.
UN HOGAR EN LA SELVA
N
O TUVIERON que esperar mucho, porque a la mañana siguiente, cuando Clayton salió a cubierta para dar el acostumbrado paseo de todos los días antes del desayuno, retumbó un disparo, al que sucedió otro y luego otro más…
La escena que se desarrollaba ante sus ojos confirmó los más negros temores de Clayton. El reducido grupo de oficiales formaba una piña frente a la tripulación del
Fuwalda
, acaudillada por Michael el Negro.
La primera descarga de los oficiales impulsó a los marineros a dispersarse a toda velocidad, para ponerse a cubierto tras los mástiles, la cabina del timón y otros parapetos y puntos ventajosos, desde los que respondieron al fuego graneado de los cinco oficiales que representaban la autoridad a bordo del buque.
El revólver del capitán abatió a dos marineros, cuyos cuerpos quedaron tendidos en el lugar donde cayeron, entre los combatientes. Entonces, el primer oficial se desplomó de cara y, a un grito de mando de Michael el Negro, los amotinados se lanzaron al ataque sobre los restantes cuatro oficiales. La tripulación sólo había podido reunir seis armas de fuego, por lo que la mayoría de sus miembros no enarbolaban más que bicheros, hachas, destrales y barras de hierro.
El capitán había vaciado su revólver y estaba recargándolo cuando se produjo la carga. El arma del segundo oficial se había encasquillado, por lo que sólo dos armas de fuego podían oponerse a los sediciosos, que se precipitaron sobre sus enemigos, los cuales retrocedieron ante el furibundo asalto de los marineros.
Los dos bandos maldecían y blasfemaban espantosamente lo que, junto con el estruendo de las detonaciones y los gritos y lamentos de los heridos, convertía la cubierta del
Fuwalda
en un frenético manicomio.
Antes de que los oficiales hubiesen retrocedido una docena de pasos, ya tenían encima a los miembros de la tripulación. El hacha que esgrimía un fornido negro hendió la cabeza del capitán, desde la frente hasta la barbilla, y unos segundos después todos los oficiales habían sucumbido; muertos o malheridos a causa de docenas de golpes y balazos.
La acción de los amotinados del
Fuwalda
fue tan espeluznante como rápida de ejecución y, durante todo su desarrollo, John Clayton permaneció descuidadamente apoyado junto al tambucho, mientras fumaba su pipa con aire meditativo, como si estuviese presenciando un partido de críquet que le fuera indiferente.
Al caer el último oficial, Greystoke pensó que había llegado el momento de volver junto a su esposa, no fuera caso que alguno de aquellos individuos de la tripulación la encontrase sola en el camarote.
Si bien tranquilo y displicente por fuera, Clayton se sentía interiormente repleto de aprensión y nerviosismo, temiendo por la suerte que podía correr Alice en manos de aquellos ignorantes rufianes, en las que un destino inexorable los había puesto a ambos.
Cuando dio media vuelta para descender por la escalera, le sorprendió ver a su esposa en lo alto de la misma, casi junto a él.
—¿Cuánto hace que estás aquí, Alice?
—Desde el principio —respondió ella—. Ha sido terrible, John. ¡Oh, que espantoso! En poder de esos criminales, ¿qué podemos esperar?
—De momento, espero que el desayuno —sonrió alentadoramente Clayton, con la sana intención de eliminar en lo posible los temores de Alice. Añadió—: Al menos, voy a pedir que nos lo sirvan. Ven conmigo. No hemos de permitir que piensen que esperamos de ellos otra cosa que no sea un trato amable.
Por entonces, los marineros se habían arremolinado en torno a los oficiales muertos y heridos, a los que sin prioridades ni compasión procedieron a arrojar por la borda. Dispusieron de sus propios muertos y moribundos con idéntica falta absoluta de humanidad.
En aquel momento, uno de los marineros observó que Clayton y su esposa se les aproximaban y gritó:
—¡Ahí vienen otros dos dispuestos a ser pasto de los peces!
Y se precipitó hacia ellos, enarbolada el hacha.
Pero Michael el Negro fue incluso más rápido y el individuo recibió un impacto de bala en la espalda y se desplomó antes de haber dado media docena de zancadas.
Al tiempo que emitía un impresionante rugido, para atraer la atención de los demás, Michael el Negro señaló con el dedo a lord y lady Greystoke y advirtió con voz tonante:
—Estos son amigos míos y hay que dejarlos en paz. ¿Entendido?
Se dirigió a Clayton.
—Ahora soy yo el capitán de este buque —dijo—. No se metan en nada y nadie les causará daño alguno.
Miró a sus hombres con gesto amenazador.
Los Clayton siguieron las instrucciones de Michael el Negro tan al pie de la letra que en los días inmediatos apenas vieron a la tripulación ni tuvieron la menor noticia de los planes que trazaban.
A sus oídos llegaban de vez en cuando ecos de las reyertas y peleas que se producían entre los sediciosos y, en dos ocasiones, el avieso ladrido de las armas de fuego resonó en el tranquilo aire. Pero Michael el Negro era el cabecilla apropiado para aquella caterva de malhechores convertidos en marineros y los mantenía sometidos bastante férreamente a su autoridad.
Cinco días después de la matanza de los oficiales del buque, el vigía avistó tierra. Michael el Negro ignoraba si era isla o continente, pero comunicó a Clayton que, si el examen de la misma demostraba que el lugar era habitable, se dejaría en tierra a lord y lady Greystoke, con todas sus pertenencias.
—Durante unos meses, se encontrarán ustedes perfectamente allí —explicó— y para entonces habremos podido llegar a alguna costa habitada y dispersarnos. Me encargaré de notificar a su gobierno la situación y localización donde se encuentran ustedes y enviarán inmediatamente un buque de guerra a recogerles.
»Resultaría difícil que, de desembarcarlos en un lugar civilizado, no les formulasen un sinfín de preguntas comprometedoras y, entre nosotros, nadie cree que tengan ustedes respuestas convincentes para evitarnos problemas.
Clayton le recriminó la inhumanidad que constituía dejarlos en una orilla desconocida, a merced de fieras salvajes y, posiblemente, de hombres aún más salvajes que los animales.
Pero sus protestas no le sirvieron de nada, salvo para despertar el enojo de Michael el Negro, por lo que se vio obligado a desistir de reproches y dedicarse a procurar sacar el máximo partido a la peliaguda situación.
Hacia las tres de la tarde arribaron a la altura de una ribera cubierta de preciosa arboleda, frente a la boca de lo que parecía ser un puerto natural bien abrigado.
Michael el Negro destacó una barca llena de marineros para que sondeasen la entrada a aquella bahía, a fin de determinar si el
Fuwalda
podía pasarla sin peligro de embarrancar.
Al cabo de una hora estaban de regreso, para informar de que las aguas de la bocana eran bastante profundas, lo mismo que las de la pequeña ensenada interior.
Antes de que anocheciese, el bergantín se encontraba plácidamente anclado en medio de un abra tranquila, cuyas aguas aparecían lisas como un espejo.
Le circundaban orillas ornadas de verde y lujuriosa vegetación semitropical, mientras la tierra firme se extendía desde el océano, ascendiendo para formar colinas y mesetas, cubiertas casi uniformemente por espléndida, verde y tupida selva virgen.
No se veía el menor rastro de núcleo habitado, pero sí era evidente que aquella tierra podía fácilmente sustentar vida humana, a juzgar por la exuberancia de aves y animales que pululaban por los bosques y que los ocupantes del
Fuwalda
vislumbraban ocasionalmente desde la cubierta del buque. También pudieron ver el rielar de las aguas de un riachuelo que desembocaba en la bahía, corriente que garantizaba agua potable en abundancia.
Cuando cayó la noche sobre la tierra, Clayton y lady Alice permanecieron junto a la baranda del buque, entregados a la silenciosa contemplación de lo que iba a ser su futuro lugar de residencia. Llegaban de la densa oscuridad del bosque los gritos feroces de las fieras: el rugido sordo y profundo del león y, de vez en cuando, el agudo bramido de alguna pantera.
La mujer se acurrucó contra su marido, asustada por los terrores que adivinaba iban a tener que soportar en las pavorosas tinieblas que envolverían las noches venideras, cuando se encontrasen abandonados en aquella orilla salvaje y solitaria.
Avanzada la noche, Michael el Negro se les acercó, aunque sólo estuvo con ellos el tiempo suficiente para indicarles que se preparasen para desembarcar a la mañana siguiente. Intentaron convencerle de que era mejor que los llevase a una costa más hospitalaria, más cercana a la civilización, donde tuviesen alguna esperanza de caer en manos amistosas. Pero ni ruegos, ni amenazas, ni promesas de recompensa conmovieron al cabecilla de los amotinados.
—Soy el único hombre a bordo que, por su seguridad, no preferiría verlos muertos y, aunque sé que la muerte de ustedes es el modo más razonable de sentirnos a salvo, Michael el Negro no es de los que olvidan un favor. Me salvó la vida una vez y, a cambio, voy a salvar la suya, pero no puedo hacer más.
»Los miembros de la tripulación no me permitirían ir más lejos e, incluso, si no desembarcan ustedes en seguida, es posible que mis hombres cambien de idea acerca de brindarles esa oportunidad. Pondré en tierra todos sus avíos, con algunos cacharros para cocinar y unas cuantas velas viejas de lona con las que podrán hacerse tiendas de campaña. También les dejaré víveres para que se alimenten en tanto encuentran frutos y caza. Con sus armas de fuego, estarán en condiciones de protegerse y sobrevivir sin dificultades hasta que vengan a recogerles. Cuando me encuentre a salvo, oculto en un lugar seguro, me las arreglaré para que el gobierno británico tenga noticias de la situación de ustedes; por mi propia vida no podré informarles del punto exacto donde puedan estar, ya que lo ignoraré. Pero, desde luego, los encontrarán.
Acto seguido, Michael el Negro se retiró y los Clayton descendieron en silencio a su camarote, con el ánimo abrumado por los presentimientos más sombríos.
Lord Greystoke no creía que el gerifalte de los amotinados albergase la intención de notificar al gobierno británico el paradero de los dos súbditos abandonados, ni tampoco tenía la certeza de que no surgiese alguna traición, cuando, al día siguiente, los marineros los trasladasen a tierra con sus pertenencias.
Una vez fuera de la vista de Michael el Negro, cualquiera de aquellos miserables podía liquidarlos, y la conciencia del jefe quedaría libre de remordimientos.
Incluso aunque lograsen escapar a ese destino, ¿no se verían expuestos inmediatamente después a peligros aún más graves? Si estuviera él solo, podría sobrevivir años y años, ya que era fuerte y atlético. ¿Pero qué iba a ser de Alice y de la otra vida que pronto iba a aparecer en medio de un mundo primitivo, pleno de rigores y peligros?
El hombre se estremeció al reflexionar en la terrible gravedad, la espantosa desesperanza de su situación. Sin embargo, la misericordiosa Providencia le evitó columbrar en toda su magnitud la espeluznante realidad de lo que les esperaba en las torvas profundidades de aquella selva siniestra.
A primera hora de la mañana siguiente, los marineros apilaron sobre cubierta los baúles y cajas de los Clayton, que cargaron a continuación en los botes que aguardaban para trasladarlos a tierra.
Era un equipaje constituido por una amplia variedad de enseres, puesto que los Clayton preveían una estancia de cinco a ocho años en su nuevo hogar. De modo que, aparte de los numerosos artículos de primera o segunda necesidad, llevaban también muchos objetos de lujo.
Michael el Negro estaba firmemente decidido a que no quedase a bordo ninguna pertenencia de los Clayton. Difícil resultaba determinar si tal actitud era producto de la compasión o la motivaba algún desconocido interés egoísta.
Indudablemente, en cualquier puerto del mundo civilizado costaría mucho explicar o justificar la presencia, a bordo de un barco sospechoso, de efectos propiedad de un funcionario británico desaparecido.
En su celo para suprimir todo vestigio de su actuación delictiva, Michael el Negro se esforzó hasta el punto de obligar a los marineros a devolver a Clayton los revólveres que le habían distraído.
Cargaron en los botes sacos de galletas y tasajo, junto con una pequeña provisión de patatas, alubias, cerillas y utensilios de cocina, una caja de herramientas y las velas viejas de lona que Michael el Negro les había prometido.
Como si sospechase que sus hombres pudieran cometer lo que Clayton había sospechado, Michael el Negro los acompañó hasta la orilla en una de las barcas y fue el último en retirarse cuando los botes, tras llenar de agua potable los barriles de la nave, emprendieron a golpe de remo el regreso al anclado
Fuwalda
.
Mientras las barcas se alejaban despacio por las tranquilas aguas de la bahía, Clayton y su esposa contemplaron en silencio su hogar… con el pecho lacerado por la sensación de profunda impotencia ante el inminente desastre que sin duda les acechaba.
A su espalda, desde lo alto de un cerro, otros ojos observaban: ojos entrecerrados, malévolos, que relucían bajo unas cejas hirsutas.
Cuando el
Fuwalda
atravesó la estrecha salida de aquel puerto natural y un promontorio lo ocultó a la vista, lady Alice echó los brazos al cuello de su marido y estalló en sollozos incontrolables.