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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán de los monos (19 page)

BOOK: Tarzán de los monos
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Jane hizo lo que Clayton le sugirió y, cuando éste vio la puerta cerrada tras las dos mujeres, se dirigió a la jungla.

Unos marineros retiraban el venablo clavado en el hombro de su compañero herido. Clayton se acercó a ellos y les preguntó si podían dejarle prestado un revólver mientras buscaba al profesor en la selva.

Tras darse cuenta de que no se había muerto, el sujeto de la cara de rata se envalentonó lo suficiente como para escupir una andanada de tacos, en honor de Clayton, y prohibió a sus compañeros que prestasen arma de fuego alguna al joven inglés.

Aquel individuo, Snipes, había asumido la jefatura de la cuadrilla, después de haber matado al antiguo capitoste y en el breve espacio de tiempo transcurrido desde entonces se había impuesto de tal forma a sus esbirros que nadie se atrevía a discutir su autoridad.

Por toda respuesta, Clayton se encogió de hombros, pero al alejarse recogió el venablo que había atravesado a Snipes y, armado de forma tan primitiva, el hijo del entonces lord Greystoke penetró en la espesura de la jungla.

Fue pronunciando a voces, cada dos por tres, el nombre de la pareja perdida. El sonido de aquella voz fue perdiendo volumen, debilitándose paulatinamente en los oídos de las mujeres refugiadas en la cabaña de la playa, hasta que se desvaneció sofocado por la multitud de ruidos de aquella floresta primigenia.

Cuando el profesor Archimedes Q. Porter y su ayudante, Samuel T. Philander, después de que éste insistiera e insistiera, dieron media vuelta para encaminar sus pasos hacia el campamento, resultó que estaban todo lo perdidamente extraviados que dos seres humanos podían estar en aquella laberíntica maraña forestal, aunque ellos no lo sabían.

Exclusivamente por puro capricho de la fortuna se dirigieron hacia la costa occidental, en vez de hacerlo hacia Zanzíbar, situado en el lado opuesto del continente negro.

Pronto llegaron a la playa, pero allí no había ningún campamento y Philander se mostró absolutamente convencido de que se encontraban al norte de su destino, cuando en realidad estaban a unos doscientos metros al sur del lugar que buscaban.

A ninguno de aquellos dos teóricos, carentes de sentido práctico, se le pasó por la cabeza la funcional idea de lanzar un par de gritos con el sano propósito de llamar la atención de sus amigos. En cambio, con toda la confianza que proporciona un razonamiento deductivo basado en una premisa errónea, el señor Samuel T. Philander asió firmemente por un brazo al profesor Archimedes Q. Porter y tiró del anciano caballero, prescindiendo de sus débiles protestas en la dirección de Ciudad del Cabo, situada a unos dos mil cuatrocientos kilómetros, por el sur.

En cuanto Jane y Esmeralda se encontraron a salvo detrás de la puerta de la cabaña, lo primero que se le ocurrió a la mujer de color fue montar una barricada por la parte de dentro. Con esa idea en la cabeza, empezó a buscar por la estancia objetos con los que ponerla en práctica; pero lo primero que vio en el interior de la cabaña arrancó un grito de terror a sus labios y, como una niña asustada, la enorme mujerona enterró la cara en el hombro de su señorita.

Al oír el chillido, Jane volvió la cabeza y descubrió la causa de aquella alarma: estaba tendida en el suelo, ante ella: el blanqueado esqueleto de un hombre. Miró un poco más allá y sus ojos tropezaron con otra osamenta, encima de la cama.

—¿En qué horrible lugar nos hemos metido? —murmuró la asustada Jane Porter. Pero, a pesar del sobresalto, no sentía verdadero pánico.

Logró desprenderse por fin del frenético abrazo de Esmeralda, la cual seguía saturando el aire de agudos chillidos, y cruzó el cuarto para echar un vistazo a la cuna. Sabía lo que iba a encontrar allí incluso antes de que el diminuto esqueleto desplegase ante ella toda su fragilidad patética y desoladora.

¡Qué espantosa tragedia proclamaban aquellos pobres huesos mudos! Un escalofrío sacudió el ánimo de Jane Porter al pensar en las nefastas eventualidades que podían esperarles en aquella siniestra cabaña, cuyo ámbito parecía estar colmado de espíritus invisibles, misteriosos y posiblemente hostiles.

El pie menudo de la muchacha repiqueteó en el suelo con impaciente rapidez, acaso para ahuyentar aciagos presagios, y Jane Porter se encaró con Esmeralda y le ordenó que dejase de gimotear.

—¡Basta ya, Esmeralda! ¡Cállate de una vez! —le gritó—. Lo único que consigues es empeorar las cosas.

Un temblor estremeció sus últimas palabras, porque pensó simultáneamente en los tres hombres de los que dependía su protección y seguridad, los cuales andaban en aquel momento errantes por las profundidades de aquella selva aterradora.

La joven descubrió en seguida que la puerta contaba con una gruesa barra de madera que permitía atrancarla por dentro y, al cabo de varios esforzados intentos, entre las dos mujeres consiguieron encajarla en su sitio, por primera vez en veinte años.

Después se sentaron en un banco, abrazadas, y aguardaron.

CAPÍTULO XIV

A MERCED DE LA SELVA

U
NA VEZ Clayton desapareció en el interior de la jungla, los marineros de la amotinada tripulación del
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procedieron a debatir cuál sería su siguiente paso. En una cosa se pusieron todos de acuerdo en seguida: debían trasladarse ya mismo al anclado
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, a bordo del cual al menos se encontrarían a salvo de las jabalinas de aquel anónimo enemigo. Y mientras Jane Porter y Esmeralda permanecían resguardadas dentro de la cabaña, la medrosa tripulación de facinerosos se dirigió al buque, remando a toda prisa en los dos botes en que se llegaron a tierra.

Tarzán había presenciado aquel día tantos y tan insólitos acontecimientos que la cabeza le daba vueltas como si tuviera dentro un torbellino. Lo más maravilloso de todo, sin embargo, fue el rostro de la bonita muchacha blanca.

Allí estaba, por fin, alguien de su propia especie; de eso no le cabía la menor duda. Y el joven y los dos hombres de edad también lo eran; tenían el aspecto que su imaginación asignó a las personas de su raza.

Pero también resultaba indudable que eran tan feroces y crueles como los otros hombres que había visto. La circunstancia de que sólo unos cuantos miembros de la partida fuesen desarmados tal vez era lo único que explicaba el que no hubiesen matado a nadie. Quizá se comportarían de modo muy distinto si contasen con armas.

Tarzán había observado que el joven recogía y se guardaba debajo de la camisa el revólver que se le cayó al herido Snipes; también había visto que se lo traspasó disimuladamente a la muchacha, cuando ésta se disponía a entrar en la cabaña.

No comprendía en absoluto los motivos ocultos detrás de todo lo que había presenciado, pero se daba cuenta, instintivamente, de que le caían bien el joven y los dos hombres de edad y, en cuanto a la muchacha, experimentaba una extraña emoción que no acababa de entender. Respecto a la mujer de color, era evidente que estaba relacionada de algún modo con la chica, lo cual también le gustaba.

Hacia los marineros, en especial hacia Snipes, sentía un profundo aborrecimiento. Sus gestos amenazadores y la expresión diabólica de sus rostros le indicaron que eran enemigos de los otros integrantes de la partida, así que decidió no perderlos de vista.

Se preguntó Tarzán por qué se habrían adentrado en la selva los tres hombres y ni por asomo se le ocurrió que pudieran perderse en aquel laberinto, un terreno que para él era tan claro como pueda ser para vosotros la calle principal de la ciudad en que vivís.

Cuando vio que los marineros se alejaban a golpe de remo en dirección al barco y como sabía que la muchacha y su acompañante se encontraban a salvo dentro de la cabaña, Tarzán decidió marchar en pos del joven y enterarse de sus posibles intenciones. Se desplazó velozmente en la dirección que había tomado Clayton y no tardó en oír, debilitadas por la distancia, las voces que de vez en cuando emitía el inglés llamando a sus compañeros.

En seguida estuvo Tarzán a la altura del joven blanco, quien, fatigado de veras, se apoyaba en el tronco de un árbol y se enjugaba la sudorosa frente. Oculto detrás de la cortina del follaje, sentado en una alta rama, el hombre-mono observó con atención aquel nuevo espécimen de su misma raza.

A intervalos más o menos regulares, Clayton repetía su sonora llamada y, por último, Tarzán comprendió que estaba buscando a los hombres de edad.

Se disponía el hombre-mono a adelantarse para buscarlos él, cuando vislumbró fugazmente el destello amarillento de una piel lustrosa que avanzaba sigilosamente por la jungla, en dirección a Clayton.

Era Sheeta, el leopardo. Tarzán oyó el suave rumor de las hierbas al plegarse y se preguntó por qué el joven blanco no se apercibía del peligro. ¿Acaso no había captado aquel aviso tan estrepitoso? Tarzán nunca había visto actuar a Sheeta con tanta torpeza.

No, el hombre blanco no oía nada. Sheeta había contraído el cuerpo preparándose para saltar y, entonces, la quietud de la selva saltó hecha añicos al surcar el aire el penetrante grito de desafío del mono. El leopardo se revolvió y aterrizó estruendosamente entre la maleza.

El susto hizo que Clayton se irguiera de golpe. La sangre se le heló en las venas. En la vida había estallado en sus oídos un ruido tan sobrecogedor. No era ningún cobarde, pero si hubo alguna vez un hombre al que los gélidos dedos del pánico estrujasen el corazón, ese hombre fue William Cecil Clayton, primogénito de lord Greystoke de Inglaterra, en el momento de sufrir tan pavorosa experiencia en las frondas de la selva africana.

Los crujidos que produjo aquel cuerpo de enormes proporciones al atravesar la maleza junto a él y perderse en la jungla, así como el alarido aterrador que resonó por encima de su cabeza sometieron a dura prueba el valor de Clayton, llevando al muchacho al límite de su resistencia, aunque no podía saber que precisamente aquel grito iba a salvarle la vida, como también ignoraba que la persona que lo profería era su propio primo… el auténtico lord Greystoke.

La tarde se aproximaba a su término y Clayton, descorazonado y desalentado, se encontraba presa de un terrible desconcierto, sin saber qué rumbo tomar; si seguir buscando al profesor Porter, a riesgo de perder la vida en la selva durante la noche, un peligro casi cierto, o regresar a la cabaña, donde al menos estaría en situación de proteger a Jane de las amenazas que sin duda los acosarían por todas partes.

No quería volver al campamento sin su padre; pero se le encogía el alma ante el pensamiento de dejar a la muchacha sola e indefensa en manos de los sediciosos del
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o frente a los mil peligros desconocidos de la selva.

Pensó que también era posible que el profesor y Philander hubiesen regresado ya al campamento. Sí, era más que probable. Le pareció que lo mejor sería volver a comprobarlo, antes que continuar con aquella búsqueda que parecía absolutamente infructuosa. Adoptada esa determinación, echó a andar, tropezando con matorrales y arbustos, hacia el punto donde suponía se encontraba la cabaña.

Ante la sorpresa de Tarzán, el joven fue adentrándose en la jungla, en dirección a la aldea de Mbonga, lo que hizo comprender al sagaz hombre-mono que el muchacho andaba completamente desorientado.

Era algo que a Tarzán le resultaba poco menos que incomprensible; pero su raciocinio le indicaba que nadie se arriesgaría a acercarse a la aldea de los hombres negros armado sólo con un venablo que, a juzgar por la forma desmañada en que lo esgrimía, era a todas luces un arma que el joven blanco no estaba acostumbrado a manejar. Por otra parte, tampoco seguía el rastro de los ancianos. Estos habían pasado por allí mucho rato antes, cosa que era clara y evidente a los ojos de Tarzán.

El hombre mono estaba perplejo. En cuestión de muy poco la implacable selva podría acabar fácilmente con aquel intruso desconocido e inerme, si él, Tarzán, no se apresuraba a conducirle a la playa.

Sí, allí estaba Numa, el león, que ya acechaba al hombre, a una docena de pasos por la derecha de su presa.

Clayton oyó el ruido que provocaba el paso de aquel corpachón que avanzaba paralelamente al suyo y entonces rasgó el aire de la tarde el tonante rugido de la fiera. El hombre se detuvo en seco, enarboló la jabalina y se situó de cara a la maleza por la que había llegado el terrible sonido. Las sombras se espesaban, la oscuridad de la noche descendía rápidamente.

¡Santo Dios! ¡Morir allí solo, entre las fauces de las bestias salvajes, desgarrado y despedazado! ¡Sentir sobre el rostro el cálido aliento de la fiera, segundos antes que las garras le destrozasen a uno el torso!

Durante unos segundos, la inmovilidad fue allí total. Clayton permaneció rígido, levantado el venablo. Un tenue crujido entre los matorrales le advirtió del sigiloso avance del animal que se encontraba al otro lado. El cuerpo se encogía, disponiéndose para el salto. Lo vio por fin, a unos seis metros de distancia… un cuerpo alargado, flexible y musculoso, de rojiza y enorme cabeza coronada por una espléndida melena negra.

El felino avanzaba morosamente, con el vientre pegado al suelo. Se detuvo al tropezar sus ojos con los de Clayton y lenta, cautelosamente, encogió los cuartos traseros para impulsar el salto.

El hombre contempló angustiado a la fiera, sin atreverse a arrojar la jabalina, incapaz de emprender la huida.

Percibió un ruido en lo alto del árbol, por encima de su cabeza. Pensó que se cernía sobre él algún nuevo peligro, pero no se atrevió a apartar la vista de las pupilas verde amarillas que tenía delante. Se oyó un sonido vibrante, como si se hubiera roto la cuerda de un banjo y, casi simultáneamente, una saeta fue a clavarse en la piel amarilla del agazapado león.

Al tiempo que soltaba un rugido de rabioso dolor, la fiera saltó, pero Clayton, sin saber muy bien cómo, se las arregló para echarse a un lado y, tras esquivar la acometida, al volver de nuevo la cabeza para encarar al rey de la selva, se quedó de una pieza al contemplar horrorizado el cuadro que tenía ante los ojos. Casi al mismo tiempo que el león daba media vuelta para insistir en su ataque, un gigante medio desnudo se descolgó del árbol y cayó justamente sobre el lomo del felino.

Como el rayo, un brazo que parecía estar formado por un conjunto de tiras de músculos de acero se ciñó alrededor del enorme cuello del león y la gigantesca bestia se vio levantada por los cuartos traseros y sus patas se agitaron en el aire, mientras las fauces rugían… El recién llegado lo levantó como Clayton hubiese levantado a un perrito lulú.

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