Con el mismo estoicismo de los animales entre los que se había criado, Tarzán soportó en silencio su sufrimiento y prefirió alejarse de los demás, arrastrándose, y permanecer hecho un ovillo oculto entre las altas hierbas, a exponer sus desdichas a la vista de todos. Sólo le alegraba la compañía de Kala, pero Tarzán había mejorado ya tanto que la mona se permitía salir en busca de alimentos y permanecer largos ratos lejos de él; porque mientras el chico estuvo tan grave, el sacrificado animal apenas comió lo suficiente para no morir de inanición y, en consecuencia, había quedado reducida a una mera sombra de lo que fue.
LA LUZ DEL CONOCIMIENTO
A
L CABO de lo que le pareció una eternidad, el pobre muchacho herido se vio otra vez en condiciones de andar y, a partir de ese momento, su recuperación fue tan rápida que en cuestión de un mes volvió a sentirse fuerte y dinámico como nunca.
Durante su convalecencia no cesó de darle vueltas en la cabeza a la pelea con el gorila y su idea primordial consistió en recobrar cuanto antes aquella prodigiosa arma gracias a la cual había pasado de débil víctima propiciatoria, sin esperanza de salvación, a poco menos que invencible soberano, terror de la jungla.
Además, anhelaba volver a la cabaña y proseguir el examen de su fantástico contenido. Así que una mañana, a primera hora, se puso en marcha, en solitario, dispuesto a reanudar su exploración. Tras un rato de búsqueda localizó los huesos, ya limpios, de su difunto contendiente el gorila y, cerca de ellos, parcialmente oculto bajo unas hojas caídas, encontró el cuchillo, rojo a causa de la sangre seca del gorila y del óxido que había aplicado sobre su metal el tiempo que llevaba expuesto a la humedad del suelo.
No le gustó el cambio experimentado por su otrora superficie bruñida y rutilante; pero seguía siendo un arma formidable, que estaba decidido a usar provechosamente cada vez que se presentase la ocasión de hacerlo. Albergaba la intención de no retroceder nunca más ante los temibles ataques del viejo Tublat.
Instantes después se encontraba ya ante la cabaña y, tras unos minutos de forcejeo, había accionado el pestillo y entrado en la vivienda. Lo que más le interesaba, en primer lugar, era aprender el funcionamiento del mecanismo de la cerradura, cosa que consiguió a base de examinarlo con toda su atención mientras la puerta estaba abierta. Comprobó así qué era exactamente lo que la mantenía cerrada y el sistema mediante el cual se abría al manipularlo. Descubrió que podía correr y descorrer el pestillo de la cerradura desde dentro, de modo que lo dejó pasado para que no existiese la menor oportunidad de que le molestasen mientras efectuaba su inspección.
Emprendió un reconocimiento sistemático del interior de la cabaña, pero los libros llamaron de inmediato su atención: parecían ejercer una poderosa influencia sobre él, hasta el punto de que ninguna otra cosa le seducía tanto como el señuelo que constituían aquellos enigmas intrigantes con que le desafiaban.
Había, entre otros volúmenes, una cartilla, varios libros infantiles de lecturas, unos cuantos llenos de ilustraciones y un gran diccionario. A todos les echó un vistazo, pero lo que más le encantaba eran las ilustraciones, aunque aquellos extraños bichitos que cubrían las páginas carentes de dibujos o grabados excitaban su curiosidad y le sumían en profundas cavilaciones. En cuclillas encima de la mesa de la cabaña construida por su padre —el terso, bronceado y desnudo cuerpecito inclinado sobre el libro que sostenía entre las fuertes y delgadas manos, caída la larga cabellera negra desde la bien formada cabeza, brillantes las inteligentes pupilas—, Tarzán de los Monos, alevín de hombre primitivo, ofrecía una imagen llena de patetismo y promesas. Era como una alegoría de los primeros pasos a través de la negra noche de la ignorancia en busca de la luz del conocimiento.
El rostro del niño se contraía en sus esfuerzos por aprender, porque, de una manera ambigua y nebulosa, Tarzán había captado parcialmente los principios de una idea destinada a ser la clave y la solución del desconcertante rompecabezas que constituían aquellos extraños insectos. Tenía en las manos una cartilla abierta en una página ilustrada con un mono pequeño, muy parecido a él mismo, pero cubierto, a excepción de las manos y la cara, con unas extrañas pieles de colores, que eso imaginaba que debía de ser la ropa: la chaqueta y los pantalones de la figura. Al pie de ésta había cuatro bichitos de aquellos:
NIÑO.
Tarzán observó en seguida que aquellos cuatro caracteres de la página se repetían a menudo, siempre en el mismo orden.
Otro detalle que comprobó: los tales bichitos eran relativamente pocos, es decir, que algunos también se repetían muchas veces, que en otras ocasiones aparecían solos, aunque lo más frecuente es que hubiera varios juntos.
Fue pasando las páginas despacio, examinando las imágenes y los textos, a la búsqueda de una repetición de la secuencia
n-i-ñ-o
. La encontró debajo de una ilustración que representaba otro pequeño mono acompañado de un extraño animal de cuatro patas, parecido a un chacal, aunque no lo era. Al pie de ese grabado, los bichitos se alineaban así:
UN NIÑO Y UN PERRO.
Allí estaban los cuatro extraños insectos que iban siempre con el mono pequeño. Fue adelantando así, despacio, muy despacio, por que era una tarea ardua y laboriosa la que se había impuesto sin darse cuenta —una tarea que a cualquiera de nosotros nos parecería imposible: la tarea de aprender a leer sin tener el menor conocimiento de las letras ni del lenguaje escrito, ni la más remota idea de que tales cosas existiesen.
No lo consiguió en un día, ni en una semana, ni en un mes, ni en un año; pero poco a poco, muy lentamente, fue aprendiendo, a partir del instante en que barruntó las posibilidades que prometían aquellos bichitos, de modo que, cuando andaba por los quince años, Tarzán conocía las diversas combinaciones de letras que acompañaban a cada una de las figuras representadas en la cartilla y un par de las de los libros ilustrados.
Por entonces sólo había podido hacerse una idea bastante nebulosa del significado y empleo de artículos, conjunciones, verbos, adverbios, pronombres y demás.
Un día, cuando contaba doce años o así, encontró un puñado de lápices en un cajón que no había visto antes, situado bajo la superficie de la mesa, y al pasar la punta de uno de ellos sobre la madera del mueble descubrió con enorme satisfacción que dejaba la marca de una línea negra. Se entregó con tal entusiasmo y asiduidad al jueguecito de sacarle partido gráfico a aquel nuevo juguete que, al cabo de una semana, toda la superficie de la mesa era una masa de garabatos, rayas y círculos entre lazados, mientras la mina del lápiz se había gastado por completo. Así que cogió otro lapicero, aunque en esta ocasión con un objetivo concreto en el ánimo.
Trataría de reproducir algunos de los bichitos que culebreaban en las páginas de los libros. Una labor difícil, ya que sostenía el lápiz agarrado con la mano cerrada, como si empuñase una daga por el mango, lo cual no contribuía a facilitarle la escritura y menos a posibilitar la legibilidad de los resultados.
Sin embargo, perseveró afanosamente meses y meses, siempre que podía ir a la cabaña, hasta que, tras infinitas pruebas, descubrió el modo y la postura adecuada para dominar el lápiz y dirigirlo de forma que le resultase factible reproducir, aunque toscamente, las letras.
Así se inició en la escritura.
Copiar los bichitos aquellos le permitió aprender otra cosa: su número; y aunque no sabía contar, tal como nosotros lo entendemos, no por ello dejaba el muchacho de tener una idea de cantidad, con los dedos de las manos como base de sus cálculos.
La exploración a través de los diversos libros de que disponía le convenció de que había descubierto todas las clases de bichitos que con más frecuencia se repetían en las distintas combinaciones, y no le costó gran cosa disponerlas en el orden adecuado, gracias a la insistencia con que repasó una y otra vez, el fascinante alfabeto ilustrado que figuraba en la cartilla.
Su educación fue avanzando; pero los mayores hallazgos los efectuó en el inagotable almacén del gran diccionario ilustrado, porque allí aprendió más a través de las imágenes que del texto, incluso después de haber comprendido el significado de las letras-insectos.
Cuando descubrió la disposición de las palabras según el orden alfabético, se dedicó con gran placer a buscar y localizar las combinaciones con las que se había familiarizado. Y las palabras que las sucedían, la definición de las mismas, le permitió adentrarse provechosamente en los laberintos del conocimiento.
A los diecisiete años ya había aprendido a leer las sencillas palabras y frases del catón y comprendía perfectamente la verdadera y maravillosa finalidad de los bichitos.
Ya no se avergonzaba su cuerpo desprovisto de pelo ni de sus facciones humanas, porque la razón ya le había informado de que pertenecía a una raza distinta a la de sus salvajes y peludos compañeros. Él era un H-O-M-B-R-E, ellos eran M-O-N-O-S, y los monos pequeños que se desplazaban por las alturas de la floresta eran M-I-C-O-S. Sabía también que Sábor era una L-E-O-N-A, Histah una S-E-R-P-I-E-N-T-E y Tantor un E-L-E-F-A-N-T-E. Y así aprendió a leer.
A partir de entonces, sus progresos se aceleraron. Con ayuda del gran diccionario y la vivaz inteligencia de un cerebro saludable, dotado de una hereditaria capacidad de raciocinio superior a lo normal, el chico adivinaba con perspicacia la mayor parte de las cosas que no comprendía y la mayor parte de las veces sus suposiciones se acercaban mucho a la realidad.
El curso de su educación se veía interrumpido durante algunos periodos, debido a los hábitos nómadas de la tribu, pero ni siquiera cuando se encontraba lejos de los libros, la activa mente del muchacho dejaba de profundizar en los misterios de lo que constituía su fascinante pasatiempo. Se valía de trozos de corteza de árbol, hojas lisas e incluso espacios de tierra batida para, con la punta del cuchillo de monte, copiar de memoria y repasar las lecciones que iba aprendiendo. Y mientras seguía su tendencia a resolver los misterios que le planteaba su biblioteca, tampoco descuidaba las más rigurosas obligaciones de la vida cotidiana.
Continuaba ejercitándose con la cuerda y jugueteando con el cuchillo, que había aprendido a afilar frotando la hoja sobre piedras planas.
Desde la llegada de Tarzán, la tribu había aumentado el número de sus componentes, porque bajo el caudillaje de Kerchak lograron ahuyentar mediante el miedo a los otros clanes que habitaban en aquella parte de la selva, así que disponían de alimentos de sobra y sufrían muy pocas bajas, por no decir que ninguna, como consecuencia de las incursiones de los depredadores de la zona.
De ahí que, cuando alcanzaban la edad adulta, los machos jóvenes consideraban mucho más cómodo tomar compañeras de su propia tribu o, si capturaban alguna hembra de otro pueblo, preferían llevarla a la familia de Kerchak y mantener una relación amistosa con él, antes que fundar un nuevo clan o luchar con el temible Kerchak por la supremacía en la tribu.
En alguna que otra ocasión, un simio más indómito que sus congéneres optaba por esta última alternativa, pero nadie había conseguido aún arrebatar la palma de la victoria al feroz y bestial Kerchak.
Tarzán ocupaba en la tribu una situación singular. Todos parecían considerarle uno más de ellos, aunque no dejaban de darse cuenta de que era distinto. Los machos de más edad o hacían caso omiso de él, como si no existiera, o le odiaban a muerte, y a no ser por su prodigiosa agilidad y rapidez y por la inflexible protección de la gigantesca Kala lo habrían eliminado mucho tiempo atrás.
Tublat era su adversario más enconado, firme y tenaz, pero precisamente gracias a Tublat el acoso cesó de pronto, cuando Tarzán contaba unos trece años, y todos los enemigos le dejaron en paz, aislado, aparte, sin meterse con él salvo en las ocasiones en que a alguno de ellos le entraba la ventolera de lanzarse al ataque sin más ni más, impulsado por uno de esos arrebatos de furia irracional que suelen asaltar a los machos de muchas especies de animales salvajes de la selva. En tales casos, nadie estaba a salvo.
El día en que Tarzán dejó bien sentado su derecho a que le respetaran, la tribu estaba reunida en un pequeño anfiteatro natural que la jungla había dejado libre de lianas y enredaderas en una hondonada, un valle entre bajos cerros. Era un espacio abierto de forma casi circular. A derecha e izquierda se elevaban los formidables gigantes de la selva virgen, con la intrincada maleza del monte bajo formando entre los gruesos troncos una espesura tan densa que la única forma de acceder a aquel claro era a través de las ramas más altas de los árboles.
Allí, a cubierto de cualquier posible interrupción, acostumbraba la tribu a reunirse. En el centro del anfiteatro había uno de aquellos extraños tambores de barro que se fabrican los antropoides para acompañar sus extravagantes ritos, cuya barahúnda a veces han oído los hombres en el interior de la jungla, aunque nadie ha sido nunca testigo de tales ceremonias.
Muchos expedicionarios han visto los tambores de los grandes monos y algunos han oído su repiqueteo y la escandalosa algazara de aquellos primarios señores de la jungla, pero Tarzán, lord Greystoke, es, sin la menor duda, el único ser humano que ha participado personalmente en la demencial, embriagadora y desenfrenada orgía del
Dum-Dum
.
Es incuestionable que de esta primitiva ceremonia proceden todas las formas y ritos de la Iglesia y el Estado Moderno, porque a través de incontables épocas, desde el otro lado de las más altas murallas sobre las que asomaba el alba de una humanidad naciente, peludos predecesores interpretaron las danzas rituales del
Dum-Dum
al ritmo de sus tambores de barro, bajo la claridad brillante de una luna tropical cuyos rayos iluminaban las profundidades de una imponente selva que, entre las tinieblas de su larga noche, ha mantenido hasta nuestros días inmutable su virginidad y oculta la inconcebible perspectiva de su largo pasado muerto cuando nuestro velludo antecesor saltó de las ramas de un árbol para aterrizar ágilmente sobre el mullido césped donde tuvo lugar el primer encuentro.
El día en que Tarzán consiguió librarse de la persecución a que había estado sometido despiadadamente a lo largo de doce de los trece años de su existencia, la tribu, cuyo censo ascendía ya a cien individuos, se había desplazado silenciosamente a través de las ramas inferiores de los árboles para dejarse caer sin hacer ruido en el suelo del anfiteatro.