El profesor Porter no acompañó al día siguiente a los que fueron a buscar el tesoro, pero cuando los vio regresar con las manos vacías, hacia el mediodía, se apresuró a salir a su encuentro. Su acostumbrada indiferencia meditativa se había volatilizado totalmente, sustituida por un comportamiento nervioso y excitado.
—¿Dónde está el tesoro? —preguntó a gritos a Clayton, cuando aún le separaban de la partida unos treinta metros.
Clayton meneó la cabeza negativamente.
—Desapareció —dijo, al acercarse al profesor.
—¡Desapareció! No es posible. ¿Quién ha podido llevárselo? —exclamó el profesor Porter.
—Sólo Dios lo sabe, profesor —repuso Clayton—. Pudimos pensar que el individuo que nos guió mentía respecto al punto donde estaba enterrado, pero su sorpresa y consternación al no encontrar cofre alguno debajo del cadáver del asesinado Snipes, fueron demasiado reales para que estuviese fingiendo. Y nuestras palas nos indicaron que algo estuvo sepultado debajo del cadáver, porque allí hubo un hoyo que rellenaron con tierra suelta.
—¿Pero quién puede habérselo llevado? —repitió el profesor Porter.
—La sospechas podrían recaer sobre los hombres del crucero, naturalmente —comentó el teniente Charpentier—, pero el alférez Janviers, aquí presente, me asegura que ninguno ha desembarcado, que nadie ha bajado a tierra desde que anclamos ahí, salvo los que lo hicieron a las órdenes de algún oficial. Sé que no recelarían de ellos, pero me alegro de que no exista la más remota posibilidad que les dé pie para sospechar de ninguno —concluyó.
—Ni por asomo se me hubiera ocurrido nunca sospechar de unas personas a las que tanto debemos —replicó el profesor Porter cortésmente—. Antes sospecharía de mi querido amigo Clayton o del señor Philander.
Los franceses sonrieron, tanto oficiales como marinos rasos. Evidentemente, se les había quitado un peso de encima.
—El tesoro se lo llevaron de allí hace cierto tiempo —prosiguió Clayton—. La verdad es que el cadáver se desmenuzó al levantarlo, lo que indica que quienquiera que se llevase el tesoro lo hizo mientras el cuerpo estaba recién fallecido, ya que se encontraba intacto cuando lo desenterramos.
—Los ladrones debieron de ser varios —sugirió Jane, que se había unido al grupo—. Recuerden que se necesitaban cuatro hombres para trasladar el cofre.
—¡Por Júpiter! —Exclamó Clayton—. ¡Es verdad! Sin duda se lo llevó una partida de negros. Lo más probable es que alguno de ellos viera a los marineros del
Arrow
enterrar el cofre y volvió luego con unos cuantos de los suyos y se lo llevaron.
—Las cábalas no sirven de nada —dijo el profesor Porter melancólicamente—. El cofre ha desaparecido. No volveremos a verlo, ni tampoco al tesoro que contenía.
Sólo Jane sabía lo que significaba para su padre aquella pérdida, y tampoco sabía nadie lo que significaba para ella.
Seis días después, el capitán Dufranne anunció que se harían a la vela a primera hora de la mañana siguiente.
Jane le hubiera rogado un nuevo aplazamiento, pero también ella empezaba a creer que su galán de la selva no volvería más.
Muy a pesar suyo, las dudas y los temores fueron tomando cuerpo en su ánimo. Los razonables argumentos de los ecuánimes oficiales franceses empezaron a convencerla, incluso en contra de su voluntad.
No estaba dispuesta a creer que aquel hombre fuese caníbal, pero sí que le parecía posible ya que fuese un miembro adoptado por alguna tribu salvaje.
No iba a reconocer que hubiese muerto. Resultaba imposible creer que en aquel cuerpo perfecto, tan pletórico de gloriosa vida, pudiera apagarse la llama vital que alimentaba su interior… Se convencería antes de que la inmortalidad era polvo.
Pero mientras Jane se permitía albergar tales ideas, otras igualmente odiosas se abrían paso a la fuerza hacia el fondo de su imaginación.
Si aquel hombre pertenecía a alguna tribu salvaje, sin duda tendría una esposa salvaje —quizás una docena—, así como una caterva de hijos también salvajes y mestizos. La muchacha se estremeció. Y cuando le comunicaron que el crucero se haría a la mar a la mañana siguiente, casi se alegró.
Sin embargo, fue ella quien propuso que se dejaran en la cabaña armas, municiones, vituallas y algunos útiles de cocina y demás, destinados ostensiblemente a aquella intangible personalidad que se firmaba Tarzán de los Monos y a D'Arnot, por si aún vivía. En realidad, Jane esperaba que más bien fuesen para su dios de la selva, incluso aunque al final resultase que era un ídolo con pies de barro.
En el último instante, la muchacha dejó una carta para él, un mensaje que le transmitiría Tarzán de los Monos.
Fue la última en abandonar la cabaña, a la que volvió con una excusa trivial mientras los otros se dirigían ya al bote.
Se arrodilló junto a la cama en la que tantas noches había descansado y rezó una oración rogando por la seguridad del hombre primitivo. Se llevó el guardapelo a los labios y musitó:
—Te quiero, y porque te quiero creo en ti. Pero aunque no creyese en ti, seguiría queriéndote. Si hubieses venido a buscarme y no hubiera habido otra salida, me habría ido contigo a la selva… para siempre.
PUESTO AVANZADO DEL MUNDO
A
L MISMO tiempo que sonaba el estampido del rifle, D'Arnot vio abrirse de golpe la puerta y que la figura de un hombre caía de bruces sobre el suelo de la cabaña.
Impulsado por el pánico, el francés apuntó de nuevo con el arma a la postrada figura, pero a la media luz que irrumpía por el hueco de la puerta observó de pronto que se trataba de un hombre blanco y, un segundo después, comprendió que había disparado sobre su amigo y protector, Tarzán de los Monos.
D'Arnot lanzó un grito de angustia, dio un salto y se arrodilló junto al hombre-mono. Levantó la cabeza del caído, albergándola en los brazos… y pronunció en voz alta el nombre de Tarzán de los Monos.
Al no obtener respuesta, D'Arnot apoyó el oído en el pecho del hombre, a la altura del corazón. Oyó con gran alegría los firmes y regulares latidos.
Con sumo cuidado levantó a Tarzán, lo acomodó en el catre y luego, tras cerrar y atrancar la puerta, encendió una lámpara y examinó la herida.
El proyectil había rozado la parte superior del cráneo. Aunque de feo aspecto, la herida era más bien superficial y no se apreciaban signos de fractura.
D'Arnot dejó escapar un suspiro de alivio y se dispuso a limpiar la sangre del rostro de Tarzán.
El agua fresca le reanimó y, casi en seguida, el hombre-mono levantó los párpados y sus ojos miraron con interrogadora sorpresa a D'Arnot.
Éste había vendado la herida con trozos de tela y, al ver que Tarzán había recobrado el conocimiento, se levantó, fue al escritorio y redactó una nota, que tendió al hombre mono. En la nota explicaba que sentía mucho el terrible error que acababa de cometer y que se alegraba indeciblemente al comprobar que la herida no era grave.
Una vez leyó tales explicaciones, Tarzán se sentó en el borde de la cama y estalló en carcajadas.
—No tiene importancia —dijo en francés.
Luego, como su vocabulario no le daba para mucho, escribió:
«Debería haber visto lo que me hicieron Bolgani, y Kerchak, y Terzok, antes de que los matara… ¡Lo que se reiría usted si comparase aquello con un arañazo de nada como este!».
D'Arnot tendió a Tarzán las dos misivas que dejaron para él.
Tarzán leyó la primera con una expresión triste en el rostro. Le dio vueltas y vueltas en la mano a la segunda, mientras intentaba descubrir por donde se abría: era la primera vez que veía un sobre cerrado. Al final se lo pasó a D'Arnot.
El francés había estado observándole y comprendió que el sobre desconcertaba a Tarzán. No dejaba de resultar muy extraño que un sobre fuese todo un misterio para un hombre blanco adulto. D'Arnot lo abrió y devolvió la carta a Tarzán.
El hombre-mono se sentó en una silla de campaña, desplegó la hoja de papel y leyó:
A Tarzán de los Monos:
Antes de marchar, permítame añadir mi agradecimiento al del señor Clayton por lo amable que ha sido usted al permitirnos utilizar su cabaña.
Hemos sentido mucho que no se haya presentado. Nos hubiera encantado conocerle, ofrecerle nuestra amistad y agradecerle personalmente su hospitalidad.
Hay otra persona a quien me gustaría darle también las gracias, pero no volvió a aparecer, aunque se me hace imposible creer que haya muerto.
Desconozco su nombre. Es el gran gigante blanco que llevaba colgado del cuello, sobre el pecho, un guardapelo con diamantes engarzados.
Si le conoce y habla usted su lenguaje, transmítale mi gratitud y dígale que estuve siete días esperando su regreso.
Dígale también que vivo en la ciudad de Baltimore, en los Estados Unidos, y que en mi casa siempre será bien recibido, si desea visitarme.
Encontré la nota que dejó usted entre las hojas del pie de un árbol cercano a la cabaña. Ignoro cómo ha llegado a quererme, puesto que ni siquiera ha hablado nunca conmigo, y si su cariño es cierto, lo lamento profundamente, ya que he entregado mi corazón a otro hombre.
Pero sepa que me consideraré siempre su amiga,
Jane Porter.
Tarzán permaneció sentado cerca de una hora, con la mirada fija en el suelo. Se le hizo evidente, a través de las notas, que quienes escribieron aquellas cartas no sabían que Tarzán de los Monos y él eran la misma persona.
«He entregado mi corazón a otro hombre», se repitió una y otra vez.
¡Entonces no le amaba! ¿Cómo pudo fingirle cariño, elevarle hasta la cima de la máxima ilusión para luego precipitarlo al más profundo abismo de la desesperación?
Tal vez sus besos no fueron más que demostraciones de amistad. ¿Cómo iba a saberlo él, que lo ignoraba todo acerca de las costumbres de los seres humanos?
Se levantó con brusco movimiento, deseó buenas noches a D'Arnot tal como éste le había enseñado y se arrojó sobre el camastro de helechos en el que también había dormido Jane Porter.
D'Arnot apagó la lámpara y se tendió sobre la colchoneta.
Casi lo único que hicieron durante una semana fue descansar. Pero, eso sí, D'Arnot se dedicó a enseñar francés a Tarzán. Al cabo de esa semana, ambos hombres podían conversar bastante fluidamente.
Una noche, mientras permanecían sentados dentro de la cabaña, a punto de irse a dormir, Tarzán preguntó a D'Arnot:
—¿Dónde están los Estados Unidos?
D'Arnot señaló hacia el noroeste.
—A muchos miles de kilómetros, al otro lado del océano —añadió—. ¿Por qué?
—Voy a ir allí.
D'Arnot sacudió la cabeza.
—Eso es imposible, amigo mío —dijo.
Tarzán se levantó, fue a uno de los armarios y regresó con un atlas bastante manoseado.
Pasó las hojas hasta llegar a las de un mapamundi y dijo:
—Nunca he llegado a entenderlo del todo —indicó—; por favor, explíquemelo.
Cuando D'Arnot lo hubo hecho, señalándole que las superficies de azul representaban el agua que cubría la Tierra, Tarzán le pidió que precisara dónde estaban ellos dos.
Así lo hizo D'Arnot.
—Ahora señáleme los Estados Unidos —pidió Tarzán.
Y cuando D'Arnot apoyó el índice en América del Norte, Tarzán sonrió y puso la palma de la mano sobre la página, cubriendo con ella el océano que separaba los dos continentes.
—Como ve, no está muy lejos —comentó—, apenas la anchura de mi mano.
D'Arnot se echó a reír. ¿Cómo podía hacérselo comprender?
Tomó un lápiz y marcó un minúsculo puntito en la orilla de África.
—Esta marca diminuta —manifestó— es infinidad de veces mayor sobre este mapa que su cabaña sobre la Tierra. ¿Se da cuenta ahora de lo lejos que están de aquí los Estados Unidos?
Tarzán meditó largo rato.
—¿Viven hombres blancos en África? —preguntó.
—Sí.
—¿Dónde se encuentran los más próximos?
D'Arnot señaló un lugar en la costa, al norte de donde estaban ellos.
—¿Tan cerca? —se sorprendió Tarzán.
—Sí —confirmó D'Arnot, pero no es tan cerca como cree.
—¿Tienen grandes botes para cruzar el océano?
—Sí.
—Entonces iremos mañana —anunció Tarzán.
D'Arnot volvió a sonreír y a denegar con la cabeza. —Está demasiado lejos. Moriríamos mucho antes de llegar.
—¿Desea quedarse aquí para siempre? —preguntó Tarzán.
—No —repuso el francés.
—En ese caso, mañana emprenderemos la marcha. Ya no me gusta este lugar. Preferiría morir a continuar aquí.
—Bueno —dijo D'Arnot, y se encogió de hombros—. No estoy muy seguro, amigo mío, pero me parece que también yo preferiría morir a quedarme aquí. Si se marcha, le acompañaré.
—Decidido, pues —dijo Tarzán—. Mañana partiremos hacia los Estados Unidos.
—¿Cómo piensa llegar allí sin dinero? —fue D'Arnot a lo práctico.
—¿Dinero? ¿Qué es eso? —inquirió Tarzán.
Le costó un buen rato a D'Arnot explicárselo.
Aunque Tarzán tampoco lo entendió del todo.
—¿Cómo consiguen dinero los hombres? —quiso saber, por último.
—Trabajan para ganarlo.
—Muy bien, pues trabajaré, entonces.
—No, amigo mío —respondió D'Arnot—, no necesita preocuparse del dinero, ni hace falta que trabaje para conseguirlo. Tengo suficiente para los dos— suficiente para una veintena. Mucho más de lo que le conviene tener a un hombre. Dispondrá usted de cuanto precise, si algún día llegamos a la civilización.
De modo que a la mañana siguiente emprendieron la marcha hacia el norte, a lo largo del litoral. Cada uno de ellos llevaba un rifle y municiones, así como lechos de campaña, víveres y utensilios para cocinar.
Estos últimos le parecieron a Tarzán más un estorbo que otra cosa, así que se desprendió de ellos.
—Debe acostumbrarse a comer alimentos cocinados, amigo mío —le aconsejó D'Arnot—. Los hombres civilizados no comen carne cruda.
—Tendré tiempo de sobra cuando lleguemos a la civilización —repuso Tarzán—. No me gustan las cosas que estropean el sabor de una buena carne.
Avanzaron hacia el norte durante un mes. A veces encontraban comida en abundancia y luego pasaban unos cuantos días de penuria y hambre.
No vieron rastro de indígenas ni les molestaron las fieras salvajes. Su camino era un auténtico milagro de tranquilidad.