Cuando terminaron de desayunar, Tarzán se encaminó al cobertizo y recuperó su cuchillo. La muchacha se había olvidado por completo del arma. Comprendió que eso fue porque también se había olvidado del miedo que la apremió a aceptarlo.
Tras indicarle mediante una seña que le siguiera, Tarzán se dirigió a los árboles que bordeaban la explanada. La cogió con uno de sus robustos brazos y saltó a una rama.
La joven supo que la llevaba de nuevo junto a los suyos y le resultó imposible explicarse el repentino sentimiento de soledad y tristeza que se apoderó de su ánimo.
Se desplazaron por las enramadas durante varias lentas horas.
Tarzán de los Monos no se daba prisa. Pretendía disfrutar al máximo del agradable placer de aquel viaje, con los brazos de la muchacha alrededor de su cuello, así que se desvió hacia el sur, apartándose bastante de la ruta directa a la playa.
Se detuvieron varias veces a descansar brevemente, aunque Tarzán no lo necesitaba, y al mediodía hicieron un alto de una hora, a la orilla de un riachuelo, donde almorzaron y calmaron la sed.
De modo que el ocaso estaba ya al caer cuando llegaron al calvero. Tarzán se dejó caer al suelo junto a un árbol gigantesco, separó las altas hierbas de la selva y le señaló a Jane la cabaña.
La joven le cogió de la mano para llevarle a la construcción, a fin de poder contarle a su padre que aquel hombre le había salvado la vida, le había evitado un destino peor que la muerte y la había cuidado con tanta solicitud como hubiera podido hacerlo una madre.
Pero la timidez propia de los seres de la selva frente a la sociedad civilizada y sus costumbres se apoderó de Tarzán de los Monos. Retrocedió, al tiempo que denegaba con la cabeza.
La muchacha se le acercó y le dirigió una mirada suplicante. No sabía exactamente cómo y por qué, pero no podía soportar la idea de que Tarzán volviese sólo a las profundidades de aquella espantosa selva.
Él sacudió de nuevo la cabeza y, finalmente, atrajo suavemente a la muchacha y se inclinó para besarla. Pero antes de atreverse a ello la miró a los ojos y durante un segundo trató de percibir alguna señal que le indicara si la joven lo aceptaría gustosa o si le rechazaría.
Jane vaciló y luego se hizo cargo de la situación, le echó los brazos al cuello, atrajo hacia la suya la cara de Tarzán y le besó… sin rubor ni recato.
—Te quiero… te quiero —murmuró.
Debilitado por la distancia llegó el estampido de numerosas detonaciones. Jane y Tarzán levantaron la cabeza. Por la puerta de la cabaña salieron Esmeralda y el señor Philander.
Desde el punto donde se hallaban Tarzán y la muchacha no podían ver los dos buques fondeados en la bahía.
Tarzán señaló en la dirección en que procedían los ruidos, se tocó el pecho con la mano y volvió a señalar. Jane comprendió. Se proponía ir hacia allí, y algo le dijo a la muchacha que lo hacía porque pensaba que su gente, la de Jane, estaba en peligro.
Tarzán la besó de nuevo.
—Vuelve a mi lado —susurró la joven—. Te esperaré… siempre.
Tarzán se alejó… y Jane dio media vuelta y echó a andar a través del claro, hacia la cabaña.
El señor Philander fue el primero en ver que algo se les acercaba. Había oscurecido mucho y el señor Philander era miope de veras.
—¡Rápido, Esmeralda! —apremió—. Vamos dentro de la cabaña, donde estaremos seguros. ¡Es una leona! ¡Dios me valga!
Esmeralda no se entretuvo en comprobar si lo que había visto el señor Philander correspondía a la realidad. El tono de voz del hombre fue suficiente para ella. Y antes de que el señor Philander hubiese terminado de pronunciar el nombre de Esmeralda, ésta ya se había refugiado en la cabaña y atrancado la puerta. «¡Dios me valga!» exclamó el señor Philander empavorecido al descubrir que Esmeralda, en el frenético arrebato de sus prisas, había cerrado la puerta dejándole a él en la parte exterior, por donde se acercaba la leona.
El hombre golpeó furiosamente la recia hoja de madera.
—¡Esmeralda! ¡Esmeralda! —chilló—. ¡Déjame entrar! Está a punto de devorarme un león.
Esmeralda dio por sentado que los ruidos que sonaban en la puerta los producía la leona en su intento de echarle las zarpas encima, así que, para no faltar a su costumbre, se desmayó.
El señor Philander lanzó por encima del hombro una sobrecogida mirada.
¡Horror! La fiera estaba ya a dos pasos. El hombre intentó trepar por la pared de la cabaña y logró asirse a la paja del tejado.
Permaneció allí colgado unos instantes, tratando de afirmar los pies en la pared, como un gato que intenta aferrar las uñas a una cuerda de tender la ropa, pero, al final, la paja se desprendió y el señor Philander, precediéndola en la caída, fue a dar con la espalda en el suelo.
Y durante los escasos segundos que duró el precipitado descenso, a su memoria acudió un detalle importante de historia natural. Parece ser, o así creía recordarlo el señor Philander, que si uno finge estar muerto, se supone que los leones de ambos sexos hacen caso omiso del presunto cadáver.
De modo que el señor Philander permaneció completamente inmóvil, en la misma postura en que cayó, petrificado y con todo el hórrido aspecto de la muerte. Y dado que en el momento en que su espalda tomó contacto con el suelo el hombre tenía los brazos y las piernas extendidos rígidamente, a la postura en que quedó «muerto» podía aplicársele cualquier calificativo menos el de impresionante.
Jane había observado aquellas excentricidades con benévola sorpresa, pero al final no pudo contener la risa… una carcajada en forma de sofocado gorjeo, pero que fue suficiente. El señor Philander se dio la vuelta, para quedar de costado, y sus ojos de corto de vista escudriñaron a fondo el terreno. Por fin, descubrió a la muchacha.
—¡Jane! —exclamó—. ¡Jane Porter! ¡Dios bendito!
Se puso en pie trabajosamente y corrió hacia la joven. No podía creer que Jane estuviese allí, viva.
—¡Santo Dios! ¿De dónde sale? ¿Dónde diablos ha estado? ¿Cómo…?
—Apiádese de mí, señor Philander —le interrumpió la muchacha—. Me será imposible responder a tantas preguntas.
—Bueno, bueno —dijo el señor Philander—. ¡Dios bendito! Estoy tan henchido de sorpresa y tan eufórico de alegría al volver a verla sana y salva que no sé lo que me digo, la verdad. Pero, venga, cuénteme en seguida qué le ha pasado.
LA ALDEA DE LA TORTURA
A
MEDIDA que la patrulla de marineros se iba adentrando por la espesura de la selva, a la búsqueda de huellas de Jane Porter, lo inútil de la expedición se fue imponiendo cada vez con mayor claridad en la mente de todos, pero el dolor del anciano y el desaliento que reflejaban los ojos del joven inglés impidieron al benévolo D'Arnot dar por concluida la marcha.
Pensaba que había muchas probabilidades de que encontrasen el cuerpo de Jane, lo que quedara de sus restos mortales, ya que tenía el absoluto convencimiento de que la habría devorado alguna fiera. Desplegó sus hombres en formación propia de escaramuza y, a partir del lugar donde encontraron a Esmeralda, avanzaron peinando el terreno, sudorosos y jadeantes a través de la maraña de matorrales y enredaderas. Era una tarea lenta. Cuando les sorprendió el mediodía, apenas habían recorrido unos cuantos kilómetros tierra adentro. Hicieron un breve alto para descansar y luego cubrieron una corta distancia, el cabo de la cual uno de los marinos descubrió un camino bien definido.
Era una senda de elefantes y, previa consulta con Clayton y el profesor Porter, D'Arnot decidió aventurarse por ella.
Entre curvas y revueltas, la senda cruzaba la jungla en dirección nordeste y la columna avanzó por ella en fila india.
El teniente D'Arnot, a la cabeza de la patrulla, marchaba a ritmo vivo, porque era un camino relativamente despejado. Le seguía, inmediatamente detrás, el profesor Porter, pero el anciano no podía mantener el tren de un hombre bastante más joven y se había rezagado unos noventa metros cuando, de súbito, media docena de guerreros negros surgieron delante del oficial francés.
D'Arnot lanzó un grito para avisar a la columna, pero los negros le rodearon rápidamente y antes de que tuviese tiempo de desenfundar el revólver ya le habían maniatado y arrastrado al interior de la selva.
El grito alarmó a los marineros, una docena de los cuales salieron disparados, pasaron junto al profesor Porter y se precipitaron senda adelante en socorro de su teniente.
Los marineros ignoraban la causa de aquel grito, sólo sabían que se trataba del aviso de un peligro que acechaba por delante. Había dejado atrás el punto donde apresaron a D'Arnot, cuando una jabalina lanzada desde la jungla atravesó a uno de los marineros y, acto seguido, una lluvia de saetas cayó sobre ellos.
Los marineros se echaron el rifle a la cara y dispararon hacia la maleza, en dirección al lugar de donde procedían las flechas.
Para entonces, el resto de la patrulla los había alcanzado y las carabinas dispararon andanada tras andanada contra el oculto enemigo. Eran las detonaciones que habían oído Tarzán y Jane Porter.
El teniente Charpentier, que marchaba en la retaguardia de la columna, llegó a la escena de los últimos acontecimientos y al conocer los detalles de la emboscada ordenó a los hombres que le siguieran y se lanzó a la densa y laberíntica vegetación de la jungla.
Los franceses estuvieron enzarzados al instante en un combate cuerpo a cuerpo con una cincuentena de guerreros negros de la aldea de Mbonga.
Las balas y las flechas volaron rápidas y apretadas.
Exóticos cuchillos africanos y culatas de rifle franceses se confundieron en duelos salvajes y sangrientos, pero los indígenas no tardaron en emprender la retirada a través de la selva, dejando a los franceses entregados a la triste labor de contar sus bajas.
De los veinte hombres que formaban la patrulla, cuatro habían muerto, doce sufrían heridas y el teniente D'Arnot había desaparecido. La noche cerraba sobre ellos precipitadamente y la situación del destacamento francés resultó aún más comprometida cuando comprobaron que ni siquiera encontraban la senda de elefantes que habían estado siguiendo.
Sólo podían hacer una cosa: acampar donde se encontraban, hasta que amaneciese. El teniente Charpentier ordenó que se abriera un claro en la selva y que levantaran una barricada circular de maleza alrededor del campamento.
La tarea no estuvo concluida hasta bastante después de que hubiese oscurecido y los hombres encendieron una gran fogata en el centro del claro para disponer de luz mientras trabajaban.
Cuando el campamento estuvo todo lo protegido que podía estar contra las fieras salvajes y los no menos salvajes hombres, el teniente Charpentier situó centinelas en puntos estratégicos del pequeño campamento y los marinos, hambrientos y cansados, se tendieron en el suelo y trataron de dormir.
Las quejas de los heridos, mezcladas con los rugidos y aullidos de las enormes bestias atraídas hacia allí por la claridad de la hoguera y los ruidos de los marineros, impidieron conciliar el sueño a los fatigados ojos. Desconsolada y hambrienta, la patrulla pasó la noche en blanco, rezando para que amaneciese cuanto antes.
Los guerreros negros que apresaron a D'Arnot no se quedaron allí para participar en la lucha que siguió, sino que arrastraron a su cautivo por el interior de la selva durante cierta distancia y después volvieron a la senda, un poco más adelante del lugar donde se desarrollaba el combate entre sus compañeros y los franceses.
Se alejaron con D'Arnot a toda prisa y el estruendo de la batalla fue disminuyendo de volumen a medida que ponían tierra de por medio, hasta que, de pronto, ante los ojos del teniente francés apareció una amplia explanada, al fondo de la cual se alzaba una aldea de chozas dentro de una empalizada.
Ya era de noche, pero los centinelas apostados en la estacada vieron acercarse a tres personas y, antes de que éstas llegasen al portón, ya habían observado que una de ellas era un prisionero.
Se elevó un griterío en el interior de la empalizada. Una multitud de mujeres y niños se precipitó al encuentro de los que llegaban.
Y entonces empezó para el oficial francés la más aterradora experiencia que un hombre puede sufrir en la Tierra: la acogida que recibe un prisionero blanco en una aldea de caníbales africanos.
Acrecentaba la crueldad del salvajismo de los aldeanos negros el agudo recuerdo de las aun más atroces brutalidades que sobre ellos y los suyos practicaron los funcionarios blancos de aquel
súper
hipócrita llamado Leopoldo II de Bélgica, barbaridades que fueron la causa de que abandonaran el Estado Libre del Congo, convertidos en un deplorable vestigio de lo que en otro tiempo fuera una tribu poderosa.
Se precipitaron sobre D'Arnot con las uñas y los dientes por delante, le golpearon con estacas y pedruscos y le rasgaron la carne con manos que parecían auténticas garras. Le arrancaron hasta el último jirón de la ropa que llevaba puesta y una lluvia implacable de golpes se abatió sobre su carne desnuda y temblorosa. Pero ni un solo gemido de dolor se escapó de los labios del francés. Se limitó a rezar en silencio, rogando a Dios que le librara cuanto antes de aquel suplicio.
Pero la muerte que imploraba no se le iba a conceder fácilmente. Por el expeditivo sistema del garrotazo, los guerreros apartaron rápidamente a las mujeres, alejándolas del cautivo. La intención era salvarlo para que protagonizara, como víctima, una diversión menos innoble. Y una vez apaciguado el primer arrebato de colérica pasión, se conformaron con chillarle, insultarle y escupirle.
Llegaron al centro del villorrio. Allí amarraron a D'Arnot a un poste del que nunca se había soltado vivo a ningún hombre.
Cierto número de mujeres se dispersaron, rumbo a sus respectivas chozas, para preparar ollas y llenarlas de agua, mientras otras encendían una hilera de fogatas en las que hervirían los pedazos de carne del banquete. La carne restante, cortada en tiras, se pondría a secar para consumirla más adelante. Y esperaban que sobrara mucha, puesto que daban por supuesto que llegarían otros guerreros con más cautivos.
Los festejos se retrasaron, a la espera de que regresaran los guerreros que se habían quedado para participar en la escaramuza con los hombres blancos, por lo que ya era bastante tarde cuando todos estuvieron en la aldea y se dio principio a la danza de la muerte alrededor del sentenciado oficial francés.