Con el entrecejo fruncido, Tarzán permaneció largo rato reflexionando, después de leer la carta. Estaba tan rebosante de detalles y maravillas sorprendentes que, mientras intentaba asimilarlos, el cerebro del hombre-mono parecía encontrarse en medio de un remolino.
De modo que no sabían que Tarzán de los Monos era él. Se lo diría.
Había construido en el árbol un tosco cobertizo a base de ramas y hojas, debajo de las cuales, para protegerlos de la lluvia, colocó los contados tesoros que trasladó desde la cabaña. Entre ellos figuraban unos cuantos lápices.
Cogió uno y, al pie de la firma de Jane Porter, escribió:
Yo soy Tarzán de los Monos.
Supuso que bastaría con eso. Iría más adelante a la cabaña a devolver la carta.
En cuanto a la comida, pensó Tarzán, no necesitaban preocuparse… él se la suministraría. Así lo hizo.
A la mañana siguiente, Jane encontró la carta perdida en el lugar exacto de donde había desaparecido dos noches antes. Se quedó un tanto perpleja, pero cuando vio las palabras rotuladas con caracteres de imprenta debajo de su firma, notó que un gélido escalofrío le recorría la columna vertebral. Enseñó a Clayton la carta, mejor dicho, la última hoja, con la firma.
—Y me parece —articuló la muchacha— que ese misterioso individuo estuvo observándome todo el tiempo mientras yo escribía… ¡Oh! Se me hiela la sangre sólo de pensarlo.
—Pero debe de ser amistoso —la tranquilizó Clayton—, puesto que le ha devuelto la carta y no le ha causado ningún daño. Y, a no ser que me equivoque de medio a medio, anoche le dejó una prueba sustancial de su amistad, porque al salir he encontrado el cuerpo de un jabalí muerto.
A partir de entonces, raro era el día que Tarzán no dejaba su ofrenda alimenticia, en forma de cala u otros comestibles. A veces se trataba de un cervatillo o de cierta cantidad de extraños manjares cocinados, tortas de tapioca sustraídas en la aldea de Mbonga, un jabalí, un leopardo e, incluso, una vez un león.
A Tarzán le producía un inmenso placer, disfrutaba como nunca cazando para proporcionar carne a aquellos desconocidos. Le parecía que ningún goce de la tierra era comparable al que le procuraba esforzarse por el bienestar y la seguridad de aquella preciosa muchacha blanca.
Algún día se aventuraría a entrar en el campamento, a pleno sol, para conversar con aquellas personas mediante los pequeños insectos que tan familiares les eran a ellos y a Tarzán.
Pero le costaba un trabajo ímprobo superar la timidez propia de los seres salvajes de la jungla, de forma que los días fueron sucediéndose sin que él se decidiera a poner en práctica sus buenas intenciones.
Los miembros de la partida acampada en la zona de la cabaña, con el envalentonamiento fruto de la costumbre, se iban adentrando cada vez más en la selva durante sus expediciones en busca de frutos y bayas.
Casi no pasaba día sin que el profesor Porter, sumido en su absorta indiferencia no se acercase temerariamente a las fauces de la muerte. El señor don Samuel T. Philander, al que nunca pudo considerar nadie hombre robusto, adelgazó hasta convertirse en sombra de la sombra que siempre fue, por culpa de la continua zozobra e inquietud mental consecuencia de sus hercúleos esfuerzos para salvaguardar al profesor.
Transcurrió un mes. Tarzán se había decidido por fin a visitar el campamento a plena luz del día.
Fue a primera hora de la tarde. Clayton se había dado un paseo hasta la punta de la bocana del puerto natural, con la esperanza de ver pasar algún barco. Tenía allí amontonada una buena cantidad de leña, lista para que alguien le prendiese fuego y se convirtiera en señal que cualquier vapor o velero que apareciese en el lejano horizonte pudiera ver sin dificultad.
El profesor Porter caminaba por la playa, al sur del campamento, con el señor Philander pegado a él, sin dejar de apremiarle para que volviera sobre sus pasos antes de que los dos se convirtiesen en el objetivo prioritario de cualquier fiera salvaje.
Ausentes todos los demás, Jane y Esmeralda se adentraron en la jungla para coger frutas y, en su búsqueda, fueron alejándose cada vez más de la cabaña.
Tarzán aguardó en silencio, a la puerta de la cabaña, a que volvieran.
No podía quitarse de la cabeza la imagen de la hermosa muchacha blanca.
Siempre estaba pensando en ella. Y aquel momento no era la excepción. Se preguntó si le tendría miedo, ocurrencia que a punto estuvo de inducirle a abandonar su plan.
Empezó a impacientarse, anhelaba que la joven estuviese ya allí, poder regalarse la vista mirándola, tenerla cerca, acaso tocarla. El hombre-mono no conocía ningún dios, pero estaba tan cerca de idolatrar a su divinidad como cualquier hombre devoto de su religión adoraría a la suya.
Mientras esperaba, dedicó su tiempo a rotular un mensaje para la chica; no estaba seguro de si se lo entregaría o no, pero le producía un placer infinito ver expresados sus pensamientos por escrito… labor en la que, después de todo, tampoco estaba tan incivilizado. Escribió:
Soy Tarzán de los Monos. Te quiero. Soy tuyo. Tú eres mía. Viviremos aquí juntos siempre en mi casa. Te traeré las mejores frutas, la carne de ciervo más tierna, las mejores viandas de la selva. Cazaré para ti. Soy el mejor luchador de la jungla. Lucharé para ti. Soy el más poderoso de los luchadores de la selva. Tú eres Jane Porter, vi tu nombre en la carta. Cuando veas este escrito sabrás que es para ti y que Tarzán de los Monos te quiere.
Mientras permanecía allí, erguido como un muchacho indio, esperando al lado de la puerta, una vez concluida la redacción de la nota, su agudo oído percibió un sonido familiar. Era el rumor que producía el paso de un mono a través de las ramas bajas de la floresta.
Escuchó con atención durante un momento y, entonces, de la selva llegó un angustiado grito femenino y Tarzán de los Monos dejó caer en el suelo su primera carta de amor y salió disparado hacia la floresta como una pantera.
También Clayton había oído el grito, lo mismo que el profesor Porter y el señor Philander. En cuestión de segundos, los tres llegaron corriendo a la cabaña, al tiempo que se lanzaban recíprocamente una andanada de preguntas. Una mirada al interior de la cabaña confirmó sus temores más pesimistas.
Jane y Esmeralda no estaban allí.
Automáticamente, Clayton, seguido por los dos hombres de edad, se zambulló en la espesura, al tiempo que repetía a voz en cuello el nombre de la muchacha. Estuvieron media hora dando tumbos por la selva, hasta que Clayton, por puro azar, tropezó con el caído cuerpo de Esmeralda.
Se inclinó sobre la mujer, le tomó el pulso y aplicó el oído al pecho de la negra para comprobar si le latía el corazón. Esmeralda vivía. La sacudió por los hombros.
—¡Esmeralda! —Le chilló al oído—. ¡Esmeralda! Por el amor de Dios, ¿dónde está la señorita Porter? ¿Qué ha ocurrido? ¡Esmeralda!
Despacio, muy despacio, Esmeralda abrió los ojos. Vio a Clayton. Y vio jungla rodeándola por todas partes.
—¡El arcángel san Gabriel me valga! —exclamó, y volvió a desmayarse.
Para entonces, ya había llegado allí el profesor Porter y el señor Philander.
—¿Qué vamos a hacer, señor Clayton? —Preguntó el anciano profesor—. ¿Por dónde podemos empezar a buscar? Dios no puede ser tan cruel como para arrebatarme ahora a mi niña.
—Lo primero es lograr que Esmeralda vuelva en sí —propuso Clayton—. Ella podrá explicarnos qué ha ocurrido. ¡Esmeralda!
Volvió a gritarle y a sacudir enérgicamente a la mujer por los hombros.
—¡Oh, arcángel san Gabriel! —Lloriqueó la pobre negra, pero mantuvo los párpados apretados con fuerza—. Déjame morir, Señor, no permitas que vea otra vez esa horrible cara.
—Vamos, vamos, Esmeralda —tranquilizó Clayton—. El Señor no está aquí, soy Clayton. Abre los ojos. Esmeralda obedeció.
—¡Oh, bendito arcángel san Gabriel! Gracias a Dios —articuló.
—¿Dónde está la señorita Porter? ¿Qué ha pasado? —quiso saber Clayton.
—¿No está aquí la señorita Jane? —Gimió Esmeralda, y se incorporó con una celeridad realmente prodigiosa para una persona de su volumen—. ¡Oh, Señor! ¡Ahora me acuerdo! Debió de llevársela aquello y la negra estalló en un arrebato de sollozos y lamentos gemebundos.
—¿Quién se la llevó? —preguntó el profesor Porter.
—Un enorme gigante con el cuerpo cubierto de pelo.
—¿Un gorila, Esmeralda? —precisó el señor Philander, y ninguno de los tres hombres se atrevió a respirar una vez expresada en palabras aquella terrible sugerencia.
—Creí que era Satanás, pero ahora sospecho que debió de ser uno de esos espantosos
gorilefantes
. ¡Oh, pobre niña, pobrecita mía!
Y Esmeralda se entregó a otra oleada de sollozos incontrolables.
Clayton empezó de inmediato a buscar huellas, pero no pudo encontrar rastro alguno, aparte el desbarajuste de las hierbas pisoteadas en las inmediaciones. Y sus conocimientos forestales eran excesivamente limitados para permitirle sacar conclusiones válidas de lo que se ofrecía a sus ojos.
Se pasaron el resto del día explorando la jungla, pero cuando cayó la noche no tuvieron más remedio que abandonar la búsqueda, abatidos y desesperanzados, porque ni siquiera sabían que dirección tomó el simio que había secuestrado a Jane.
Era noche cerrada cuando llegaron de vuelta a la cabaña… Un grupo de personas abatidas y consternadas, que se sentaron silenciosamente en el interior de la reducida construcción.
El profesor Porter rompió finalmente el silencio. Su tono ya no era el del pedante erudito que teorizaba acera de lo abstracto e ignoto, sino el del hombre de acción, resuelto y decidido. Sin embargo, en la voz se apreciaba un indescriptible matiz de desesperación y sufrimiento que repercutió dolorosamente en el corazón de Clayton.
—Iré ahora a acostarme un rato —dijo el anciano—, a ver si consigo dormir. Mañana, en cuanto amanezca, saldré con toda la comida que pueda llevar y no abandonaré la búsqueda hasta que haya encontrado a Jane. No volveré sin ella.
Ninguno de sus compañeros hizo comentario alguno durante largo rato, inmersos como estaban en la amargura de sus propios pensamientos. Todos y cada uno de ellos sabía, lo mismo que el viejo profesor, lo que significaban las últimas palabras del anciano: el profesor Porter no regresaría nunca de la selva.
Al final, Clayton se puso en pie y apoyó suavemente la mano en el caído hombro del profesor Porter.
—Iré con usted, naturalmente —dijo.
—Sabía que iba a ofrecerse a acompañarme… que también desearía ir, señor Clayton, pero no debe hacerlo. Jane no necesita ya auxilio humano. Pero la que fue mi querida niñita no yacerá sola en esa selva horrible y hostil.
»A los dos nos cubrirán las misma ramas y hojas, el mismo follaje, y nos empaparán las mismas lluvias. Y cuando lleguemos ante el alma de su madre, nos encontrará juntos en la muerte, como siempre nos encontró en la vida.
»No, sólo puedo ir yo, porque era mi hija… y era lo único que me quedaba en este mundo, el único cariño por el que vivir.
—Iré con usted decidió Clayton simplemente.
El anciano alzó la cabeza y observó con intensa atención las enérgicas y agraciadas facciones de William Cecil Clayton. Es posible que leyera en aquellos rasgos el amor que anidaba en el corazón del joven… el amor que sentía por la muchacha.
Últimamente se había sumergido más de la cuenta en sus preocupaciones eruditas y se olvidó de los pequeños sucesos cotidianos, de las palabras que surgían como si nada, de todo lo que a un hombre observador y con más sentido práctico le habría indicado que aquellos dos jóvenes se sentían cada vez más atraídos el uno por el otro. Ahora, sin embargo, tales detalles volvían a su mente, uno tras otro.
—Como quiera —dijo.
—Cuente conmigo también —terció el señor Philander.
—No, mi querido amigo —declinó el profesor Porter—. No podemos ir todos. Sería una crueldad perversa dejar aquí sola a Esmeralda, y tres personas conseguiríamos exactamente lo mismo que una.
»Ya hay bastante muerte en esa floresta inhumana, tal como está. En fin… procuremos dormir un poco.
LA LLAMADA DE LO PRIMITIVO
D
ESDE que Tarzán abandonó la tribu de gigantescos antropoides entre los que se crió, las discordias y luchas intestinas desgarraban continuamente el clan. Terzok resultó un soberano caprichoso y despiadado, así que, uno tras otro, muchos de los monos viejos, a los que la edad debilitaba, sobre los cuales el feroz Terzok se complacía particularmente en desahogar sus instintos brutales, optaron por coger a su familia y buscar la tranquilidad de zonas interiores más seguras, lejos del tirano.
Pero la incesante truculencia de Terzok llevó a la desesperación a quienes seguían viviendo en el seno de la tribu, hasta que uno de ellos se acordó de la recomendación que les hizo Tarzán al partir.
«Si tenéis un jefe cruel, no cometáis el error en que caen los otros monos y no intentéis luchar contra él de uno en uno. Lo que debéis hacer es atacarlo al mismo tiempo dos, tres o cuatro de vosotros. Si obráis así, entonces no habrá jefe que se atreva a extralimitarse y abusar de los miembros de la tribu, porque entre cuatro siempre podréis matar a cualquier jefe que se pase de la raya».
El simio que recordó tan sensato consejo lo repitió a varios de sus congéneres, de forma que cuando Terzok regresó al clan aquel día se encontró con un caluroso comité de recepción.
No hubo formulismos protocolarios. En cuanto Terzok llegó al grupo, cinco enormes cuadrumanos saltaron sobre él.
En el fondo, Terzok era un tremendo cobarde, como suele ser el caso de los fanfarrones, tanto si se trata de hombres como de simios; así que en vez de plantar cara a sus retadores, dispuesto a luchar y, de ser necesario, morir, se zafó de ellos con toda la rapidez que pudo, emprendió veloz huida y se refugió tras la pantalla protectora del follaje de la selva.
Intentó en dos ocasiones incorporarse a la tribu, pero en ambas se vio atacado y puesto en fuga. Por fin se dio por vencido y, rebosante de odio y furor, se adentró en la jungla.
Anduvo varios días deambulando sin rumbo, despechado y cada vez más rabioso, a la caza de algún ser más débil que él sobre el que descargar su colérico rencor.
En tal estado de ánimo, aquel bestial antropoide se desplazaba de árbol en árbol cuando, de pronto, avistó a las dos mujeres en la selva.