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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán de los monos (13 page)

BOOK: Tarzán de los monos
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Tarzán siguió a Kulonga durante todo el día, suspendido sobre él en las ramas de los árboles, como un espíritu maligno. Le vio disparar dos veces las flechas de destrucción: una vez a Dango, la hiena, y otra a Manu, el mico. En ambas ocasiones, la víctima murió casi instantáneamente, porque el veneno de Kulonga estaba recién preparado y era mortal de necesidad.

Tarzán pensó mucho en aquel portentoso procedimiento de muerte, mientras saltaba de un árbol a otro, tras su presa, a una distancia segura. Comprendía que no era posible que, sólo por sí misma, la pequeña picadura de la flecha acabase tan rápidamente con la vida de aquellos salvajes animales de la jungla, que con frecuencia se desgarraban y destrozaban en las peleas con sus vecinos, y después, se recuperaban como si nada en la mitad de los casos.

No, aquellas minúsculas astas de madera tenían algo misterioso que provocaba la muerte con un simple rasguño. Sería cuestión de estudiar el asunto.

Aquella noche Kulonga durmió en la horquilla de un árbol robusto. Tarzán de los Monos se acurrucó al acecho en otra rama, a bastante altura por encima de él.

Al despertarse, Kulonga se encontró con que su arco y sus flechas habían desaparecido. El guerrero negro montó en cólera, pero se sintió más aterrado que furioso. Examinó el suelo, alrededor del árbol, y luego registró la enramada, por encima del suelo. No descubrió el menor rastro de las flechas ni del arco ni del merodeador nocturno.

El pánico se apoderó de Kulonga. No había recuperado el venablo que arrojó sobre Kala y ahora que se veía desposeído del arco y de las flechas estaba completamente indefenso, con la excepción del simple cuchillo. Su única esperanza consistía en alcanzar la aldea de Mbonga con toda la rapidez con que las piernas pudieran llevarle.

Tenía la certeza de que no se encontraba muy lejos de casa, así que emprendió la marcha a paso ligero.

Tarzán de los Monos surgió de entre la impenetrable masa de follaje, a escasos metros, y se lanzó en silenciosa persecución del guerrero.

El arco y las flechas de Kulonga quedaron bien sujetos en la copa de un árbol gigantesco. Con su afilado cuchillo, Tarzán arrancó del tronco del árbol, cerca del suelo, un trozo de corteza y luego desgajó parcialmente una rama, que dejó colgando a unos quince metros de altura. Así señalaba Tarzán las rutas del bosque y los escondrijos donde guardaba algo.

Kulonga continuó su marcha y Tarzán se fue aproximando a él hasta situarse casi encima de la cabeza del negro. El hombre mono llevaba enrollada la cuerda en la mano derecha; se disponía a matar. Si retrasaba el instante de la ejecución era a causa de su ávido deseo de averiguar el punto de destino del guerrero, pero la dilación tuvo su recompensa cuando, de súbito, apareció a la vista una amplia explanada, en uno de cuyos extremos se alzaba un buen número de extrañas guaridas.

Al efectuar el descubrimiento, Tarzán se encontraba justo encima de Kulonga. La arboleda se interrumpía bruscamente y cedía el terreno a un espacio abierto de doscientos metros de campos de cultivo, entre los limites de la selva y el poblado.

Tarzán debía actuar con rapidez si no quería que se le escapase la pieza; pero el género de vida que llevaba le había acostumbrado a tomar decisiones automáticamente, porque cuando se presentaba algo imprevisto no se disponía de tiempo para que mediara la sombra de un pensamiento.

De forma que cuando Kulonga emergió de la penumbra de la selva, el lazo que remataba la sinuosa cuerda descendió desde la rama más baja de un robusto árbol, en el mismo borde donde empezaban los cultivos de Mbonga y el hijo del rey apenas acababa de dar media docena de pasos a través del claro cuando el veloz nudo corredizo se cerró alrededor de su garganta.

Tarzán de los Monos tiró de la cuerda con tal presteza y energía que el grito de alarma de la víctima quedó sofocado antes de llegar a las cuerdas vocales. Las manos de Tarzán se aplicaron a la tarea de arrastrar hacia sí el cuerpo del negro, que no cesaba de retorcerse y forcejear, en inútil resistencia, hasta que quedó suspendido en el aire, colgado por el cuello. Tarzán subió entonces a otra rama más alta y tiró del guerrero, que seguía pataleando, hacia la parte superior, tras la pantalla que formaba el denso y verde follaje.

Ató allí la cuerda a una fuerte rama y luego descendió a través del follaje y hundió el cuchillo en el corazón de Kulonga. Kala estaba vengada.

El hombre-mono examinó al negro meticulosamen­te; era la primera vez que veía a otro ser humano. Llamó su atención el cuchillo y la vaina del negro; se los apropió. También le gustó la argolla de cobre que el guerrero llevaba alrededor del tobillo, de modo que Tarzán la transfirió al suyo.

Contempló y admiró los tatuajes de la frente y del pecho. Se maravilló de los afilados dientes.

Estudió las plumas que adornaban la cabeza del negro y se adueñó de ellas.

A continuación, se preparó para ir a lo práctico, porque Tarzán de los Monos tenía hambre y allí había carne; carne de una pieza que él había sacrificado y que la ética de la selva le permitía consumir.

¿Cómo y mediante qué pautas y normas podríamos juzgar a ese hombre-mono con cerebro, corazón y cuerpo de caballero inglés y formación de fiera salvaje?

Había vencido y dado muerte en lucha noble a Tublat, al que odiaba y que le correspondía con idéntico encono, pero en ningún momento pasó por la cabeza de Tarzán la idea de comer la carne de su enemigo. Le habría resultado tan repulsivo como nos parece a nosotros el canibalismo.

¿Pero quién era Kulonga para que no pudiera comérselo con la misma tranquilidad que a Horta, el jabalí, o a Bara, el venado? ¿Acaso no era, sencillamente, una más de las innumerables criaturas salvajes que se atacaban unas a otras para saciar el hambre que las abrumaba? Una extraña duda detuvo repentinamente su mano. ¿No le enseñaron los libros que él era un hombre?

¿Y no era también un hombre «el Arquero»?

¿Comían hombres los hombres? ¡Ay! Lo ignoraba. ¿A qué venían sus vacilaciones? Hizo un esfuerzo y lo intentó de nuevo, pero antes de tomar el primer bocado las náuseas le pusieron el estómago en la garganta. No lo entendía.

De lo único que estaba seguro era de que no le era posible comer la carne de aquel hombre negro. Y así, el instinto hereditario, un atavismo de remotos orígenes, asumió las funciones de su cerebro, que ignoraba no pocas cosas, y le salvó de transgredir una ley universal de cuya existencia no tenía la menor noticia.

Dejó rápidamente el cuerpo de Kulonga en el suelo, le quitó el lazo ceñido en tomo al cuello y volvió a las alturas de los árboles.

CAPÍTULO X

EL FANTASMA DEL MIEDO

T
ARZÁN oteó desde una alta rama el villorrio de chozas con tejado de paja construidas al otro lado de la plantación.

Observó que la selva tocaba en un punto el recinto de la aldea y hacia allí se dirigió, impulsado por la curiosidad febril de contemplar seres de su misma especie, averiguar más detalles acerca de su forma de vida y echar un vistazo a las curiosas madrigueras que habitaban.

Su selvática existencia entre las fieras de la jungla no dejaba resquicio alguno por el que se filtrara la idea de que aquellos seres no fuesen enemigos. El hecho de que sus formas fuesen similares tampoco le indujo a creer que, caso de que le descubriesen, le acogerían favorablemente aquellas criaturas, las primeras que veía de su propia raza.

Tarzán de los Monos no tenía nada de sentimental. La fraternidad de los hombres le era absolutamente desconocida. Consideraba enemigos mortales a todos los seres que no perteneciesen a su tribu, salvo algunas contadas excepciones, cuyo ejemplo más destacado era Tantor, el elefante.

Todo eso lo tenía asimilado sin odio ni maldad. Matar era la ley imperante en el mundo salvaje en que vivía. Gozaba de escasos placeres, todos primitivos, y el principal consistía en cazar y matar, por lo que otorgaba a los demás el que albergasen las mismas intenciones y deseos que él, incluso aunque se convirtiera así en pieza también codiciada por los demás cazadores.

Su singular forma de vida no le convirtió en un ser taciturno ni sanguinario. Que disfrutara matando y que matase con una alegre carcajada en sus bien formados labios no significaba que tuviese una crueldad innata. Casi siempre mataba para conseguir alimento, aunque, al pertenecer a la raza humana, también mataba a veces por placer, algo que no hace ningún otro animal; porque el hombre es el único, entre todas las criaturas, que mata de manera insensata y voluptuosa, por el mero placer de causar sufrimiento y muerte.

Y cuando mataba para cumplir una venganza o en defensa propia lo hacía también sin histerismo, porque lo consideraba una cuestión muy seria, que no admitía ligerezas.

De modo que entonces, al acercarse cautelosamente a la aldea de Mbonga, iba preparado, dispuesto a matar o a que le matasen, caso de que le descubrieran. Se deslizó con extraordinario sigilo, ya que Kulonga le había infundido un gran respeto hacia las delgadas astas de punta afilada que de manera tan rápida e infalible producían la muerte.

Al final llegó a un árbol gigantesco, de espesa enramada y exuberantes enredaderas que suspendían sus generosos rizos en el aire. Desde aquella atalaya casi impenetrable, situado encima del poblado, Tarzán observó agazapado las escenas que se desarrollaban a sus pies, sin dejar de maravillarse ante cada rasgo de aquella nueva y extraña vida.

Por la calle de la aldea corrían y jugaban unos cuantos niños desnudos. Varias mujeres molían llantén seco en toscos morteros de piedra, mientras otras preparaban tortas con la harina. En los campos de cultivo Tarzán vio más mujeres, que cavaban, escardaban o recolectaban.

Todas llevaban protuberantes ceñidores de hierba seca alrededor de las caderas y muchas se adornaban con gran profusión de ajorcas, brazaletes y pulseras de cobre y latón. Alrededor de muchos de aquellos cuellos morenos llevaban collares de alambre curiosamente trenzado y varias lucían grandes anillos en la nariz.

Tarzán de los Monos contempló con creciente asombro aquellas extrañas criaturas. Vio unos cuantos hombres que dormitaban a la sombra y vislumbró también la presencia, en los aledaños de la explanada, de guerreros armados que, según los indicios, guardaban la aldea y la protegían contra el posible ataque por sorpresa de algún enemigo.

Se percató de que allí sólo trabajaban las mujeres. En ninguna parte se observaba rastro de hombre alguno que cultivara el campo o llevase a cabo cualquiera de las tareas domésticas del poblado.

Por último, los ojos de Tarzán se posaron en una mujer que se encontraba inmediatamente debajo de él.

Tenía delante, al fuego, un pequeño caldero en el que hervía burbujeante una mezcla viscosa, espesa y rojiza. A un lado había cierta cantidad de flechas de madera, cuyas puntas iba introduciendo la mujer en la borbolleante sustancia. Después, colocaba las flechas en un estrecho soporte de ramas dispuesto al otro lado.

Tarzán de los Monos contempló la escena fascinado. Allí estaba el secreto del terrible efecto destructor de los minúsculos proyectiles del Arquero. Se percató del extraordinario cuidado que ponía la mujer en evitar que aquella sustancia le tocase las manos y cuando una gota le salpicó un dedo, vio que se apresuraba a introducirlo en un recipiente de agua y, con un puñado de hojas, se frotó y limpió rápidamente la motita.

Tarzán no sabía nada de venenos, pero su perspicaz raciocinio le sugirió que lo que producía la rápida muerte era aquella sustancia y no la pequeña saeta, que no pasaba de ser la mensajera encargada de introducir la ponzoña mortal en el cuerpo de la víctima.

¡Lo que le gustaría tener unas cuantas más de aquellas astas portadoras de muerte! Si la mujer abandonara su tarea un instante, él se descolgaría hasta el suelo, cogería un puñado de flechas y estaría de vuelta en el árbol antes de que la mujer hubiese respirado tres veces.

Se estrujaba el cerebro para idear algún plan que le permitiese distraer la atención de la mujer cuando del otro lado de la explanada llegó un alarido impresionante. Tarzán miró hacia allí: un guerrero negro se encontraba debajo del árbol en el que el hombre mono había ejecutado una hora antes al asesino de Kala.

El individuo chillaba y agitaba el venablo por encima de su cabeza. De vez en cuando indicaba algo que había en el suelo, ante él.

En cuestión de segundos, la aldea se transformó en un maremágnum. Hombres armados surgieron precipitadamente del interior de muchas de las chozas y corrieron enloquecidamente hacia el excitado centinela. Tras ellos, en tropel, fueron los ancianos, las mujeres y los niños, hasta que, al cabo de unos instantes, el poblado estuvo desierto.

Tarzán de los Monos supo que habían descubierto el cadáver de su víctima, pero eso le interesaba infinitamente menos que la circunstancia de que en la aldea no quedaba nadie que le impidiera apoderarse de una buena provisión de aquellas flechas que tenía a sus pies.

Silenciosa y velozmente se descolgó hasta el suelo, junto al caldero de veneno. Permaneció inmóvil unos segundos, mientras sus escrutadores ojos recorrían celéricamente el interior de la empalizada.

Nadie a la vista. Su mirada tropezó con el hueco de la puerta de una choza, abierta de par en par. Echaría un vistazo adentro, pensó, y se acercó cautelosamente al bajo chamizo con tejado de bálago.

Hizo un alto momentáneo en la entrada, aguzando el oído. Al no percibir el más leve rumor, se deslizó a la semioscuridad interior.

Había armas colgadas en las paredes: largos venablos, cuchillos de forma extraña, un par de estrechos escudos. En el centro del cuarto, una marmita y, al fondo, un lecho de hierbas secas con unas esteras encima que, evidentemente, los dueños de la choza utilizaban como cama y cobertores. Diseminados por el suelo, varios cráneos humanos.

Tarzán de los Monos acarició uno por uno todos aquellos objetos, cogió los venablos y los olisqueó, porque su sensible, y altamente agudizado olfato le permitía «ver» muchas cosas. Decidió convertirse en dueño de uno de aquellos palos largos y puntiagudos, pero no podía llevárselo en aquella incursión porque se proponía tomar un cargamento de flechas y eso iba a impedírselo.

Cada artículo que cogía de las paredes lo depositaba en el centro de la estancia. Encima del montón formado por las armas colocó el puchero, invertido, y, sobre él, uno de los sonrientes cráneos, que adornó con el tocado de plumas del difunto Kulonga.

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