Retrocedió unos pasos, contempló su obra y una sonrisa decoró su rostro. A Tarzán de los Monos le encantaba gastar bromas.
Pero en aquel instante empezaron a sonar fuera los prolongados lamentos y los gemidos dolientes de muchas voces. Tarzán se sobresaltó. ¿Acaso había permanecido allí demasiado tiempo? Se llegó en dos zancadas a la puerta de la choza y miró a lo largo de la calle, hacia el portón de la aldea.
Los indígenas aún no estaban a la vista, aunque los oyó aproximarse a través de los campos de cultivo. Debían de estar muy cerca.
Tarzán atravesó como un rayo el espacio que le separaba del rimero de flechas. Recogió todas las que podía llevar bajo el brazo, volcó de una patada el hirviente caldero y desapareció entre la espesa enramada del árbol que se erguía encima. Lo hizo justo en el preciso instante en que el primer indígena del grupo cruzaba el portón de acceso a la calle de la aldea. El hombre mono se dispuso entonces a presenciar lo que sucedía abajo, listo, como cualquier ave de la selva, para despegar de la rama desde la que observaba y remontar el vuelo a la primera señal de peligro.
Los habitantes del poblado avanzaron calle adelante; cuatro de ellos llevaban el cadáver de Kulonga. Las mujeres iban detrás, entregadas a la doliente tarea de saturar el aire de lamentos plañideros, de lloros y gritos extraños. Llegaron a la puerta de la choza de Kulonga, la misma que Tarzán había allanado.
Media docena de guerreros entraron en ella, para salir inmediata y precipitadamente, en confusa algarabía. Los demás se arremolinaron apresuradamente a su alrededor. Sucedió un frenético guirigay de gesticulaciones y parloteos, al tiempo que los que habían salido de la choza señalaban excitados el interior. Varios guerreros se acercaron a la puerta y escudriñaron la penumbra del cuarto.
Por último, entró en la choza un anciano con los brazos y las piernas repletos de adornos metálicos y con un collar de manos momificadas colgado del pecho.
Era el rey Mbonga, padre de Kulonga.
Reinó un silencio absoluto durante largos segundos. Después, Mbonga reapareció en la puerta, con el rostro contraído por una espeluznante expresión de ira mezclada con terror supersticioso. Dirigió unas palabras a los guerreros reunidos allí, que salieron disparados en todas direcciones para registrar a fondo las chozas y hasta el último rincón del recinto cercado por las empalizadas.
No habían hecho más que iniciar la inspección cuando repararon en el caldero volcado y, simultáneamente, en el robo de las flechas envenenadas. No descubrieron nada más, lo cual provocó una oleada de pánico entre los indígenas que, en buen número, se aprestaron a buscar consuelo en el rey, apiñándose en torno a Mbonga.
Al monarca le era imposible explicar aquellos extraordinarios sucesos. El hallazgo del cadáver aún caliente de Kulonga en la misma linde de sus campos de cultivo y a dos pasos de la aldea, acuchillado y desvalijado casi a las puertas del pueblo de su padre, resultaba algo profundamente misterioso en sí mismo, pero los sobrecogedores descubrimientos dentro del poblado, incluso en el interior de la choza del propio Kulonga, inundaron sus corazones de desaliento y suscitaron las más pavorosas explicaciones en los elementales y supersticiosos cerebros de aquellos salvajes.
Permanecieron por allí en pequeños grupos cuchicheantes, sin atreverse a alzar la voz, sin dejar de lanzar por encima del hombro miradas llenas de miedo, con los ojos saltones desorbitados e inquietos.
Tarzán de los Monos los estuvo espiando desde su atalaya en la copa de un árbol gigantesco. Aquellos seres se comportaban de un modo que le resultaba incomprensible, porque su desconocimiento de la superstición era total y del miedo sólo tenía una idea imprecisa, ambigua a todo serlo.
El sol ya se había elevado mucho en el cielo. Tarzán no había desayunado aún y se hallaba a bastantes kilómetros del punto donde escondió los restos de Horta, el jabalí.
Así que dio la espalda a la aldea de Mbonga y se alejó a través de la tupida enramada de la floresta.
«REY DE LOS MONOS»
A
ÚN NO había oscurecido cuando llegó al lugar donde acampaba la tribu, aunque hizo un alto para desenterrar y devorar los restos del jabalí que había escondido el día antes. Se detuvo también para recoger lo que dejó oculto en la copa de un árbol: el arco y las flechas de Kulonga.
Muy cargado iba Tarzán cuando se descolgó de las ramas para aterrizar en medio del clan de Kerchak.
Henchido el pecho, relató orgullosamente su gloriosa aventura y exhibió el botín conquistado.
Kerchak emitió un gruñido y se retiró: se sentía celoso de aquel extraño miembro de su tribu. Buscó en su miserable cerebro alguna excusa que le permitiese desahogar la rabia y el odio que le inspiraba Tarzán.
Al día siguiente, con los primeros resplandores de la aurora, el hombre mono estaba ya ejercitándose en el manejo del arco y las flechas. Al principio no acertaba el blanco con ninguno de los disparos, pero poco a poco fue aprendiendo a dirigir de modo certero las pequeñas saetas y al cabo de un mes tiraba bastante bien. Pero alcanzar aquella aptitud le costó prácticamente todas sus existencias de flechas.
La tribu continuaba encontrando buena caza en la vecindad de la playa, así que Tarzán de los Monos alternó su entrenamiento de arquero con el estudio de los libros que formaban la no muy amplia aunque sí bien elegida biblioteca de su padre.
Durante ese periodo el joven lord inglés encontró oculto en la parte trasera de uno de los armarios de la cabaña una cajita metálica. Tenía la llave en la cerradura y unos momentos de examen y tanteos le premiaron con la recompensa oportuna: el receptáculo se abrió.
Dentro de la cajita halló el retrato descolorido de un joven de afable semblante, un guardapelo de oro con diamantes engastados, unido a una cadena también de oro, y unas cuantas cartas.
Tarzán examinó todo aquello meticulosamente.
La fotografía fue lo que más le gustó, porque los ojos sonreían y el rostro tenía expresión franca y sincera. Era su padre.
También el guardapelo le parecía algo estupendo. Se pasó la cadena alrededor del cuello, al estilo del adorno que había visto era tan corriente entre los negros cuyo poblado visitara. Las brillantes piedras preciosas resaltaron de un modo extraño sobre su tersa y bronceada piel.
Le costaba mucho trabajo descifrar las cartas, ya que no había aprendido gran cosa acerca de la escritura a mano, así que las depositó en la cajita, con el retrato, y dedicó su atención al libro.
Estaba escrito a mano casi en su totalidad y aunque los bichitos aquellos le eran familiares, su disposición y las combinaciones que formaban no podían serle más extrañas, hasta el punto de resultarle completamente incomprensibles.
Hacía bastante tiempo que Tarzán aprendió a utilizar el diccionario, pero, con no poca congoja y perplejidad, comprobó que tal conocimiento no le servía de nada en aquella emergencia. No localizó en el diccionario ni una sola palabra de las caligrafiadas en el libro, por lo que volvió a dejarlo en la cajita, si bien lo hizo con la firme determinación de reanudar más adelante las investigaciones para desentrañar los misterios que encerrase el volumen.
Poco sabía Tarzán que entre las cubiertas de aquel libro se encontraba la clave de su origen, la solución al extraño enigma de su vida. Se trataba del diario de John Clayton, lord Greystoke, redactado en francés, como siempre tuvo por costumbre.
Tarzán volvió a guardar la cajita en el armario, pero a partir de aquel momento llevó siempre en el corazón las facciones del enérgico y sonriente rostro de su padre, como también llevó siempre en el cerebro la firme resolución de resolver el misterio de las insólitas palabras del libro.
De momento, tenía entre manos un asunto más importante, porque se le habían acabado las flechas y no le quedaba más alternativa que volver a la aldea de los hombres negros para renovar las existencias.
Se puso en camino a primera hora de la mañana siguiente, cubrió la distancia a bastante velocidad y llegó al claro de la aldea antes del mediodía. Volvió a apostarse en lo alto del mismo árbol gigante de la otra vez y, como en la ocasión anterior, vio mujeres en los campos de cultivo y en la calle de la aldea. Y también vio el caldero, que burbujeaba inmediatamente debajo de él.
Se mantuvo horas y horas a la espera de la oportunidad de descender sin que le vieran y apoderarse de las flechas que había ido a buscar; pero no ocurrió nada que indujera a los habitantes de la aldea a alejarse de sus chozas. El día se acercaba ya al ocaso y Tarzán de los Monos seguía agazapado encima de la mujer del caldero, ajena ésta por completo a aquel espionaje.
Empezaron a volver las mujeres que trabajaban en los campos. Emergieron de la selva los guerreros que habían salido de caza y, cuando todos estuvieron dentro del recinto de las empalizadas, se cerraron y atrancaron los portones.
En diversos puntos de la aldea aparecieron marmitas humeantes. Delante de cada choza, una mujer presidía el hirviente guiso y en todas las manos se veían tortas de llantén y de mandioca.
De pronto sonó un grito en el extremo de la explanada.
Tarzán miró hacia allí.
Era una partida de eufóricos cazadores que llegaban de la parte del norte, cargados con un animal que se resistía con tal vigor que tenían que llevarlo medio a rastras.
Al acercarse el grupo, los de dentro abrieron los portones para que entrasen en la aldea y entonces, cuando vieron la pieza que habían cobrado, un grito salvaje sacudió el aire, rumbo al cielo, porque la víctima era un hombre.
Lo arrastraron calle adelante, el prisionero seguía resistiéndose, las mujeres y los niños se abalanzaron sobre él, armados con palos y piedras, y Tarzán de los Monos, joven y selvática criatura de la jungla, se asombró de la crueldad que demostraban aquellos seres de su misma especie.
De todos los pobladores de la selva, sólo Sheeta, el leopardo, torturaba a sus presas. El sentido ético impulsaba a los demás a deparar a sus víctimas una muerte rápida y caritativa.
Acerca del comportamiento de los hombres, Tarzán sólo había encontrado en los libros detalles dispersos.
Cuando siguió a Kulonga a través de la selva había esperado llegar a una ciudad de extrañas casas sobre ruedas, con un árbol plantado en el tejado de una de ellas del que saldrían nubecillas de humo negro… O a un mar cubierto de imponentes edificios flotantes, los cuales, según había aprendido, tenían sus correspondientes nombres: barcos y botes, navíos y vapores.
Se sintió lastimosamente desilusionado al ver aquella mísera aldea de negros, oculta en un rincón de su selva, y sin una sola casa que fuese tan grande como la cabaña de que disponía él en la lejana playa.
Comprobó que aquellos seres eran más perversos que los simios de su tribu y tan salvajes y crueles como la propia Sábor. Tarzán empezó a tener muy mala opinión de su propia especie.
Los negros habían atado a su pobre víctima a un poste plantado casi en mitad del poblado, frente a la choza de Mbonga, y allí formaron un círculo de guerreros que empezaron a chillar, a bailar y a girar entre cabriolas alrededor de su presa, al tiempo que enarbolaban centelleantes cuchillos y amenazadores venablos.
Las mujeres, sentadas en un círculo más amplio, gritaban y golpeaban rítmicamente los tambores. Aquello le recordó a Tarzán el
Dum-Dum
, por lo que adivinó lo que iba a ocurrir. Se preguntó si se abalanzarían sobre el hombre para comérselo vivo. Los monos no hacían cosa semejante.
El círculo de guerreros que rodeaba al cautivo se fue acercando cada vez más a éste, mientras se agitaban en frenética danza al ritmo enloquecedor de los tambores. Por último, un venablo abandonó veloz la mano que lo empuñaba y fue a clavarse en la víctima. Fue la señal para que otros cincuenta hiciesen lo propio.
Ojos, orejas, brazos y piernas recibieron el aguijón de las armas de los crueles lanceros; el cuerpo se retorció lamentablemente mientras los venablos se clavaban en todos los puntos que no cubrían partes vitales.
Las mujeres y los niños chillaban jubilosamente.
A los guerreros se les hacía la boca agua y se relamían de gusto ante el festín con que iban a regalarse. Rivalizaban en salvajismo unos con otros, a ver quien cometía mayores atrocidades y quien torturaba de forma más inhumana al aún consciente prisionero.
Tarzán de los Monos vio entonces llegada su oportunidad. Todos los habitantes de la aldea no tenían ojos más que para el espectáculo que se desarrollaba alrededor del poste. La luz diurna había dado paso a la oscuridad de una noche sin luna y sólo el resplandor de las fogatas próximas al lugar de la orgía desparramaba un tenue y vacilante resplandor por el agitado escenario.
Poco a poco, el ágil muchacho se deslizó hasta el blando piso del extremo de la calle de la aldea. Recogió rápidamente las flechas, todas, esa vez, porque había llevado consigo unas cuantas fibras largas para hacer con ellas un fardo.
Sin precipitarse, envolvió las flechas con cuidado y luego, en el momento en que se disponía a retirarse, un demonio travieso puso en su corazón el capricho de cometer una diablura. Miró en torno, mientras pensaba qué jugarreta podría gastar a aquellos grotescos seres para que tuviesen plena conciencia de que estuvo entre ellos.
Dejó en el suelo, al pie de un árbol, el bulto de las flechas y se deslizó entre las sombras de la parte lateral de la calle hasta llegar a la entrada de la misma choza en la que entró durante su primera visita.
El interior estaba a oscuras, pero Tarzán tanteó con las manos y no tardó en encontrar el objeto que buscaba. Sin más dilación, se dirigió a la puerta.
Sin embargo, apenas había dado un paso cuando su afinado oído percibió el rumor de unos pasos que se acercaban. Un segundo después, la figura de una mujer oscurecía el hueco de la entrada de la choza.
Tarzán retrocedió en silencio hasta la pared del fondo y llevó la mano hasta la empuñadura del cuchillo de su padre. La mujer se llegó rápidamente al centro de la choza. Allí hizo una pausa y buscó a tientas lo que había ido a buscar. Evidentemente, no estaba habituada a aquella estancia, porque tuvo que seguir tanteando y, en su exploración, fue aproximándose cada vez más al sitio donde se hallaba Tarzán.
Se acercó tanto que el hombre mono sintió el calor animal del desnudo cuerpo de la mujer. Tarzán levantó el cuchillo de caza pero, en aquel momento, la mujer se desvió a un lado y exhaló un «¡Ah!» gutural, revelador de que su búsqueda había culminado felizmente.