—Sí.
—¿Le quieres?
—No.
—Y a mí, ¿me quieres a mí?
La joven enterró el rostro entre las manos.
—Estoy prometida a otro hombre. No puedo contestarte, Tarzán de los Monos.
—Tienes que contestarme. Veamos, ¿por qué vas a casarte con un hombre al que no quieres?
—Mi padre le debe dinero.
A la memoria de Tarzán acudió de pronto el recuerdo de la carta que había leído… así como el nombre de Robert Canler y los problemas que entonces no logró entender.
Sonrió.
—Si tu padre no hubiese perdido el tesoro, no te verías obligada a mantener tu promesa con ese individuo, ese tal Canler, ¿no es así?
—Podría pedirle que me liberase de ella.
—¿Y si él se negara?
—Cumpliría mi promesa.
Tarzán guardó silencio durante unos segundos. El automóvil avanzaba a bastante velocidad por aquella carretera sembrada de baches. El incendio seguía crepitando amenazador a su derecha y otro cambio de dirección del viento podía lanzar las furiosas llamas sobre ellos y cortarles la vía de escape.
Por último, dejaron a su espalda el punto de peligro y Tarzán redujo la marcha.
—¿Supón que se lo pido yo? —aventuró Tarzán.
—Difícilmente accedería a la petición de un desconocido —repuso la joven—. En especial a uno que me quiere para él.
—Terzok lo hizo —recordó Tarzán, torvamente.
Jane se estremeció y alzó la cabeza, temerosa, para mirar la gigantesca figura que iba a su lado. Comprendió que se refería al gran antropoide al que había matado por defenderla.
—Esto no es la selva africana —recordó Jane—. Ya no eres una bestia salvaje. Eres un caballero y los caballeros no matan a sangre fría.
—En el fondo, sigo siendo una fiera salvaje —articuló Tarzán en voz baja, como si hablara consigo mismo.
El silencio volvió a caer sobre ellos.
—Jane —preguntó Tarzán por último—, si no estuvieses ligada a ese compromiso, ¿te casarías conmigo?
La muchacha no respondió en seguida, pero él aguardó pacientemente.
Jane se esforzaba en ordenar sus ideas.
¿Qué sabía de aquella extraña criatura que iba a su lado? ¿Qué sabía él de su propia persona? ¿Quién era? ¿Quiénes eran sus padres?
Porque, incluso su nombre sugería un origen enigmático y tenía reminiscencias de vida selvática.
En realidad, no tenía nombre. ¿Acaso ella podría ser feliz con aquel ser abandonado en la jungla? ¿Podría encontrar algún punto en común con un marido que se había pasado la vida en las copas de los árboles de la soledad africana, alternando y peleando con feroces antropoides; desgarrando los flancos temblorosos de una presa recién sacrificada, hundiendo su potente dentadura en la carne cruda y arrancando la parte que le correspondía mientras sus compañeros gruñían y bregaban en torno suyo, tratando de conseguir su ración?
¿Podría elevarse hasta el nivel propio de la esfera social en que ella alternaba? ¿Podría ella soportar la idea de descender al medio ambiente en que se movía él? ¿Podrían cada uno de ellos ser felices unidos en un matrimonio tan desigual?
—No me has contestado —dijo Tarzán—. ¿Tienes miedo de herirme?
—No sé que responderte —confesó Jane tristemente—. Ni siquiera sé qué pensar.
—¿No me quieres, pues? —insistió él, en tono normal.
—Vale más que no me lo preguntes. Serás más feliz sin mí. Nunca podrás adaptarte a los compromisos, cortapisas y formalismos de la sociedad… La civilización te resultará insoportable y no tardarás en añorar la libertad de tu antigua vida, una existencia para la que me considero tan poco preparada como inadecuado puedes sentirte tú para la mía.
—Me parece que te entiendo —repuso Tarzán sosegadamente—. No voy a acuciarte, porque prefiero verte a ti feliz que ser feliz yo. Ahora comprendo que de ninguna manera podrías ser feliz con… un mono.
En su tono se apreció un leve matiz de amargura.
—No —protestó Jane—. No digas eso. No entiendes…
Pero antes de que tuviese tiempo de continuar, doblaron una curva que surgió repentinamente y se encontraron en medio de un caserío.
Ante ellos se encontraba el automóvil de Clayton y, a su alrededor, los miembros del grupo que había trasladado allí desde el hotelito de la hacienda.
CONCLUSIÓN
A
L VER a Jane, de los labios de todos brotaron gritos de alivio y alborozo y cuando Tarzán detuvo el vehículo junto al otro automóvil, el profesor Porter corrió a abrazar a su hija.
Transcurrieron unos segundos antes de que alguien reparase en Tarzán, que continuó sentado al volante, en silencio.
Clayton fue el primero en acordarse de él. Se volvió y le tendió la mano.
—¿Cómo podremos agradecérselo? —exclamó—. Nos ha salvado a todos. Me llamó usted por mi nombre en la casa, pero me parece que soy incapaz de recordar el suyo, aunque hay algo en su persona que me resulta muy familiar. Es como si le hubiese conocido hace mucho tiempo, en otras y distintas circunstancias.
Tarzán sonrió, al tiempo que estrechaba la mano que se le ofrecía.
—Tiene usted toda la razón,
Monsieur
Clayton —dijo, en francés—. Me perdonará si no le hablo en inglés, pero es que lo estoy aprendiendo ahora y, aunque lo entiendo sin dificultades, lo hablo muy mal.
—¿Pero quién es usted? —insistió Clayton, esta vez en francés también él.
—Tarzán de los Monos.
Clayton dio un respingo hacia atrás a causa de la sorpresa.
—¡Por Júpiter! —Cayó Clayton en la cuenta—. Es verdad.
El profesor Porter y el señor Philander se apresuraron a unir su agradecimiento al de Clayton y a manifestar su sorpresa y satisfacción al reencontrar a su amigo de la selva tan lejos de su salvaje hogar.
El grupo entró en la modesta hostería del lugar, donde Clayton no tardó en encontrar acomodo y en conseguir que les atendieran.
Estaban sentados en el reducido y mal ventilado salón del hostal cuando atrajeron su atención los resoplidos mecánicos de un automóvil que se acercaba.
El señor Philander, que ocupaba un asiento junto a la ventana, miró al exterior y vio al vehículo aproximarse y frenar junto a los otros dos coches.
—¡Dios santo! —Se le escapó al señor Philander, con un deje de fastidio en la voz—. Ahí está el señor Canler. Había confiado en que… ejem… había pensado en… ejem… —acabó a trancas y barrancas— en lo estupendo que hubiera sido… que el fuego le hubiese pescado en medio.
—¡Bueno, bueno, señor Philander! —Dijo el profesor Porter—. ¡Bueno, bueno! A menudo aconsejo a mis alumnos que cuenten hasta diez antes de hablar. Si yo fuese usted, señor Philander, contaría por lo menos hasta mil y después mantendría un discreto silencio.
—¡Dios bendito, sí! —Se mostró de acuerdo el señor Philander—. ¿Pero quién es el caballero de aspecto eclesiástico que le acompaña?
Jane se quedó blanca como el papel.
Clayton se agitó inquieto en la silla.
El profesor Porter se quitó las gafas nerviosamente, echó el aliento sobre los cristales, pero volvió a colocárselas en la nariz sin limpiarlas.
La ubicua Esmeralda dejó oír un gruñido.
El único que no entendía nada era Tarzán.
Robert Canler irrumpió en la estancia.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Temía lo peor, hasta que vi su automóvil, Clayton. El fuego me cortó el paso en la carretera del sur y tuve que dar media vuelta y dirigirme a la ciudad y luego desviarme al este hacia esta carretera. Creí que nunca iba a llegar a la casa.
Nadie manifestó el menor entusiasmo. Tarzán miró a Robert Canler como Sábor miraba a sus presas.
Jane captó aquella mirada y carraspeó intranquila.
—Señor Canler —intervino—, le presento a
Monsieur
Tarzán, un viejo amigo.
Canler se volvió hacia él y le tendió la mano. Tarzán se levantó y ejecutó una reverencia como sólo D'Arnot hubiera podido enseñar a ejecutar a un caballero, pero hizo como que no veía la mano de Canler.
Tampoco éste pareció reparar en el feo a que se le sometía.
Jane, le presento al reverendo Tousley —dijo Canler, y se volvió hacia el clérigo, situado a su espalda—. Señor Tousley, la señorita Porter.
El reverendo Tousley se inclinó. Una sonrisa radiante iluminó su rostro.
Canler lo presentó a los demás.
—Podemos celebrar la ceremonia ahora mismo, Jane —tuteó Canler a la muchacha—. Así tú y yo podremos tomar el tren que pasa por la ciudad a medianoche.
Tarzán comprendió el plan automáticamente. Entrecerrados los párpados, lanzó una ojeada a Jane, pero se mantuvo inmóvil.
La joven vacilaba. Planeó por la estancia un silencio tenso, propio de la tirantez que afectaba a los nervios de los presentes.
Todos los ojos se posaron en Jane, a la espera de su contestación.
—¿No podríamos esperar unos días? —Propuso la joven—. Estoy un poco desquiciada… ¡Me han ocurrido hoy tantas cosas…!
Canler percibió la hostilidad que emanaba de cada uno de los reunidos.
Se indignó.
—Hemos esperado más de lo que estaba dispuesto a esperar —protestó en tono brusco—. Prometiste casarte conmigo. No pienso seguir siendo un juguete con el que te diviertas. Tengo la licencia y aquí está el pastor. Adelante, reverendo Tousley, vamos, Jane. Hay cantidad de testigos… más de los que se necesitan.
Al tiempo que pronunciaba tales palabras en tono desagradable cogió a Jane Porter por un brazo y echó a andar con ella hacia el pastor.
Pero Canler apenas había dado un paso cuando una mano enérgica se cerró sobre su antebrazo como un grillete de acero.
Otra mano salió disparada hacia su garganta, lo levantó del suelo y lo sacudió en el aire, como un gato pudiera agitar a un ratón.
Con horrorizada sorpresa, Jane se volvió hacia Tarzán.
Al mirarle la cara observó sobre su frente aquella franja carmesí que ya había visto otra vez, en la lejana África, cuando Tarzán de los Monos se enzarzó en combate a muerte con el gran antropoide, Terzok.
Comprendió que el deseo de asesinar latía en aquel corazón salvaje y, con un grito de espanto, se precipitó hacia el hombre-mono para suplicarle clemencia. Pero temía más por Tarzán que por Canler. No ignoraba el riguroso castigo que la justicia imponía al culpable de homicidio.
Sin embargo, antes de que la muchacha llegase a ellos, Clayton ya se había puesto de un salto junto a Tarzán e intentaba liberar a Canler de la presa que lo atenazaba.
Un simple movimiento del poderoso brazo despidió al inglés al otro extremo de la sala y, al instante, la blanca mano de Jane se posó firmemente en la muñeca de Tarzán y los ojos de la muchacha se clavaron en los del hombre-mono.
—Hazlo por mí —rogó.
La mano que apretaba el cuello de Canler aflojó la presión.
—¿Quieres que esto siga viviendo? —se extrañó Tarzán.
—No quiero que muera a tus manos —respondió ella—. No quiero que te conviertas en un asesino.
Tarzán separó la mano de la garganta de Canler.
—¿La libera de su promesa? —Preguntó a Canler—. Es el precio de su vida.
Canler asintió con la cabeza, mientras jadeaba en busca de aire.
—¿Se largará y no volverá a molestarla nunca más?
Canler asintió de nuevo con la cabeza, contraído el semblante por el miedo a la muerte que tan de cerca había tenido.
Tarzán le soltó y Canler anduvo dando traspiés hacia la puerta. Apenas unos segundos después de que hubiese desaparecido, le fue a la zaga el aterrorizado pastor.
Tarzán se volvió hacia Jane.
—¿Puedo hablar un momento contigo a solas? —preguntó.
La muchacha dijo que sí con la cabeza y se encaminó a la puerta que daba al pequeño porche de la hostería. Al salir, para esperar fuera a Tarzán, no oyó la conversación ulterior.
—¡Aguarde! —llamó el profesor Porter, cuando Tarzán se disponía a imitar el ejemplo de Jane.
La sorpresa que le causó el precipitado desarrollo de los acontecimientos había dejado atónito al profesor.
—Antes de que sigamos adelante, señor, me gustaría que se me explicase el significado de los sucesos que acaban de sobrevenir. ¿Con qué derecho, señor, se interfiere usted en un asunto que concierne exclusivamente a mi hija y al señor Canler? Sepa que había prometido al señor Canler la mano de Jane, caballero, y al margen de nuestras simpatías o antipatías personales, tal promesa ha de cumplirse.
—Me he entrometido, profesor Porter —respondió Tarzán—, porque su hija no quiere al señor Canler… no desea casarse con él. Y eso es cuanto necesito saber para tomar cartas en el asunto.
—Pues no sabe lo que ha hecho —dijo el profesor Porter—. Ahora se negará a casarse con ella.
—Eso, seguro —confirmó Tarzán, contundente.
Añadió:
—Es más, a partir de ahora no tendrá usted que preocuparse de lo que pueda sufrir su orgullo, profesor Porter, porque en cuanto llegue usted a casa estará en situación de devolver a ese Canler la cantidad que le adeuda.
—¡Bueno, bueno, señor! —Exclamó el profesor Porter—. ¿Qué insinúa?
—Le notifico que ha aparecido su tesoro —anunció Tarzán.
—¿Qué… qué está diciendo? —Preguntó el profesor—. Está loco, hombre. No es posible.
—A pesar de todo, sí es posible. Fui yo quien se lo llevó, sin conocer su valor ni saber a quién pertenecía. Vi cómo lo enterraban los marineros y, lo mismo que hubiera hecho un mono, lo saqué y volví a enterrarlo en otro lugar. Cuando D'Arnot me explicó de qué se trataba y lo que significaba para usted, volví a la jungla y lo recuperé. Ese tesoro había ocasionado ya tantos crímenes, tanto dolor y sufrimiento que D'Arnot opinó que lo mejor sería abstenerse de trasladarlo aquí, como era mi intención, de modo que, en vez del cofre, he traído una carta de crédito.
Tarzán se sacó del bolsillo un sobre y se lo tendió al perplejo profesor.
—Aquí lo tiene, profesor Porter: doscientos cuarenta y un mil dólares. El tesoro lo tasaron unos expertos concienzuda y escrupulosamente pero si su cerebro alberga alguna duda, el propio D'Arnot lo tiene ahora en custodia, por si prefiere usted recibirlo en vez de la carta de crédito.
—Al enorme cúmulo de obligaciones que tenemos contraídas con usted —articuló el profesor con voz temblorosa— se añade ahora el más formidable de los favores. Me ha proporcionado usted los medios para salvar mi honor.