En consecuencia, bregó para repetir la presa con el brazo y la mano izquierdos e, instantes después, el cuello de Terzok crujía sometido a la presión de una doble Nelson.
Ya no daban vueltas ni se retorcían. Ambos estaban completamente inmóviles en el suelo, con Tarzán sobre la espalda de Terzok. Poco a poco, la cabeza en forma de bala del simio se veía obligada a hundirse cada vez más en el pecho.
Tarzán sabía ya cuál iba a ser el resultado. El cuello del mono no tardaría en romperse. Entonces acudió en socorro de Terzok el mismo factor que le había colocado en aquel trance doloroso: la capacidad de razonamiento del hombre.
«Si le mato —pensó Tarzán—, ¿qué beneficios va a reportarme? ¿No privaré a la tribu de un gran luchador? Por otra parte, si Terzok muere, no se enterará de mi superioridad, mientras que vivo será un ejemplo para los demás monos».
—¿
Kagoda
? —siseó Tarzán al oído de Terzok, que, traducido del lenguaje de los monos, en versión libre, significa: «¿Te rindes?».
Pasaron unos segundos sin que el mono respondiera y Tarzán incrementó ligeramente la presión, lo que arrancó un aterrado alarido de dolor al gigantesco simio.
—¿
Kagoda
? —repitió Tarzán.
—¡
Kagoda
! —chilló Terzok.
—Escucha —dijo Tarzán, y aflojó un poco, aunque sin soltar la presa—. Yo soy Tarzán, rey de los monos, poderoso cazador, gran luchador. En toda la selva no hay nadie tan formidable. Te has dado por vencido al decirme: «
Kagoda
».
»Toda la tribu lo oyó.
»No busques más pelea con tu rey ni con tus prójimos, porque la próxima vez te mataré. ¿Entendido?
—
Uh
—asintió el mono.
—¿Estás conforme?
—
Uh
—repitió el simio.
Tarzán le soltó y al cabo de unos minutos todos habían vuelto a sus ocupaciones como si no hubiese ocurrido nada susceptible de alterar la calma de sus refugios en la selva virgen.
Pero en lo más profundo del cerebro de los simios había arraigado ya el convencimiento de que Tarzán era un luchador poderoso y una extraña criatura. Extraña porque había tenido en su mano la posibilidad de matar a un enemigo y le permitió seguir viviendo…
Aquella tarde, cuando la tribu se reunió, como era habitual antes de que la oscuridad cayese sobre la jungla, Tarzán —que ya se había lavado las heridas en las aguas de un arroyo— convocó a los machos ancianos.
—Hoy habéis vuelto a comprobar que Tarzán de los Monos es el más grande de la tribu —declaró.
—
Uh
—respondieron a coro—. Tarzán es grande.
—Tarzán —continuó el joven lord Greystoke— no es un mono. No es como vosotros. Su condición no es vuestra condición, así que Tarzán va a volver al cubil de los de su misma especie que está junto a las aguas del gran lago que no tiene orilla al otro lado. Debéis elegir otro jefe que os gobierne, porque Tarzán no volverá.
Y así fue como el joven lord Greystoke dio el primer paso hacia el objetivo que se había fijado: encontrar otros hombres blancos como él.
SU PROPIA ESPECIE
A
LA MAÑANA siguiente, renqueante y dolorido a causa de las heridas que sufrió en el curso del combate con Terzok, Tarzán emprendió la marcha rumbo al oeste, donde se encontraba la costa.
Avanzaba muy despacio, durmió aquella noche en la selva y llegó a la cabaña al otro día, muy entrada la mañana.
Durante varias jornadas apenas salió de ella, sólo lo imprescindible para recoger frutos con los que satisfacer las exigencias del estómago.
Al cabo de diez días se encontraba de nuevo casi en perfectas condiciones físicas, con la salvedad de una terrible herida a medio cicatrizar, que empezaba sobre el ojo izquierdo, se alargaba a través de la parte superior de la cabeza y concluía en la oreja derecha. Era la señal que dejó Terzok cuando le desgarró el cuero cabelludo.
Durante el periodo de convalecencia, Tarzán probó a confeccionarse un manto con la piel de Sábor, que había permanecido en la cabaña todo aquel tiempo. Pero se encontró con que la piel, al secarse, se había puesto rígida como una tabla y como Tarzán no tenía la más remota idea acerca del arte de curtir, se vio obligado a abandonar su querido proyecto.
Luego decidió apoderarse de las prendas que pudiese quitar a algunos guerreros negros de la aldea de Mbonga, porque Tarzán de los Monos había resuelto establecer la evolución del hombre desde los estadios inferiores, por todos los medios que estuvieran a su alcance, y las ropas y adornos le parecían el mejor distintivo de humanidad.
A tal fin, por consiguiente, reunió los diversos atavíos ornamentales de brazos y piernas que había tomado de los guerreros negros que sucumbieron a su lazo rápido y silencioso, y se los puso todos, dispuestos tal como viera que los llevaban sus antiguos dueños.
Se colgó del cuello la cadena de oro con el guardapelo de su madre, lady Alice, engarzado en diamantes. A la espalda, la aljaba con sus flechas, colgada de una correa de cuero, otra pieza producto del botín arrebatado a algún negro que sacrificó.
Alrededor de la cintura, una correa de tiras de cuero crudo, que él mismo se había hecho para sujetar en ella la tosca funda en que envainaba el cuchillo de monte de su padre. El largo arco que perteneció a Kulonga colgaba ahora de su hombro izquierdo.
El joven lord Greystoke constituía realmente una extraña y bélica figura, con la mata de pelo negro cayéndole por detrás de los hombros y el flequillo sobre la frente, cortado de cualquier manera con el cuchillo para que los cabellos no llegaran a ponérsele delante de los ojos.
Su figura erguida y perfecta, musculosa como pudiera ser la de los antiguos gladiadores romanos y, no obstante, con las suaves y sinuosas curvas de un dios griego, denotaban ya a primera vista que aquel cuerpo era una espléndida combinación de fuerza poderosa, flexible agilidad y dinámica rapidez.
Tarzán de los Monos era la personificación del hombre primitivo, del cazador, del guerrero.
Con la enorme elegancia de su hermosa cabeza sobre los amplios hombros y el ígneo resplandor de la vida y la inteligencia en las pupilas de sus ojos claros, muy bien podía encarnar algún semidiós de un pueblo salvaje y guerrero, desaparecido mucho tiempo atrás, señor de aquella antigua selva virgen.
Pero ni por asomo pensaba Tarzán en tales cosas. Lo que le preocupaba era que carecía de prendas de vestir para anunciar a todos los habitantes de la jungla que él era un hombre y no un mono; y a veces le asaltaban serias dudas acerca de si, a pesar de todo, no acabaría convirtiéndose en un simio.
¿No empezaba a salirle pelo en la cara? Todos los monos tenían la cara cubierta de pelo, pero los hombres negros eran todos barbilampiños, con escasas excepciones.
La verdad es que había visto en los libros imágenes de hombres con abundantes masas de pelo sobre el labio, en las mejillas y en el mentón, pero, a pesar de todo, Tarzán no las tenía todas consigo. Casi todos los días se pasaba el filo del cuchillo por el rostro y se rapaba la incipiente barba para erradicar aquel degradante indicio de la condición de simio.
Así aprendió a afeitarse; rústica y dolorosamente, cierto, pero también con eficacia.
Cuando volvió a sentirse fuerte, tras el sangriento combate con Terzok, Tarzán se puso en camino hacia el poblado de Mbonga. Caminaba descuidadamente por el serpenteante sendero, en vez de desplazarse a través de los árboles, cuando de súbito se dio de manos a boca con un guerrero negro.
La expresión de sorpresa que decoró el semblante del indígena resultó casi cómica y antes de que Tarzán se descolgara el arco del hombro, el negro había dado media vuelta y huía, a todo correr por el camino, al tiempo que lanzaba gritos de alarma como si tratara de avisar a otros que avanzasen de cara a él.
Tarzán trepó a los árboles para emprender la persecución y al cabo de un momento divisó a los hombres que trataban desesperadamente de escapar.
Eran tres y corrían como posesos, en fila india, entre la exuberante maleza de la selva.
Tarzán los adelantó sin dificultad y sin que ninguno de ellos se percatase de que pasaba por encima de sus cabezas, como tampoco observaron la presencia de la figura agazapada en una rama por debajo de la cual se deslizaba el sendero por el que corrían.
Tarzán dejó pasar a los dos primeros y, cuando el tercero llegó al punto adecuado, en la vertical de donde él se encontraba, el silencioso nudo corredizo descendió se ciñó alrededor del cuello del negro. Un seco tirón y la cuerda se puso tensa.
La víctima exhaló un grito angustiado y sus compañeros se volvieron para ver el cuerpo que se retorcía mientras se elevaba como por arte de magia y luego, despacio, desaparecía engullido por la enramada.
Entre gritos aterrados, los dos negros dieron otra vez media vuelta y reanudaron su esforzada carrera hacia la escapatoria.
Tarzán liquidó rápida y silenciosamente al prisionero; le quitó las armas y los adornos y —¡ah, qué alegría más inmensa!— un precioso taparrabos de ante, que inmediatamente transfirió a su propia persona.
Ahora vestía ya como debía de vestir un hombre. Nadie podría dudar de su origen. Lo que le hubiera gustado regresar a la tribu y exhibir ante las envidiosas miradas de los monos aquella prenda de maravilla.
Se echó el cadáver al hombro y se dirigió, ahora más despacio, a través de los árboles hacia la aldea, porque de nuevo necesitaba flechas.
Al acercarse al recinto de la empalizada vio que un grupo de indígenas excitados rodeaba a los dos fugitivos, quienes, temblorosos de miedo y agotamiento, apenas tenían resuello para contar los misteriosos detalles de su aventura.
Explicaron que Mirando, que iba a escasa distancia, por delante de ellos, volvió informándoles a gritos de que un terrible guerrero blanco le perseguía. Los tres emprendieron automáticamente el regreso hacia la aldea a la máxima velocidad que podían llevarles las piernas.
El alarido de pánico cerval que emitió Mirando les hizo volverse de nuevo y entonces sus ojos contemplaron una escena de lo más espantoso: el cuerpo de su compañero voló hacia las ramas de los árboles, batiendo el aire con los brazos y las piernas, mientras por la boca abierta le salía toda la lengua. Y desapareció en el follaje de las alturas. No oyeron ningún otro sonido ni vieron a ser alguno cerca de Mirando.
El estado de pavor que alcanzaron los aldeanos los situó al borde de la desesperación, pero el prudente anciano Mbonga adoptó una actitud escéptica respecto a la historia y atribuyó todo aquel relato a la imaginación y al miedo que experimentaron los guerreros ante un peligro que no tenía nada de sobrenatural.
—Nos venís con ese cuento tan bonito —dijo— porque no os atrevéis a confesar la verdad. No os atrevéis a reconocer que cuando un león saltó sobre Mirando, le abandonasteis y escapasteis a todo correr. Sois un par de cobardes.
Apenas había terminado Mbonga de hablar cuando se oyó un gran chasquido de ramas y los negros alzaron la vista, con renovado terror. Lo que vieron sus ojos hizo que hasta el sensato Mbonga se estremeciera, porque de las alturas, girando y retorciéndose, cayó el cuerpo de Mirando, que, con escalofriante impacto, fue a estrellarse contra el suelo, a los pies de los reunidos.
Todos a una, los negros emprendieron rápida huida, sin detenerse hasta que el último se hubo perdido entre las tupidas sombras de la jungla circundante.
Una vez más, Tarzán descendió al poblado, renovó sus existencias de flechas y comió la ofrenda de alimentos que los salvajes le brindaban para aplacar su ira.
Antes de marcharse trasladó el cadáver de Mirando hasta el portón de la aldea y lo apoyó en la empalizada de forma que el guerrero negro diera la impresión de estar mirando por encima del borde de aquel acceso, como si observase el camino que conducía a la selva.
Luego, Tarzán emprendió el regreso a la cabaña de la playa, siempre cazando por el camino.
Los aterrados negros tuvieron que intentarlo tres veces antes de hacer acopio del valor suficiente para pasar junto a la espantosa sonrisa, la horrible mueca, que decoraba el semblante de su difunto compañero y entrar de nuevo en la aldea… donde se encontraron con que la comida y las flechas habían desaparecido. Lo cual les hizo comprender, aterrorizados, que Mirando había visto al perverso espíritu de la selva.
Les pareció que aquello era la explicación lógica. Sólo morían quienes contemplaban al pavoroso dios de la jungla. Porque, ¿verdad que ningún habitante vivo de la aldea lo había visto? Por lo tanto, aquellos que murieron en sus manos debió de ser porque le vieron y ese era un delito que se pagaba con la vida.
En tanto proporcionaran al dios flechas y alimento, no les causaría ningún daño, a menos que posaran sus ojos sobre él, de modo que Mbonga ordenó que, además de la ofrenda de víveres a aquel
Munango-Keewati
, había que añadir otra de saetas. Y así se hizo a partir de entonces.
Si por casualidad alguna vez pasáis por esa remota aldea de África, observaréis que, delante de una choza pequeña, justo a la salida del poblado, hay un puchero de hierro con cierta cantidad de comida y, junto a él, un carcaj de flechas con la punta impregnada de veneno.
Cuando Tarzán llegó a la playa donde se alzaba su cabaña, un extraño e insólito espectáculo se ofreció a sus ojos.
En las apacibles aguas del puerto natural flotaba un enorme barco y sobre la arena de la playa había una barca varada.
Pero lo más maravilloso de todo era que entre la barca y la cabaña se movían cierto número de hombres.
Tarzán observó que, en muchos aspectos, aquellos hombres eran semejantes a los que había visto en los libros ilustrados. Se fue aproximando por los árboles, hasta situarse prácticamente encima de ellos.
Eran diez individuos de piel bronceada, curtida por el sol, y de catadura más bien patibularia. Estaban congregados cerca de la barca y discutían a voces, en tono agrio, al tiempo que gesticulaban y agitaban los puños en plan de amenazadores perdonavidas.
Entonces, uno de ellos, un sujeto escuchimizado de cuerpo, de semblante ruin, cubierto de espesa barba negra y expresión canallesca —rostro que le recordó a Tarzán el de Pampa, la rata— apoyó la mano en el hombro del individuo que estaba a su lado y con el que todos los demás habían estado teniéndoselas tiesas.