Había afrontado valerosamente los peligros del motín; con heroica entereza contempló las amenazas que presagiaba el terrible futuro; pero ahora que el terror de la soledad absoluta se abatía sobre ellos, los abrumados nervios de la muchacha cedieron y se produjo la reacción.
Clayton no intentó siquiera enjuagarle las lágrimas. Consideraba que era mejor que fuese la propia naturaleza la que aliviase el estallido de unas emociones largo tiempo reprimidas. Transcurrieron varios minutos antes de que la joven —que era poco más que una chiquilla— recobrara el dominio de sí.
—¡Oh, John, que horroroso es esto! —Exclamó al final—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?
—Sólo podemos hacer una cosa, Alice —Clayton habló en tono tranquilo, como si estuvieran sentados en el confortable saloncito de su casa—, y es trabajar. Nuestra salvación está en el trabajo. Bajo ningún concepto debemos concedernos tiempo para pensar, porque ese camino conduce a la locura. Es preciso trabajar y esperar. Tengo la certeza de que vendrán a rescatarnos en seguida, en cuanto resulte evidente que el
Fuwalda
se ha perdido, incluso aunque Michael el Negro no cumpla la promesa que nos hizo.
—Pero, John, si se tratara sólo de nosotros dos —sollozó Alice—, podríamos resistirlo, pero…
—Sí, cariño —repuso Clayton, amorosamente—, también he estado pensando en eso; pero debemos afrontarlo, del mismo modo que hemos de plantar cara a lo que venga, sea lo que fuere, con el mejor de los ánimos y la máxima confianza en nuestra capacidad para superar todas las circunstancias, por adversas que puedan ser.
»Hace cientos de miles de años, en los remotos albores de la humanidad, nuestros antepasados hicieron frente a los mismos problemas que ahora se nos presentan a nosotros, y es muy posible que también en estos primitivos bosques vírgenes. El que nosotros estemos hoy aquí es la prueba de su victoria.
»¿Es que vamos a ser incapaces de hacer lo que hicieron ellos? Incluso podemos hacerlo mejor. ¿No contamos con los superiores conocimientos que nos ha proporcionado siglos de civilización? ¿No disponemos de los medios de protección, defensa y sostenimiento que la ciencia nos ha proporcionado? Adelantos y ventajas que ellos desconocían absolutamente. Lo que nuestros antecesores lograron, Alice, con instrumentos y armas de piedra y hueso, nosotros también podremos conseguirlo.
—¡Ay, John! Quisiera ser hombre y ver las cosas tal como las enfoca un hombre, pero soy una mujer que mira las cosas con el corazón más que con la cabeza y que lo que ve ahora es demasiado espantoso, demasiado inconcebible para expresarlo con palabras.
»Deseo con toda mi alma que tengas razón, John. Me esforzaré en lo posible para comportarme como una valerosa mujer primitiva, digna compañera del hombre primitivo.
En lo primero que pensó Clayton fue en disponer un refugio para pasar la noche; un cobijo que sirviera para protegerles de las fieras depredadoras que merodearían al acecho.
Abrió la caja en que llevaba los rifles y municiones, armas que les permitirían estar convenientemente preparados frente a cualquier posible ataque que lanzaran sobre ellos mientras trabajaban. Después se dedicaron a localizar un sitio adecuado para dormir aquella primera noche. A cosa de cien metros de la playa había una pequeña explanada, desprovista casi totalmente de árboles; decidieron que, en su momento, construirían allí una casa estable, aunque consideraron que, provisionalmente lo mejor era montar una pequeña plataforma entre las ramas de los árboles, fuera del alcance de las fieras salvajes de mayor tamaño en cuyo reino se encontraban.
Para ello, Clayton seleccionó cuatro árboles, que formaban un rectángulo de cerca de tres metros de lado, cortó las ramas largas de otros árboles y preparó con ellas una especie de bastidor, a unos tres metros por encima del suelo, ligando los extremos de las ramas a los troncos de los cuatro árboles con parte de la cuerda tomada de la bodega del
Fuwalda
que Michael el Negro le había proporcionado.
Clayton entretejió una tupida superficie, con ramas más pequeñas, que colocó de un lado a otro del bastidor. Cubrió el piso de esa plataforma con hojas de begonia de las llamadas «orejas de elefante», por su forma y tamaño, de las que abundaban profusamente por allí. Tendió encima de ellas la lona de una enorme vela, plegada en varios dobleces.
A unos tres metros por encima del piso construyó otra plataforma, aunque algo más ligera, para que sirviese de techo, y colgando por los bordes de la misma, a guisa de paredes, suspendió el resto de las velas de barco.
El resultado final de su tarea fue un nido pequeño y bastante acogedor, al que Clayton trasladó las mantas y parte del equipaje más ligero.
La tarde estaba muy avanzada y Clayton dedicó las horas restantes de claridad diurna a construir una escalera de mano por la que lady Alice pudiera subir a su nuevo hogar.
Durante todo el día, la selva circundante fue un continuo hervidero de excitadas aves de brillante plumaje y de agitados monos que no cesaron de ir de un lado a otro, bailoteando y parloteando sin cesar, mientras no quitaban ojo a los recién llegados y a sus maravillosas operaciones de construcción de un refugio aéreo, trabajo que los pequeños simios observaban con sumo interés y asombrada fascinación.
Clayton y su esposa no dejaron de mantenerse vigilantes, pero por mucho que forzaron la mirada no vieron animales de grandes proporciones, aun que en un par de ocasiones observaron que los pequeños simios del lugar llegaron chillando y chachareando desde un cerro próximo, hacia el que lanzaban ojeadas de terror por encima del hombro, como si huyeran de algo terrible que se ocultara al otro lado del montecillo.
Clayton dio por concluida su escala poco antes del crepúsculo y, tras llenar un recipiente de agua en el arroyo cercano, su esposa y él subieron a la relativa seguridad de su aposento suspendido en el aire.
Como hacía bastante calor, Clayton puso las cortinas laterales sobre el tejado de lona y cuando estaban sentados, a la turca, encima de las mantas, lady Alice aguzó la vista, fija en la oscuridad de la selva, alargó repentinamente la mano y aferró los brazos de Clayton.
—¡Mira, John! —musitó—. ¿No es un hombre eso que hay ahí?
Al volver la cabeza para mirar en la dirección que indicaba su esposa, lord Greystoke vio recortada borrosamente sobre la oscuridad del fondo una gigantesca figura erguida en lo alto del cerro.
Durante unos segundos la figura permaneció inmóvil, como si estuviera escuchando y luego dio media vuelta, muy despacio, para acabar fundiéndose entre las sombras del bosque.
—¿Qué era eso, John?
—No lo sé, Alice —respondió Clayton en tono grave—. Está demasiado oscuro para distinguir las cosas a tanta distancia y es posible que sólo se tratara de una sombra proyectada por la luna.
—No, John, si no era un hombre, era un remedo caricaturesco, inmenso y ridículo de un hombre. Tengo miedo, John.
Clayton la abrazó y le susurró al oído palabras de ánimo y cariño.
Poco después, bajó las cortinas de lona y las ató sólidamente a los árboles. Con la salvedad de una pequeña hendidura, cara a la playa, quedaron aislados, cerrados por completo.
Como la negrura de la noche envolvía en densas tinieblas el interior de aquel refugio aéreo, se tendieron sobre las mantas para intentar conseguir, a través del sueño, una breve tregua de olvido.
Clayton se echó delante de la abertura frontal, con un rifle y un par de revólveres a mano.
Apenas había cerrado los párpados cuando a su espalda, en la espesura de la selva, resonó el estremecedor rugido de una pantera. Se fue repitiendo, cada vez más cerca, hasta que pudieron oír a la enorme fiera justo debajo de donde se hallaban. Durante más de una hora, a los oídos de lord y lady Greystoke no dejó de llegar el rumor de la respiración de la pantera y el rasguear de las uñas de la fiera contra los troncos de los árboles que sostenían la plataforma. Por fin, la pantera decidió alejarse a través de la playa, donde Clayton la vio claramente a la luz de la luna: una bestia hermosa y colosal, la mayor que John Clayton había contemplado jamás.
Casi no pudieron pegar ojo durante las largas horas de tenebrosidad nocturna, a excepción de unos cuantos retazos breves de sueño preñados de temores, porque los ruidos de la inmensa selva, por la que pululaban miles de animales salvajes, ponían de punta sus agitados nervios, de modo que los alaridos penetrantes y el rumor de los movimientos furtivos de las fieras que desplazaban sus cuerpos gigantescos por debajo de su refugio los despertaron sobresaltados más de cien veces.
VIDA Y MUERTE
L
A MAÑANA los encontró muy poco descansados, por no decir que nada, pero saludaron a la aurora con un sentimiento de inconmensurable alivio.
Tan pronto hubo consumido su frugal desayuno de tocino salado, café y galletas, Clayton puso manos a la tarea de construir su casa, convencido como estaba de que no podrían sentirse a salvo durante la noche, ni disfrutarían de paz espiritual, a no ser que contasen con cuatro sólidas paredes que les separasen eficaz y protectoramente de la vida que bullía en la selva.
La labor fue ardua y le costó buena parte de un mes, aunque sólo construyó una pequeña habitación. Una cabaña de troncos de unos quince centímetros de diámetro, cuyos intersticios rellenó con arcilla que extrajo del suelo, tras excavar unos palmos bajo la superficie.
Con piedras de tamaño adecuado, que encontró en la playa, dispuso una chimenea en un lado del interior de la cabaña. También unió las piedras con barro y, una vez concluido el chamizo, lo revocó aplicando una capa de arcilla de unos diez centímetros de espesor por toda la fachada.
Cubrió el hueco de la ventana con un trenzado de ramitas, entretejidas vertical y horizontalmente, de forma que constituían una especie de parrilla enrejada lo bastante sólida como para resistir los embates de un animal de respetable fuerza. De esa manera podían tener aire y ventilación sin menoscabo de la seguridad de la vivienda.
Montó el tejado, en forma de A, con un plano de pequeñas ramas muy juntas, sobre las que extendió una capa de hojas de palmera y largas hierbas de la selva, sobre las que extendió finalmente una capa de barro.
Fabricó la puerta con tablas de las cajas en que llevaba sus cosas, clavándolas atravesadas entre sí, en diversas capas, hasta constituir un cuerpo sólido de unos siete centímetros de grosor y de aspecto tan firme y sólido que al contemplarlo ambos no pudieron por menos que echarse a reír, muy satisfechos.
Tropezó entonces Clayton con la mayor dificultad de todas porque, una vez construida la maciza puerta, no tenía medios para fijarla en su sitio. Tras dos jornadas de laboriosos esfuerzos, sin embargo, consiguió fabricarse dos robustas bisagras de madera durísima, con las que pudo montar la puerta de modo que se abriera y se cerrara fácilmente.
El estucado del interior de las paredes y los demás detalles finales lo realizó después de estar instalados dentro de su nuevo hogar, cosa que hicieron en cuanto el tejado estuvo en su sitio. Por la noche, apilaban las cajas delante de la puerta y disponían así de una habitación relativamente segura y confortable.
La construcción del mobiliario, cama, sillas y estantes, fue tarea más bien sencilla, en comparación, y al término del segundo mes se encontraban perfectamente instalados, aunque el continuo temor a que les atacasen las fieras de la selva y la creciente impresión de soledad les impedía sentirse todo lo cómodos y felices que hubieran deseado.
Durante las horas nocturnas, bestias imponentes gruñían y rugían en torno a la minúscula cabaña, pero uno puede llegar a acostumbrarse de tal modo a los ruidos que se repiten, que acaba por no prestarles atención y por dormir como un tronco toda la noche.
En tres ocasiones columbraron fugazmente figuras semejantes a hombres gigantescos como la que habían vislumbrado la primera noche, pero nunca estuvieron lo bastante cerca como para determinar con certeza si aquellas formas entrevistas eran de hombres o de fieras.
Los micos y los pájaros multicolores se habituaron en seguida a la presencia de los nuevos vecinos y como evidentemente era la primera vez que veían seres humanos, en cuanto superaron la alarma inicial, fueron acercándose cada vez más, impelidos por esa extraña curiosidad que domina a las criaturas salvajes del monte, de la selva y de la llanura, de forma que antes de que hubiese transcurrido un mes, las aves llegaban incluso a aceptar la comida que les ofrecían las manos amistosas de los Clayton.
Estaba Clayton una tarde trabajando en la ampliación de la cabaña, a la que tenía intención de añadir varias habitaciones, cuando cierto número de aquellos grotescos amiguitos llegaron chillando y emitiendo agudos gruñidos de temor. Huían a través de los árboles, procedentes del cerro. En su carrera no dejaban de volver la cabeza repetidamente para mirar hacia atrás, asustados. Por último, se detuvieron cerca de Clayton y empezaron a chapurrear excitadamente, como si tratasen de advertirle de que se aproximaba un peligro.
Finalmente, lord Greystoke vio lo que aterraba a los micos: el hombre-bestia que Alice y él habían vislumbrado fugazmente en alguna que otra ocasión.
Se acercaba a través de la selva, medio erguido, apoyando en el suelo de vez en cuando el dorso de sus cerrados puños. Era un enorme simio antropoide de cuya garganta, mientras avanzaba, salían profundos refunfuños guturales y aullidos semejantes a ladridos.
Clayton se encontraba a cierta distancia de la cabaña, de la que se había alejado en busca de un árbol que fuese particularmente apropiado para sus operaciones constructoras. Los meses de continua seguridad, en el transcurso de los cuales no había visto durante el día fiera peligrosa alguna, le hicieron confiarse de tal modo que dejaba descuidadamente en la cabaña los rifles y revólveres. Y entonces, al ver acercarse a aquel mono gigantesco que aplastaba la maleza mientras se dirigía hacia él, sin dejarle prácticamente ninguna vía de escape, Clayton notó que un vago y ligero escalofrío recorría su columna vertebral.
Se daba perfecta cuenta de que, armado sólo con un hacha, sus posibilidades de salir bien librado frente a aquel monstruo feroz eran realmente escasas…
«Y Alice —pensó—: ¡Oh, Dios santo! ¿Qué será de Alice?».
Existía, no obstante, una remota posibilidad de llegar a la cabaña. Dio media vuelta y echó a correr hacia ella, al tiempo que lanzaba un grito de aviso para que su esposa se apresurara a cerrar la puerta en el caso de que el enorme simio le cortase a él la retirada.