Entre aquellos valientes y altruistas franceses no hubo un solo oficial ni un solo marinero que no se brindara al instante para participar en la expedición de rescate.
El capitán eligió a veinte marineros y dos oficiales, los tenientes D'Arnot y Charpentier. Se envió una barca al crucero con la misión de llevar a tierra víveres, municiones y carabinas; los marineros ya iban armados de revólveres.
Luego, al interrogarle Clayton respecto a las circunstancias por las que fondearon a la vista de tierra y dispararon un cañonazo en plan de aviso, el capitán Dufranne explicó que, un mes antes habían avistado al
Arrow
, que navegaba con rumbo suroeste casi a todo trapo. Cuando le indicaron que se aproximara, el
Arrow
, en lugar de obedecer, largó todavía más vela.
Lo persiguieron hasta la puesta del sol y le dispararon unos cuantos cañonazos, pero a la mañana siguiente el
Arrow
no aparecía por parte alguna. Durante varias semanas continuaron la búsqueda a lo largo del litoral, en una y otra dirección, y estaban a punto de dar por olvidado el incidente de la persecución cuando una mañana, pocos días antes, el vigía avistó un buque a la deriva, sacudido por el violento oleaje y evidentemente sin nadie que lo gobernara.
Al acercarse al pecio comprobaron con sorpresa que se trataba de la misma nave que había huido de ellos unas semanas atrás. Las velas de trinquete y mesana estaban izadas como si se pretendiera mantener el buque de proa al viento, pero el huracán había roto las escotas y convertido las velas en jirones.
Dadas las condiciones en que se encontraba el buque, en medio de aquella mar embravecida, resultaba tan difícil como peligroso abordarlo, y como tampoco se apreciaba signo alguno de vida en cubierta, se decidió aguardar hasta que la tormenta amainase y las aguas se calmaran. Pero entonces apareció una figura que se aferraba a la barandilla de la borda y les dirigía débiles y desesperadas señales, en petición de socorro.
Arriaron un bote inmediatamente y se ordenó a los tripulantes que se acercaran al
Arrow
e intentasen subir a bordo.
El espectáculo que se ofreció a los ojos de los franceses no podía ser más dantesco.
Una docena de muertos y moribundos rodaban por la cubierta de un lado para otro, impulsados por los vaivenes del barco. Los vivos se entremezclaban con los muertos. Había dos cadáveres que parecían parcialmente devorados, como si los lobos se hubiesen cebado en ellos.
Los tripulantes de la nave francesa se hicieron de inmediato con el gobierno del
Arrow
y después condujeron a los supervivientes enfermos a sus literas.
Envolvieron a los muertos en lonas embreadas y los dejaron atados en cubierta, a la espera de que sus compañeros los identificasen, antes de arrojarlos al océano.
Cuando los franceses subieron a la cubierta del
Arrow
, ninguno de los marineros vivos estaba consciente. Incluso el pobre diablo que había atraído su atención con las desesperadas señales se desmayó antes de enterarse si habían atendido su petición de ayuda.
El oficial galo no necesitó mucho tiempo para averiguar la causa de aquella terrible catástrofe, porque cuando procedieron a buscar agua y coñac para reanimar a los hombres, descubrieron que a bordo no quedaba alimento de ninguna clase.
De inmediato, el oficial indicó a los tripulantes del crucero que enviasen agua, medicinas y víveres. Otra lancha efectuó el peligroso viaje al
Arrow
.
Cuando se aplicaron los oportunos reconstituyentes a los enfermos, éstos recobraron el conocimiento y explicaron lo sucedido. Una historia que conocemos ya hasta la partida del
Arrow
, tras el asesinato de Snipes y el entierro de su cadáver colocado encima del cofre del tesoro.
Al parecer, cuando el crucero emprendió la persecución del
Arrow
, el pánico cundió entre los sediciosos, que continuaron atravesando el Atlántico durante varias singladuras después de despistar al buque galo. Pero al darse cuenta de que el agua y las provisiones empezaban a escasear a bordo, viraron de nuevo hacia el este.
Como quiera que nadie tenía siquiera nociones de navegación, no tardaron en surgir diferencias acerca del rumbo y el punto de destino. Al cabo de tres días de navegar con rumbo este sin divisar tierra, desviaron la nave hacia el norte, al temerse que los vientos del norte que habían predominado días atrás los hubieran empujado hacia el sur de África.
Mantuvieron el rumbo nornordeste durante dos singladuras, al cabo de las cuales entraron en un periodo de calma chicha que se prolongó durante cerca de ocho días. Se quedaron sin agua y con vituallas para una sola jornada.
La situación degeneró rápidamente. Fue de mal en peor. Un hombre se volvió loco y se arrojó por la borda. Otro se abrió las venas y se alimentó bebiendo su propia sangre.
Cuando murió lo arrojaron también por la borda, aunque más de uno propuso dejar el cadáver en el barco. El hambre estaba transformando a aquellos hombres en bestias salvajes.
Cuarenta y ocho horas antes de que el crucero los abordara, los marineros del
Arrow
se encontraban en tal estado de debilidad que no podían manejar el barco y, ese mismo día fallecieron tres hombres. A la mañana siguiente uno de los cadáveres apareció parcialmente devorado.
A lo largo de todo el día, los hombres se fulminaron con la mirada unos a otros, como animales de presa, y, cuando amaneció de nuevo, la carne de dos de los cadáveres había desaparecido casi por completo.
Aquel macabro alimento no había mejorado la condición física de los amotinados y el anhelo de agua representaba la agonía más terrible y desoladora que tenían que afrontar. Y entonces se presentó allí el crucero.
Cuando se recuperaron los que pudieron hacerlo, el comandante tuvo su versión de los sucesos; sin embargo, los marineros eran demasiado ignorantes para poder precisar al capitán del buque francés el punto exacto de la costa en que dejaron abandonados al profesor y a los demás miembros de su grupo. De modo que el crucero navegó a lo largo del litoral, disparando de vez en cuando la señal de su cañón y escudriñando con el catalejo hasta el último centímetro de la costa.
Echaban el ancla al llegar la noche, por lo que no dejaron sin examinar una sola partícula de litoral, y ocurrió que la noche anterior llegaron a la altura de la playa donde estaba el campamento que buscaban.
Los que se encontraban en tierra no habían oído los cañonazos de la tarde anterior, tal vez por hallarse dentro de la espesura, entregados a la búsqueda de Jane. Posiblemente, el ruido de sus propios pasos a través de los matorrales habría sofocado el sordo estampido de la lejana pieza artillera.
Para cuando ambas partes hubieron concluido el relato de sus diversas aventuras, la barca cargada de víveres y armas para la expedición llegó procedente del crucero.
En cuestión de minutos el reducido cuerpo de marineros y los dos oficiales franceses, junto con Clayton y el profesor Porter, emprendió la desesperanzada búsqueda por la inextricable jungla.
HERENCIA
C
UANDO Jane comprendió que aquel extraño ser de la selva que la había rescatado de las garras del mono se la llevaba ahora cautiva, forcejeó a la desesperada para liberarse y escapar; pero los robustos brazos que la sostenían —con la misma facilidad que si se tratase de una niña recién nacida— se limitaron a ejercer un poco más de presión y eso les bastó para inmovilizarla.
Así que la muchacha se dio por vencida, abandonó sus inútiles esfuerzos y, tranquila e inmóvil, se dedicó a observar a través de los entrecerrados párpados el rostro del hombre que, con tanta desenvoltura se desplazaba cargado con ella a través de la maraña de vegetación.
Era un semblante extraordinariamente atractivo.
Un arquetipo perfecto de vigor masculino, incontaminado por la disipación ni por brutales pasiones degradantes. Porque, aunque Tarzán de los Monos mataba hombres y animales, lo hacía como el cazador abate y cobra sus piezas, desapasionadamente… Salvo en las raras ocasiones en que mató por odio, si bien no por ese odio recalcitrante y malévolo que deja estampada su marca execrable en las facciones de quien lo experimenta.
En la mayoría de las ocasiones, cuando Tarzán mataba no lo hacía con el ceño fruncido, sino sonriendo. Y la sonrisa es la base de la belleza.
Una de las cosas que la muchacha observó de modo especial cuando vio a Tarzán precipitarse sobre Terzok fue la estría de intenso color escarlata que surcaba su frente, desde un punto por encima del ojo izquierdo hasta el cuero cabelludo. Sin embargo, al examinar ahora los rasgos del hombre observó que aquella señal había desaparecido y en el lugar donde estuvo apenas se apreciaba una tenue línea blanca.
Al notar que la joven había adoptado una actitud nada batalladora, Tarzán alivió ligeramente la presión sobre ella.
Bajó una vez la mirada hacia los ojos de la muchacha, le sonrió, y Jane se apresuró a cerrar los párpados para excluir de su vista aquel rostro bello y atrayente.
Tarzán saltó a la enramada y Jane, al tiempo que se asombraba de no experimentar ningún miedo, empezó a percatarse de que, en muchos aspectos, jamás se había sentido más segura en toda su vida que en los brazos de aquella criatura fuerte y salvaje que la transportaba sólo Dios sabía hacia qué destino, adentrándola cada vez más profundamente en la selvática e intrincada floresta de aquella jungla indómita.
Cerrados los párpados, empezó a especular acerca de lo que podía reservarle el futuro y su vivaz imaginación alumbró negros temores, pero en cuanto abrió los ojos y vio aquel noble semblante cerca del suyo, se disipó automáticamente hasta el último residuo de aprensión.
No, él no podía hacerle daño; tuvo el convencimiento absoluto de ello al llegar, a través de la hermosura de las facciones y la sinceridad de los ojos, al fondo de la caballerosidad que auguraban.
Continuaron adelante, traspasando lo que a Jane le parecía una sólida masa de vegetación que, no obstante, parecía agrietarse como por arte de magia para franquear el paso del dios de la selva y luego volvía a cerrarse a sus espaldas.
Apenas llegaba a rozarle una rama, pese a que por arriba y por abajo, por delante y por detrás, lo único visible era un auténtico muro formado por ramas y enredaderas intrincadamente entrelazadas.
Mientras avanzaba a ritmo uniforme, nuevos y extraños pensamientos se agitaban en la mente de Tarzán. Se le había planteado un problema que aparecía ante él por primera vez y, más que pensarlo, presintió que no iba a tener más alternativa que la de afrontar la cuestión como hombre y no como simio.
Moverse libremente por el nivel medio de la enramada, ruta que había seguido durante la mayor parte del trayecto, contribuyó a enfriar el fuego de la primera pasión ardorosa de su recién descubierto amor.
Se sorprendió a sí mismo especulando acerca del destino que habría sufrido la joven de no haberla rescatado de las garras de Terzok.
Sabía por qué no la había matado inmediatamente el mono y empezó a comparar sus propias intenciones con las de Terzok.
Ciertamente, la ley de la selva decretaba que el macho tomase a la hembra por la fuerza, ¿pero podía Tarzán regirse por las leyes de la selva?
¿No era Tarzán un hombre? ¿Cómo actuaban los hombres? Se quedó confuso: no lo sabía.
Le hubiera gustado poder pregonárselo a la joven, pero entonces se le ocurrió que ella le había informado ya al forcejear como lo hizo, aunque inútilmente, con ánimo de rechazarle y escapar.
Ahora, sin embargo, habían llegado a su destino y Tarzán de los Monos, con Jane en sus robustos brazos, aterrizó suavemente en el muelle césped de la explanada donde los grandes monos celebraban sus consejos y se entregaban a las orgiásticas y salvajes danzas del
Dum-Dum
.
Aunque había recorrido muchos kilómetros, apenas era media tarde y la luz que se filtraba a través del tupido follaje circundante bañaba alegremente el anfiteatro.
La alfombra verde del césped, fresca y blanda, era toda una invitación.
Los mil y un ruidos de la jungla parecían tan remotos y apagados que eran como tenues ecos de sonidos confusos cuyo volumen subía y bajaba como el rumor del oleaje sobre una playa lejana.
Una sensación de soñolienta placidez se abatió sobre Jane cuando su cuerpo se hundió en la suavidad de la hierba, donde Tarzán la había depositado. La muchacha levantó la mirada hacia la gigantesca figura del hombre que se alzaba sobre ella y cuya presencia añadía una extraña impresión de perfecta seguridad.
A través de los párpados entrecerrados, la muchacha observó a Tarzán. El hombre-mono cruzó el pequeño claro circular hacia los árboles del otro extremo. Jane admiró la gracia majestuosa de sus andares, la elegante simetría de su figura magnífica y el equilibrio de su espléndida cabeza sobre los anchos hombros.
¡Qué criatura tan perfecta! Bajo aquel soberbio aspecto exterior no podía haber el más mínimo asomo de crueldad ni de vileza. Jane Porter pensó que, desde que Dios creó el primer hombre a su imagen y semejanza, no había pisado la faz de la tierra ningún otro como aquel que ella tenía delante.
Tarzán dio un salto y desapareció entre los árboles. La muchacha se preguntó a dónde iría. ¿Acaso iba a dejarla abandonada a su suerte en aquel rincón solitario de la selva?
Lanzó una inquieta mirada a su alrededor. Cada arbusto, cada matorral parecía el escondite desde el que acechaba alguna fiera enorme y espantosa, a la espera del momento oportuno para abalanzarse sobre ella y hundirle los colmillos en la tierna carne. Todos y cada uno de los ruidos se amplificaban y convertían en el furtivo rumor de un cuerpo maligno y sinuoso que se arrastraba hacia ella.
¡Qué distinto era todo ahora que él se había alejado!
Durante unos minutos, que a la sobrecogida muchacha le parecieron horas, la joven permaneció sentada con los nervios de punta, temiendo el salto del bicho agazapado que de un momento a otro pondría fin a su angustioso miedo.
Estuvo a punto de rezar para que llegasen de una vez aquellos crueles dientes que la sumirían en la inconsciencia y la librarían del tormento del pánico.
Oyó un leve y súbito ruido a su espalda. Se puso en pie al tiempo que emitía un chillido y dio media vuelta para encarar su fin.