Y allí estaba Tarzán con los brazos cargados de frutos maduros y apetitosos.
La muchacha vaciló y hubiera ido a parar al suelo de no haber soltado Tarzán su cargamento para cogerla entre sus brazos. Jane Porter no perdió el conocimiento, sino que se apretó contra el hombre-mono, estremecida y temblorosa como un cervatillo asustado.
Tarzán de los Monos le acarició la suave cabellera y trató de tranquilizarla y consolarla como Kala hacía con él cuando era una pequeña cría de mono y Sábor, la leona, o Hista, la serpiente, lo asustaban.
Tarzán posó con suavidad los labios en la frente de Jane y, en vez de removerse, la muchacha cerró los ojos y suspiró.
Ni podía ni deseaba analizar sus sentimientos. Ni siquiera intentarlo.
Se sentía satisfecha con la seguridad que le comunicaban aquellos brazos robustos y con dejar que su futuro lo decidiera el destino; porque las últimas horas le habían enseñado a confiar en aquella extraordinaria criatura salvaje de la jungla como hubiera confiado en muy pocos hombres de los que conocía.
Al reflexionar en lo extraño que era todo aquello, en su imaginación nació la idea de que, posiblemente, acababa de conocer algo que en realidad nunca había conocido: el amor. Se quedó un poco desconcertada y luego sonrió.
Sin borrar la sonrisa de sus labios, apartó de sí suavemente a Tarzán y, mirándole con una expresión entre risueña e irónica, que confería a su semblante un encanto absolutamente hechicero, la muchacha señaló con el índice los frutos del suelo y se sentó sobre el borde del tambor de barro de los antropoides. El hambre anunciaba que había llegado.
Tarzán recogió rápidamente los frutos y los depositó a los pies de Jane. Después se sentó en el suelo, junto a la joven, y cortó y preparó con el cuchillo las diversas piezas, disponiéndolas para que la muchacha las degustara.
Comieron juntos y en silencio; de vez en cuando se lanzaban alguna que otra sigilosa mirada de reojo, hasta que, por último, Jane estalló en una alegre carcajada, risa a la que Tarzán se sumó de inmediato.
—Me gustaría que hablase inglés —dijo Jane.
Tarzán meneó la cabeza y una expresión de anhelo mustio y patético puso seriedad en sus hasta un segundo antes rientes pupilas.
Jane probó a hacerse entender en francés y luego en alemán, pero al final no pudo contener la risa ante su propia torpeza con la lengua germana.
De cualquier modo se dirigió a él nuevamente en inglés.
—Ha entendido usted mi alemán tan estupendamente como me lo entendieron en Berlín.
Tarzán había decidido ya bastante rato antes cuál iba a ser su futura forma de actuar. Había dispuesto de tiempo suficiente para rememorar cuanto leyó en los libros de la cabaña acerca de la conducta de los hombres y mujeres. Se comportaría como imaginaba que se hubieran comportado en su lugar los hombres de los libros.
Se puso en pie de nuevo y se adentró en la floresta, pero no sin intentar previamente indicar a Jane, por señas, que volvería en seguida. Tuvo éxito con el intento, porque la muchacha le comprendió y esa vez no experimentó miedo alguno cuando él se fue.
Miedo no, pero sí le asaltó cierta sensación de soledad, clavó la mirada en el punto por donde Tarzán había desaparecido y, fijos allí sus ojos anhelantes, aguardó su regreso. Como en la ocasión anterior, un leve rumor que se produjo a su espalda informó a la joven de la presencia del hombre-mono. Jane dio media vuelta y le vio acercarse a través del césped, cargado con una gran brazada de ramas.
A continuación, Tarzán se perdió nuevamente dentro de la jungla, para reaparecer al cabo de quince minutos con cierta cantidad de hierbas y helechos. Efectuó dos excursiones más, cuyo resultado fue un buen montón de materiales.
Extendió en el suelo las hierbas y los helechos, de manera que formasen una cama bastante blanda. Por encima de la misma colocó gran número de ramas, que inclinó y unió en el centro del lecho, a unos cuantos palmos de altura. Sobre las ramas dispuso varias capas de grandes hojas de las llamadas
oreja de elefante
. Cerró con más ramas y hojas uno de los extremos del pequeño cobertizo que acababa de levantar.
Luego se sentó junto a la muchacha en el borde del tambor de barro y trató de hacerse entender por señas.
A Jane le había maravillado e intrigado sobremanera el magnífico guardapelo con engarce de diamantes que Tarzán llevaba colgado del cuello.
Se lo señaló con el dedo a Tarzán y éste se lo quitó al instante y tendió la joya a la muchacha.
Jane observó que era obra de un buen orfebre y que los diamantes tenían un brillo y una pureza extraordinarios y estaban artísticamente engarzados. Sin embargo, su talla pertenecía, evidentemente, a una época bastante antigua.
Comprobó también que el guardapelo se abría y, al presionar el broche oculto, las dos mitades se separaron y en cada una de las caras interiores aparecieron sendas miniaturas en marfil.
Una de ellas era el retrato de una dama de gran belleza y la otra muy bien podía ser el del hombre que en aquel momento tenía al lado, aunque se apreciaba una sutil diferencia en la expresión del rostro, algo difícil de definir.
Jane Porter miró a Tarzán, al que sorprendió inclinado sobre ella para ver mejor las miniaturas, a las que miraba con cara de asombro. Alargó la mano hacia el medallón y lo tomó de la mano de la muchacha. Examinó los retratos con inconfundibles muestras de sorpresa y renovado interés. Su actitud indicaba con toda claridad que los veía por primera vez, que no se le había ocurrido nunca que el guardapelo pudiera abrirse.
Tal circunstancia provocó en Jane nuevas especulaciones, pero no fue capaz de imaginar cómo pudo haber llegado la joya a poder de una criatura salvaje de las inexploradas junglas africanas.
Más sorprendente resultaba todavía el que uno de los retratos que guardaba en su interior el guardapelo fuese el de alguien que muy bien podía ser un hermano, o más probablemente, el padre de aquel semidios de la selva que incluso ignoraba que el medallón se abría.
Tarzán continuaba mirando con firme insistencia los dos rostros de marfil. Luego se descargó el carcaj del hombro, vació las flechas sobre el suelo, introdujo la mano hasta el fondo de aquel receptáculo parecido a una bolsa y extrajo un objeto plano, envuelto en varias hojas suaves y atado con cordeles hechos a base de largas hierbas.
Lo desenvolvió con sumo cuidado, fue quitando las capas de hierba una tras otra hasta que, finalmente, en su mano quedó una fotografía.
Al tiempo que señalaba la miniatura del hombre que había en el guardapelo tendió a Jane la fotografía, que puso junto al abierto medallón.
La fotografía no sirvió más que para incrementar el desconcierto de la joven, ya que saltaba a la vista que se trataba de otra imagen del mismo hombre cuyo retrato ocupaba una mitad del guardapelo, al lado de la miniatura de la guapa y joven dama.
Cuando Jane alzó la mirada hacia Tarzán, observó que la expresión que brillaba en los ojos de éste era de inconcebible asombro. En los labios del hombre parecía estar formándose una pregunta.
La muchacha señaló la fotografía, después llevó el índice a la miniatura y, por último, apuntó a Tarzán, como si estuviera indicándole que pensaba que el hombre del retrato era él. Pero el hombre mono se limitó a menear la cabeza, después encogió sus amplios hombros, cogió la fotografía de manos de Jane y, tras envolverla de nuevo cuidadosamente, la puso otra vez en el fondo de la aljaba.
Permaneció unos instantes más sentado en silencio, con la vista clavada en el suelo, mientras Jane le daba vueltas en la mano al guardapelo, como si eso pudiera proporcionarle algún indicio susceptible de conducirla a la identificación del dueño original de la joya.
Por último, se le ocurrió una explicación sencilla.
El guardapelo perteneció a lord Greystoke y los retratos eran de él y de lady Alice.
La salvaje criatura que estaba a su lado simplemente lo encontró en la cabaña de las proximidades de la playa. Qué estúpida había sido al no haber pensado antes en tal solución.
Pero explicarse aquel extraño parecido entre lord Greystoke y el dios de la floresta… eso era algo situado lejos de sus facultades; y nada tenía de extraño que le fuese imposible de todo punto imaginar que aquel salvaje desnudo fuera realmente un aristócrata inglés.
Por último, Tarzán levantó la vista del suelo y miró a la muchacha, que seguía examinando el guardapelo. Para Tarzán, el significado de los retratos aquellos constituía un misterio insoluble, pero sí le fue posible percibir el interés y la fascinación que reflejaba el rostro de la adorable y vivaz criatura que estaba a su lado.
Ella se percató de que la estaba mirando y supuso que deseaba que le devolviera su adorno. De modo que se lo tendió. Tarzán lo tomó, cogió la cadena con las dos manos y colgó el medallón en el cuello de Jane. Sonrió al ver la cara de sorpresa que puso la muchacha ante aquel regalo inesperado.
Jane sacudió la cabeza negativa y vehementemente y se hubiera quitado de la garganta la cadena de oro, pero Tarzán no se lo permitió. Cada vez que la muchacha pretendía hacerlo, él le cogía las manos y se las retenía para impedírselo.
Jane acabó por desistir y, con una leve risita, se llevó el medallón a los labios.
Tarzán no sabía qué significaba exactamente aquel ademán, pero se figuró con bastante acierto que era su forma de darle las gracias por el obsequio, de modo que se puso en pie, tomó el guardapelo con una mano, se inclinó ejecutando una reverencia digna de cualquier cortesano de otros tiempos y posó los labios en el punto donde habían descansado segundos antes los de Jane.
Fue un cumplido majestuoso y galante, ejecutado con una gracia y dignidad espontáneas, absolutamente desprovistas de afectación. Era el sello de su cuna aristocrática, el producto de muchas generaciones de educación refinada, el instinto hereditario de una donosura y gentileza que no podía erradicar así como así una existencia selvática, una crianza y formación vividas en un ambiente salvaje.
Empezaba a oscurecer, de modo que volvieron a comer aquellos frutos que les servían de alimento sólido y de bebida. Luego Tarzán se levantó, condujo a Jane al pequeño cobertizo que había construido y le indicó que entrara.
Por primera vez en el curso de las últimas horas, el miedo pareció invadir el ánimo de Jane y Tarzán notó que se apartaba, que se encogía frente a él.
La relación directa con aquella muchacha, el haber alternado con ella durante medio día hizo que el Tarzán del anochecer fuese un hombre muy distinto al Tarzán de la salida del sol por la mañana.
Ahora, en todas y cada una de las fibras de su ser, la herencia de su linaje se dejaba oír con más claridad y volumen que la formación y el adiestramiento en la selva.
No se había transformado, por obra y gracia de una transición rápida, de salvaje hombre-mono en distinguido caballero, pero ahora predominaba el instinto del abolengo y, por encima de todo, el deseo de complacer a la mujer de la que se había enamorado, de presentar ante sus ojos una buena imagen personal.
De forma que Tarzán de los Monos hizo lo único que sabía iba a brindar garantías de seguridad a Jane. Sacó de la vaina su cuchillo de monte y se lo ofreció a la joven, por la empuñadura. Después le indicó otra vez que entrase en el pequeño chamizo.
La muchacha comprendió y, tras coger el cuchillo, entró en el refugio y se echó sobre el mullido lecho de hojas, mientras Tarzán de los Monos se estiraba a su vez en el suelo, ante la entrada del cobertizo.
Y así los encontró el sol al salir a la mañana siguiente.
Tras despertarse, Jane tardó unos momentos en recordar los extraños acontecimientos del día anterior y lo primero que hizo fue extrañarse del lugar donde se encontraba: el emparrado, las hierbas que formaban el lecho y el panorama nada familiar que se le ofrecía a través del hueco de la entrada abierto a sus pies.
Poco a poco las circunstancias de la situación fueron irrumpiendo una tras otra en el cerebro de Jane. Luego, un enorme asombro irrumpió en su ánimo… seguido por una oleada de agradecimiento por el hecho de encontrarse sana y salva después de haber afrontado tan terribles peligros.
Se desplazó hasta la entrada del chamizo para buscar a Tarzán. El hombre-mono había desaparecido, pero el miedo no asaltó esta vez a Jane, porque tenía la certeza de que iba a volver.
Vio la huella que había dejado el cuerpo del hombre sobre la hierba, a la entrada del refugio, donde Tarzán permaneció tendido toda la noche, velando el sueño de la joven. Jane no ignoraba que eso le había permitido a ella descansar apaciblemente y en completa seguridad.
Con Tarzán cerca, ¿quién podía sentir miedo? Jane se preguntó si existiría en la Tierra otro hombre junto al cual una muchacha pudiera sentirse tan segura en el corazón de la salvaje jungla africana. Ya no la asustaban leones ni panteras.
Alzó la mirada y vio el atlético cuerpo de Tarzán saltar ágilmente al suelo desde las ramas de un árbol próximo. Al notar sobre sí la mirada de la joven, el semblante del hombre-mono se iluminó con aquella sonrisa franca y radiante que el día anterior había hecho que se desvaneciera toda la desconfianza de la muchacha.
Al acercársele Tarzán, el corazón de Jane aceleró sus latidos y sus pupilas brillaron como jamás lo hicieron ante la proximidad de ningún hombre.
Tarzán volvía de nuevo cargado de frutos, que depositó a la entrada del cobertizo. Volvieron a sentarse juntos a comer.
Jane empezó a preguntarse qué planes tendría Tarzán. ¿La devolvería a la playa o pensaba retenerla allí, en la selva? Se dio cuenta de pronto de que tal cuestión no parecía preocuparle gran cosa. ¿Cómo era posible que le importase tan poco?
Empezó también a darse cuenta de que se sentía contentísima de encontrarse allí, sentada junto a aquel sonriente gigante, comiendo frutos realmente deliciosos en un paraíso silvestre situado en el remoto corazón de la jungla de África… Más que satisfecha y contenta, se sentía feliz.
No lograba entenderlo. La razón le decía que lo lógico era que le desgarrasen el alma angustias atroces, que temores pavorosos la abrumaran y que los más sombríos presagios entenebreciesen su espíritu. Y, en cambio, su corazón parecía cantar y sus labios sonreían en respuesta al atractivo rostro del hombre con el que estaba departiendo.