Tarzán el indómito (4 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el indómito
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Con la agilidad de un felino, Tarzán ascendió corriendo el acantilado unos nueve metros antes de detenerse, y al encontrar un punto seguro donde poner el pie, se paró y miró abajo, a Numa, que daba saltos en un salvaje e inútil intento de escalar la rocosa pared para alcanzar su presa. El león conseguía subir unos cuatro o cinco metros sólo para caer de espaldas, derrotado de nuevo. Tarzán le miró un momento y luego inició un lento y cauto ascenso hacia la cima. Varias veces tuvo dificultades para encontrar puntos de apoyo, pero por fin se impulsó sobre el borde, se puso en pie, cogió un trozo de roca suelta que lanzó a Numa y se alejó con grandes pasos.

Buscó un fácil descenso a la garganta, y estaba a punto de proseguir su viaje en dirección a las armas cuyas explosiones aún resonaban cuando una repentina idea le hizo detenerse y una semisonrisa iluminó sus labios. Se volvió y regresó trotando a la abertura exterior del túnel de Numa. Cerca de éste aguzó el oído un momento y rápidamente empezó a reunir grandes rocas y a apilarlas en la entrada. Casi había cerrado la abertura cuando el león apareció en el interior, un león feroz y encolerizado que arañaba las rocas y profería fuertes rugidos que hacían temblar la tierra; pero los rugidos no asustaban a Tarzán de los Monos. De niño cerraba sus ojos en el pecho velludo de Kala para dormir rodeado de un coro salvaje de rugidos similares. Apenas pasó un día o una noche de su vida en la jungla —y prácticamente había vivido toda su vida en la jungla— sin oír los rugidos de leones hambrientos, de leones enojados, de leones con mal de amores. Estos sonidos afectaban a Tarzán como el ruido de la bocina de un automóvil puede afectarle a usted: si está delante del automóvil le advierte que se aparte, si no está delante apenas lo nota. Figurativamente hablando, Tarzán no se hallaba delante del automóvil; Numa no podía llegar a él y Tarzán lo sabía, por lo que prosiguió tapando la entrada pausadamente hasta que no quedó posibilidad alguna de que Numa saliera. Cuando terminó hizo una mueca al león oculto tras la barrera y reanudó su camino hacia el este.

—Un devorador de hombres que no comerá más hombres —dijo.

Aquella noche Tarzán se tumbó bajo un saliente de roca. A la mañana siguiente reanudó su viaje, parándose sólo el tiempo suficiente para matar un animal y satisfacer su hambre. Las otras bestias de las regiones vírgenes comen y descansan; pero Tarzán nunca dejaba que su estómago interfiriera en sus planes. En esto radicaba una de las mayores diferencias entre el hombre-mono y sus compañeros de junglas y bosques. El ruido de disparos aumentó y disminuyó durante el día. Él había observado que alcanzaba su máximo volumen al amanecer e inmediatamente después del anochecer, y que durante la noche casi cesaba. En mitad de la tarde del segundo día tropezó con tropas que avanzaban hacia el frente. Parecían grupos de ataque, pues llevaban consigo cabras y vacas y porteadores nativos cargados con cereales y otros alimentos. Vio que estos nativos iban atados con cadenas al cuello y también vio que las tropas se componían de soldados nativos con uniformes alemanes. Los oficiales eran hombres blancos. Nadie vio a Tarzán, sin embargo fue de un lado a otro entre ellos durante dos horas. Inspeccionó las insignias que llevaban en los uniformes y vio que no eran las mismas que había cogido de uno de los soldados muertos en la cabaña; luego fue a la cabeza del grupo, sin ser visto, entre los espesos arbustos. Tropezó con alemanes y no les mató; pero era porque la matanza de alemanes en conjunto no era el principal motivo de su existencia; ahora éste era descubrir al individuo que había asesinado a-su pareja. Cuando acabara con él se dedicaría a matar a todos los alemanes que se cruzaran en su camino, y estaba decidido a que muchos lo hicieran, pues les perseguiría como los cazadores profesionales cazan a los devoradores de hombres.

Cuando se acercaba a las primeras líneas del frente, aumentó el número de tropas. Había camiones y grupos de bueyes y todo el equipaje de un pequeño ejército, y siempre había heridos a pie o siendo trasladados hacia la retaguardia. Había cruzado el ferrocarril un poco más atrás y considerado que los heridos eran llevados allí para ser trasladados a un hospital de base, y posiblemente hasta Tanga, en la costa.

Anochecía cuando llegó a un gran campamento oculto en las estribaciones de las montañas Pare. Cuando se acercó por detrás lo encontró poco protegido y los centinelas que había no estaban alerta, así que le resultó fácil entrar cuando se hizo oscuro, aguzando el oído fuera de las tiendas en busca de alguna pista que le llevara al asesino de su pareja.

Cuando se detuvo al lado de una tienda ante la cual se sentaba un grupo de soldados nativos, captó unas palabras pronunciadas en dialecto nativo que al instante llamaron su atención:

—Los waziri pelearon como demonios; pero nosotros somos mejores luchadores y los matamos a todos. Cuando terminamos, vino el capitán y mató a la mujer. Se quedó fuera y lanzó fuertes gritos hasta que todos los hombres estuvieron muertos. El subteniente Von Goss es más valiente; entró y se quedó junto a la puerta gritándonos, también con voz potente, y nos dejó clavar en la pared a uno de los waziri que estaba herido, y después se rió mucho porque el hombre sufría. Todos nos reímos. Fue muy divertido.

Como una bestia de presa, inflexible y terrible, Tarzán se agazapó en las sombras junto a la tienda. ¿Qué pensamientos cruzaron la mente de aquel salvaje? ¡Quién sabe! La expresión de su bello rostro no revelaba ninguna señal de pasión; los fríos ojos grises sólo denotaban una intensa vigilancia. Entonces el soldado al que Tarzán había oído en primer lugar se levantó y, despidiéndose, se marchó. Pasó a tres metros del hombre-mono y siguió hacia la parte posterior del campamento. Tarzán le siguió y en las sombras de un grupo de arbustos se apoderó de su víctima. No se oyó nada cuando el hombre bestia saltó sobre la espalda de su presa y la tiró al suelo, pues unos dedos de acero se cerraron simultáneamente en la garganta del soldado ahogando cualquier grito. Tarzán arrastró a su víctima cogiéndola por el cuello para ocultarla entre los arbustos.

—No hagas ningún ruido —advirtió en el dialecto tribal del hombre cuando le soltó la garganta.

El tipo empezó a respirar con dificultad, alzando sus asustados ojos para ver qué clase de criatura era la que le tenía en su poder. En la oscuridad sólo vio un cuerpo blanco desnudo inclinado sobre él, pero aún recordaba la terrible fuerza de los músculos que le habían cortado el aliento y arrastrado entre los arbustos como si fuera un chiquillo. Si la idea de resistirse cruzó su mente, debió de descartarla enseguida, ya que no hizo ningún movimiento para escapar.

—¿Cómo se llama el oficial que mató a la mujer de la cabaña donde peleasteis con los waziri? —preguntó Tarzán.

—Capitán Schneider —respondió el negro cuando recuperó la voz.

—¿Dónde está? —preguntó el hombre-mono.

—Está aquí. Quizá en el cuartel general. Muchos oficiales van allí por la noche para recibir órdenes.

—Acompáñame —ordenó Tarzán— y si me descubren te mataré de inmediato. ¡Levántate!

El negro se levantó y le guió dando un rodeo por la parte posterior del campamento. Varias veces se vieron obligados a esconderse porque pasaban soldados; pero al fin llegaron a un gran montón de balas de heno desde cuya esquina el negro señaló un edificio de dos pisos que había a lo lejos.

—El cuartel general —dijo—. No puedes ir más allá sin que te vean. Hay muchos soldados.

Tarzán se dio cuenta de que no podía seguir en compañía del negro. Se volvió y miró al tipo un momento, pensando qué hacer con él.

—Tú ayudaste a crucificar a Wasimbu, el waziri —acusó con voz baja pero no por ello menos terrible.

El negro tembló, las rodillas le flaqueaban.

—Él nos ordenó que lo hiciéramos —suplicó.

—¿Quién ordenó que lo hiciérais? —pidió Tarzán.

—El subteniente Von Gross —respondió el soldado—. También él está aquí.

—Le encontraré —replicó Tarzán, serio—. Tú ayudaste a crucificar a Wasimbu, el waziri, y mientras sufría tú te reías.

El negro se tambaleó. Era como si en la acusación leyera también su sentencia de muerte. Sin decir una sola palabra más, Tarzán cogió al hombre por el cuello otra vez. Como antes, no se oyó ningún grito. Los músculos del gigante se tensaron. Los brazos subieron y bajaron con rapidez y con ellos el cuerpo del soldado negro que ayudó a crucificar a Wasimbu, el waziri; describió un círculo en el aire, una, dos, tres veces, y después fue arrojado a un lado y el hombre-mono se volvió en dirección al cuartel general de los alemanes.

Un único centinela en la parte posterior del edificio impedía el paso. Tarzán se arrastró, el vientre pegado al suelo, hacia él, aprovechando la protección como sólo una bestia de caza criada en la jungla sabe hacerlo. Cuando los ojos del centinela se dirigieron hacia él, Tarzán abrazó el suelo, inmóvil como una piedra; cuando se volvieron hacia el otro lado, él avanzó con rapidez. Entonces se encontraba a una distancia que le permitía atacar. Esperó a que el hombre le diera la espalda una vez más y se levantó, y sin hacer ruido se le echó encima. Tampoco ahora se oyó ningún ruido mientras arrastraba el cuerpo muerto hacia el edificio.

El piso inferior estaba iluminado y el superior, a oscuras. A través de las ventanas Tarzán vio una amplia sala delantera y una habitación más pequeña detrás. En la primera había muchos oficiales. Algunos paseaban, hablando; otros estaban sentados ante mesas, escribiendo. Gracias a las ventanas abiertas Tarzán pudo oír gran parte de la conversación; pero nada que le interesara. Hablaban sobre todo de los éxitos alemanes en África y las conjeturas en cuanto a cuándo llegaría a París el ejército alemán en Europa. Algunos afirmaban sin duda que el káiser ya se encontraba allí, y muchos maldecían a Bélgica.

En la habitación pequeña posterior un hombre corpulento, de rostro sonrojado, estaba sentado a una mesa. Algunos otros oficiales también estaban sentados un poco más atrás, mientras dos permanecían firmes ante el general, que les interrogaba. Mientras hablaba, el general jugueteaba con una lámpara de aceite que había sobre la mesa, ante él. Entonces se oyó un golpe en la puerta y entró un ayudante. Saludó e informó:

—Fräulein Kircher ha llegado, señor.

—Hágala entrar —ordenó el general, e hizo un gesto de asentimiento a los dos oficiales en señal de despedida.

La fräulein, al entrar, se cruzó con ellos junto a la puerta. Los oficiales de la habitación pequeña se pusieron en pie y saludaron, y la fräulein agradeció la cortesía con una inclinación de cabeza y una leve sonrisa. Era una muchacha muy bonita. Ni siquiera el tosco y manchado traje de montar y el polvo que se le pegaba al rostro podían ocultar ese hecho, y por añadidura era joven. No podía tener más de diecinueve años.

Se acercó a la mesa tras la cual el general se hallaba de pie, sacó un papel doblado de un bolsillo interior de su abrigo y se lo entregó.

—Siéntese, fräulein —dijo él, y otro oficial le acercó una silla. Nadie dijo nada mientras el general leía el contenido del papel.

Tarzán examinó las diversas personas que se encontraban en la habitación. Se preguntó si alguna no sería el capitán Schneider, pues dos de ellos eran capitanes. Supuso que la chica pertenecía al departamento de inteligencia: era una espía. Su belleza no le atraía; sin el más mínimo remordimiento podría retorcer aquel joven cuello. Era alemana y eso bastaba; pero le esperaba otro trabajo más importante. Quería al capitán Schneider.

Por fin el general alzó la mirada del papel.

—Bien —dijo a la chica, y luego a uno de sus ayudantes—. Que venga el comandante Schneider.

¡El comandante Schneider! Tarzán sintió que el vello de la nuca se le erizaba. Ya habían ascendido a la bestia que asesinó a su compañera; no cabía duda de que le ascendieron precisamente por ese crimen.

El ayudante salió de la habitación y los otros iniciaron una conversación general por la que Tarzán se enteró de que las fuerzas alemanas de África oriental eran muy superiores en número a las británicas, y de que estas últimas sufrían grandemente. El hombre-mono permanecía tan oculto en un grupo de arbustos que podía observar el interior de la habitación sin ser visto desde dentro, y al mismo tiempo quedaba oculto a la vista de cualquiera que por casualidad pasara por delante del puesto del centinela al que había matado. Por un momento esperó que apareciera una patrulla o un relevo y descubriera que el centinela no estaba, con lo que sabía que se efectuaría de inmediato una búsqueda exhaustiva.

Esperó con impaciencia la llegada del hombre que buscaba y por fin fue recompensado con la aparición del ayudante que había sido enviado a buscarle acompañado por un oficial de talla mediana con un grueso bigote recto. El recién llegado se acercó a la mesa con grandes pasos, se detuvo e hizo el saludo, presentándose. El general le saludó a su vez y se volvió a la chica.

Fräulein Kircher —dijo—, permítame que le presente al comandante Schneider…

Tarzán no esperó a oír más. Colocó la palma de una mano en el alféizar de la ventana y se impulsó dentro de la habitación ante la asombrada mirada de los oficiales del káiser. Con una zancada estuvo junto a la mesa y con un gesto de la mano envió la lámpara a estrellarse en el voluminoso vientre del general que, en un furioso esfuerzo por escapar a la cremación, cayó hacia atrás, con silla y todo, al suelo. Dos de los ayudantes se abalanzaron sobre el hombre-mono, quien cogió al primero y lo arrojó a la cara del otro. La chica se había levantado de un salto y permanecía pegada a la pared. Los otros oficiales llamaban a gritos a la guardia y pedían ayuda. El objetivo de Tarzán se centraba en un solo individuo y no le perdía de vista. Liberado del ataque por un instante, agarró al comandante Schneider, se lo echó al hombro y salió por la ventana, tan deprisa que las atónitas personas allí reunidas apenas pudieron darse cuenta de lo que acababa de pasar.

Una simple mirada le indicó que el puesto del centinela seguía vacío, y un momento más tarde él y su carga se hallaban en las sombras del montón de heno. El comandante Schneider no soltó ningún grito por la simple razón de que tenía obstruido el paso del aire. Ahora Tarzán aflojó la presión de su mano lo suficiente para que el hombre pudiera respirar.

—Si haces ruido volverás a asfixiarte —dijo.

Con cautela y mucha paciencia, Tarzán pasó por delante del último puesto avanzado. Obligó a su cautivo a caminar ante él y se dirigieron hacia el oeste hasta que, a altas horas de la noche, volvió a cruzar el ferrocarril, donde se sintió razonablemente a salvo de ser descubierto. El alemán había soltado maldiciones y gruñidos y amenazado y formulado preguntas; pero la única respuesta que recibió fueron aguijonazos de la afilada lanza de Tarzán. El hombre-mono le hacía avanzar como si fuera un cerdo, con la diferencia de que habría tenido más respeto y más consideración si fuera un cerdo.

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