—¡Es una maravilla! —exclamó D'Arnot—. Me pregunto a qué se parecerán mis huellas dactilares.
—Eso lo podemos ver en seguida —repuso el funcionario de policía. Tocó un timbre y se presentó un ayudante, al que dio una serie de instrucciones.
El hombre salió de la estancia, pero volvió al instante con un estuche de madera que dejó encima de la mesa de su superior.
—Ahora —dijo el policía—, tendrás tus huellas dactilares dentro de unos segundos.
Sacó del estuche una placa cuadrada de cristal, un tubito de espesa tinta negra, un rodillo de caucho y unas cuantas tarjetas blancas como la nieve.
Apretó el tubo de tinta y echó encima de la placa una gota, la extendió con el rodillo hasta que toda la superficie de cristal quedó cubierta, a su satisfacción, por una delgada película de tinta.
—Coloca sobre el cristal los cuatro dedos de tu mano derecha, así —indicó el policía a su amigo D'Arnot—. Ahora, el pulgar. Muy bien. Ahora apóyalos en la tarjeta, en idéntica posición… un poco más a la derecha. Tenemos que dejar espacio para el pulgar y para los dedos de la zurda. Ahí, exacto. Ahora repitamos la operación con la mano izquierda.
—Vamos, Tarzán —animó D'Arnot—, veamos cómo son los rizos de tus huellas.
Tarzán no se hizo de rogar y, durante la operación, no cesó de formular preguntas al funcionario de policía.
—¿Las huellas digitales demuestran las características de las razas? —Quiso saber—. ¿Puede usted determinar, por ejemplo, sólo mediante el examen de las huellas si una persona era negra o caucásica?
—Me parece que no —respondió el policía.
—¿Podrían distinguirse las huellas de un mono de las de un hombre?
—Probablemente, ya que las del mono serían mucho más simples que las de un organismo superior.
—¿Pero un cruce de simia y hombre puede presentar características de ambos progenitores? —continuó Tarzán.
—Sí, creo que eso sería probable —respondió el funcionario—, pero esta ciencia no ha avanzado lo suficiente para proporcionar datos exactos sobre el particular. No quisiera llevar sus descubrimientos más allá de la diferenciación entre individuos de la raza humana. En este aspecto son definitivos. Probablemente no existan dos personas nacidas en este planeta que tengan idénticas las líneas de todos sus dedos. Es extraordinariamente dudoso que una huella digital tenga un duplicado exacto impreso por cualquier dedo que no sea el que la produjo en primer lugar.
—¿Efectuar esa comparación lleva mucho tiempo o mucho trabajo? —terció D'Arnot.
—Normalmente sólo se tarda unos minutos, si las impresiones son claras.
D'Arnot se sacó del bolsillo un librito de tapas negras y empezó a hojearlo.
Tarzán se quedó mirando el libro, sorprendido. ¿Cómo se las había arreglado D'Arnot para agenciárselo?
D'Arnot lo dejó abierto en una página en la que se veían cinco pequeños borrones.
Tendió el libro al policía, con la página descubierta.
—Estas huellas, ¿son parecidas a las mías o a las de
Monsieur
Tarzán? ¿Puedes determinar si son idénticas a las de uno u otro?
El funcionario de policía tomó una potente lupa del escritorio y examinó cuidadosamente las tres muestras. Fue tomando notas en un taco de papel.
Tarzán comprendía ya el motivo de la visita al funcionario de policía.
En aquellas pequeñas manchas residía la solución al enigma de su existencia. Con los nervios en tensión, Tarzán se inclinaba al frente en el asiento, pero se relajó de pronto y se echó hacia atrás, con una sonrisa en los labios.
D'Arnot le dirigió una mirada sorprendida.
—Pasa por alto el detalle de que, durante años, el cadáver del niño que dejó esas huellas permaneció en la cabaña de su padre y que toda mi vida lo he visto en la cuna —recordó Tarzán con amargura.
El policía alzó la cabeza, atónito.
—Adelante, capitán, con tu examen —dijo D'Arnot—, luego te contaremos la historia… siempre y cuando
Monsieur
Tarzán esté de acuerdo.
Tarzán asintió con la cabeza.
—Pero sigo pensando que está loco, mi querido D'Arnot. Esos deditos están enterrados en la costa occidental de África.
—No lo sabemos a ciencia cierta, Tarzán —replicó D'Arnot—. Puede que sea así, pero si usted no es el hijo de John Clayton, ¿cómo rayos fue a parar a esa selva dejada de la mano de Dios en la que, salvo John Clayton, no puso el pie hombre blanco alguno?
—Se olvida de… Kala —recordó Tarzán.
—Prescindo de ella por completo —afirmó D'Arnot, contundente.
Mientras hablaban, los dos amigos se habían acercado al ventanal que daba al paseo. Permanecieron unos instantes allí, sumidos en sus propias reflexiones, mientras observaban sin verlo el raudal de ajetreadas personas que circulaban por la calle.
Llevará tiempo cotejar las huellas dactilares, pensaba D'Arnot al volver la cabeza para mirar al funcionario de policía.
Con gran sorpresa por su parte, el marino francés vio que el policía estaba arrellanado en su sillón y leía entusiasmado el contenido del diario de tapas negras.
D'Arnot dejó oír una tosecilla. El funcionario alzó la vista, se dio cuenta de que le observaban y levantó el dedo índice en ademán que imponía silencio.
D'Arnot volvió a mirar por la ventana y, al cabo de un rato, el funcionario de policía convocó:
—Caballeros…
Ambos se volvieron hacia él.
—Es evidente que hay mucho en juego. Un envite cuyo resultado depende en mayor o menor medida de la matemática precisión de este cotejo. En consecuencia, les agradecería que dejasen el asunto en mis manos, en tanto regresa nuestro experto,
Monsieur
Desquerc. Estará aquí de vuelta dentro de escasas fechas.
—Confié en conocer ese resultado al momento —se lamentó D'Arnot—.
Monsieur
Tarzán zarpa mañana para los Estados Unidos.
—Te garantizo que podrás cablegrafiarle el informe en cuestión de quince días —afirmó el funcionario— aunque no me atrevo a asegurarte el resultado. Sí, existen semejanzas, pero… En fin, será mejor que dejemos que sea
Monsieur
Desquerc quien lo determine.
REAPARECE EL GIGANTE
U
N TAXI se detuvo ante una antigua mansión de las afueras de Baltimore.
Se apeó del vehículo un hombre de unos cuarenta años, apuesto y bien parecido, el cual pagó al taxista y despidió el coche.
Instantes después, el pasajero del taxi entraba en la biblioteca de la vieja residencia.
—¡Ah, señor Canler! —exclamó un anciano, al tiempo que se levantaba para saludarle.
—Buenas tardes, mi querido profesor —correspondió el recién llegado, mientras tendía la diestra cordialmente.
—¿Quién le abrió la puerta? —preguntó el profesor.
—Esmeralda.
—Entonces anunciará a Jane que ha llegado usted —dijo el anciano.
—No, profesor —repuso Canler—, porque he venido principalmente para verle a usted.
—Me siento muy honrado —agradeció el anciano.
—Profesor —continuó Robert Canler, silabeando despacio, como si sopesara cuidadosamente sus palabras—. He venido esta tarde para hablar con usted acerca de Jane.
»Ya conoce usted mis deseos y ha sido usted lo suficientemente generoso como para dar el visto bueno a mis aspiraciones.
El profesor Archimedes Q. Porter se removió inquieto en su sillón. Aquel tema siempre le hacía sentirse incómodo. No comprendía la razón. Canler era un partido estupendo.
—Pero Jane… —prosiguió Canler—. No consigo entenderla. Nunca le falta una excusa u otra para darme largas. Cada vez que me despido de ella, siempre tengo la sensación de que deja escapar un suspiro de alivio.
—Bueno, bueno —dijo el profesor Porter—. Vamos, vamos, señor Canler. Jane es una hija de lo más obediente. Hará justo lo que yo le diga que haga.
—¿Cuento, pues, con su apoyo? —preguntó Canler, con un deje de tranquilidad matizando su voz.
—Desde luego, señor, desde luego —confirmó el profesor Porter—. ¿Cómo podría usted dudarlo?
—Ahí tiene usted al joven Clayton, ¿sabe? —Sugirió Canler—. Lleva meses rondándola. Ignoro hasta qué punto se siente Jane atraída por él, pero, además del título, ese muchacho va a heredar de su padre bienes que constituyen una cuantiosa fortuna, y nada tendría de extraño que, al final, conquistara a Jane, a menos que… —Canler se interrumpió, sin acabar la frase.
—Bueno, bueno, señor Canler… ¿A menos que qué…?
—A menos que se encargue usted de arreglarlo todo para que Jane y yo nos casemos inmediatamente —precisó Canler, vocalizando las palabras lenta y claramente.
—Ya le sugerí a Jane que eso sería lo más conveniente —declaró el profesor en tono triste—, puesto que no podemos atender los gastos de mantenimiento de esta casa y llevar el tren de vida que requiere el círculo de amistades en el que alternamos aquí.
—¿Y qué contestó ella? —preguntó Canler.
—Dijo que aún no está preparada para casarse. Con nadie —respondió el profesor Porter—. Y que podríamos irnos a vivir a la hacienda del norte de Wisconsin que le dejó su madre.
»Dará para mantenernos y un poco más. Los aparceros siempre le han sacado lo suficiente para vivir y, además, siempre han enviado algo de renta a Jane, año tras año. Mi hija tiene intención de que nos traslademos a la hacienda a principios de la semana próxima. Philander y el señor Clayton ya se adelantaron para tenerlo todo listo cuando lleguemos.
—¿Clayton ha ido allí? —exclamó Canler, visiblemente contrariado—. ¿Por qué no me lo dijeron a mí? Me habría alegrado mucho llegarme a esa granja y poner a punto todas las comodidades.
—Jane sabe que le debemos a usted demasiado, señor Canler —se excusó el profesor Porter.
Canler se aprestaba a responder, cuando en el vestíbulo sonaron unos pasos y Jane Porter apareció en la entrada de la pieza.
—¡Ah, perdón! —Exclamó la muchacha, y se detuvo en el umbral—. Creí que estabas solo, papá.
—Sólo soy yo, Jane —advirtió Canler, que se había puesto en pie—, ¿no quiere pasar e integrarse en este grupo familiar? Precisamente hablábamos de usted.
—Gracias —dijo Jane. Tras entrar, aceptó la silla que Canler le ofrecía—. Sólo quería decirle a mi padre que Tobey bajará mañana de la facultad a recoger sus libros. Quiero que te asegures, papá, de que señalas bien todas las cosas que no vas a necesitar hasta el otoño. Por favor, no te lleves a Wisconsin toda la biblioteca, como te la hubieras llevado a África si no llego a ponerme seria.
—¿Estaba Tobey aquí? —preguntó el profesor Porter.
—Sí, acabo de decirle adiós. Esmeralda y él intercambian ahora experiencias religiosas en el porche trasero.
—¡Vaya, hombre, vaya, tengo que verle en seguida! —Dijo el profesor—. Perdonadme un momento, hijos.
El profesor salió presuroso del cuarto.
En cuanto no pudo oír lo que decían, Canler se dirigió a Jane.
—Veamos, Jane —abordó bruscamente—. ¿Cuánto tiempo se va a alargar esto? No se niega a casarse conmigo, pero tampoco me ha hecho ninguna promesa. Quiero sacar la licencia matrimonial mañana mismo, para que podamos casarnos sin ceremonias aparatosas antes de que salga usted para Wisconsin. No deseo organizar ninguna fiesta por todo lo alto y estoy seguro de que usted tampoco.
La joven se quedó de piedra, pero mantuvo la cabeza valerosamente alta.
—Ya sabe que tal es el deseo de su padre —añadió Canler.
—Sí, lo sé.
Las palabras de Jane apenas superaron el volumen del susurro. Al cabo de unos segundos manifestó, en tono gélido, contenido:
—¿Se da cuenta de que me está comprando? ¿De que me consigue a cambio de unos miserables dólares? Claro que sí que lo sabe, Robert Canler, y esa era la esperanza que alimentaba su cerebro cuando prestó el dinero a mi padre para esa aventura disparatada, que a no ser por una circunstancia de lo más misterioso hubiera resultado un éxito económico de primera magnitud.
»Pero, usted, señor Canler, hubiera sido el más sorprendido. Ni por asomo podía ocurrírsele que la empresa tuviese alguna probabilidad de salir bien. Es usted un hombre de negocios demasiado experto para suponer tal cosa. Un hombre de negocios demasiado bueno para prestar dinero a alguien que iba a invertirlo en la búsqueda de un tesoro enterrado, o para prestar dinero sin garantías absolutas… a menos que tuviese usted algún otro objetivo en perspectiva.
»Sabía perfectamente que, al prestárselo a mi padre sin garantías, tenía en sus manos el honor de los Porter mucho mejor sujeto que con ellas. No ignoraba que esa era la mejor arma para obligarme al matrimonio, sin dar la impresión de que me obligaba a casarme con usted.
»Nunca sacó a relucir el préstamo. En cualquier otro hombre, yo hubiera pensado que tal gesto procedía de un alma noble y magnánima. Pero usted es taimado, señor don Robert Canler. Le conozco mejor de lo que cree.
»Ciertamente, me casaré con usted, si no veo medio de evitarlo, pero dejemos las cosas claras de una vez por todas.
Mientras la muchacha hablaba, el rostro de Robert Canler fue cambiando de color, pasando alternativamente del rojo al lívido y viceversa. Cuando Jane hubo terminado, el hombre se puso en pie y una sonrisa cínica onduló sus labios.
—Me asombra, Jane —dijo—. Creí que tenía más dominio de sí… más orgullo. Claro que no le falta razón. La estoy comprando y no ignoraba que usted lo sabía, pero supuse que preferiría fingir lo contrario. Pensé que el respeto que siente usted hacia su persona y el orgullo de los Porter le impedirían reconocer, ni siquiera ante sí misma, que era una mujer en venta. Pero que sea como a usted le plazca, mi querida joven —añadió en tono alegre, algo frívolo—. Va a ser mía y eso es lo único que me interesa.
Sin pronunciar palabra, Jane dio media vuelta y abandonó la estancia.
Sin haberse casado, por supuesto, Jane Porter partió hacia Wisconsin, acompañada de su padre y de Esmeralda. Cuando el tren arrancó, la muchacha dijo adiós fríamente a Robert Canler, que había ido a la estación a despedirla y que en el momento en que el convoy se ponía en marcha prometió a la joven que se reuniría con ellos en el plazo de una o dos semanas.
En la estación de destino los esperaban Clayton y el señor Philander, que acudieron a recibirlos con un gran automóvil de turismo, en el que emprendieron rápidamente la marcha en dirección norte, a través de espesos bosques, rumbo a la pequeña hacienda que la muchacha no había visitado desde que era niña.