Séptimo libro de la serie sobre Tarzán, originalmente eran dos historias diferentes publicadas por entregas en distintas revistas semanales,
Tarzan the Untamed
en
Red Book
y
Tarzán and the valley of Moon
en
All-Story
. Las dos historias se combinaron para su publicación como libro en 1920 bajo el título de la primera de las historias. Cronológicamente, la historia sigue a
Tarzán y las Joyas de Opar
.
La acción se desarrolla durante la Primera Guerra Mundial. Mientras Tarzán está lejos, su hogar es destruido por las tropas alemanas. A su regreso, descubre entre los muchos cuerpos quemados, el cadáver calcinado de su esposa. Enloquecido, el hombre-mono buscará venganza a la vez que ayudará al ejército británico contra los alemanes. Allí conocerá a Bertha Kircher, una espía alemana
Luego renunciará a toda compañía humana, abandonará la selva y, tras atravesar el desierto, descubrirá la ciudad de Xuja, donde se encontrará de nuevo con Bertha Kircher.
Edgar Rice Burroughs
Tarzán el indómito
Tarzán 7
ePUB v1.0
Zaucio Olmian12.07.12
Título original:
Tarzan the Untamed
Edgar Rice Borroughs, 1920
1ª edición en revista de la 1.ª parte, "Tarzan the Untamed":
Red Book Magazine
, de marzo a agosto de 1919
1ª edición en revista de la 2.ª parte, "Tarzan and the Valley of Luna":
All-Story Weekly
, de marzo a abril de 1919
1ª edición en libro: A.C. McClurg, 30/04/1920
Traducción: Emilio Martínez Amador
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Ilustraciones: J. Allen St. John
Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)
ePub base v2.0
TARZÁN
el indómito
ASESINATO Y PILLAJE
El capitán Fritz Schneider avanzaba pesadamente por los sombríos senderos de la oscura jungla. El sudor le resbalaba por la frente alargada y se detenía sobre sus abultados carrillos y su cuello de toro. El teniente marchaba a su lado mientras el subteniente Von Goss formaba la retaguardia, siguiendo con un puñado de soldados africanos a los cansados y casi extenuados porteadores a quienes los soldados negros, que seguían el ejemplo de sus oficiales blancos, les hostigaban con las afiladas puntas de las bayonetas y las culatas metálicas de los rifles.
No había ningún porteador cerca del capitán Schneider, por lo que éste descargó su bilis sobre los soldados africanos que se hallaban más a su alcance, aunque con mayor circunspección, ya que estos hombres portaban rifles cargados y los tres hombres blancos se encontraban solos con ellos en el corazón de África.
Delante del capitán marchaba la mitad de su compañía, y detrás de él la otra mitad; así los peligros de la salvaje jungla quedaban reducidos para el capitán alemán. Al frente de la columna se tambaleaban dos salvajes desnudos, unidos uno al otro con una cadena atada al cuello. Eran los guías nativos al servicio de los alemanes y en sus pobres cuerpos magullados se revelaba la marca de éstos en forma de diversas heridas y contusiones.
Así pues, incluso en lo más profundo de África empezaba a reflejarse la luz de la civilización alemana sobre los indignos nativos, igual que en el mismo período, otoño de 1914, derramaba su glorioso resplandor sobre la ingenua Bélgica.
Es cierto que los guías extraviaron al grupo; pero así son la mayoría de guías africanos. Tampoco importaba que la ignorancia, y no la maldad, fuera la causa de su fracaso. Al capitán Fritz Schneider le bastaba saber que se hallaba perdido en tierras vírgenes africanas y que tenía a su alcance unos seres humanos menos fuertes que él, a los que podía hacer sufrir mediante tortura. No los había matado directamente en parte debido a una débil esperanza de que encontraran la manera de salir del apuro y en parte porque mientras vivieran se les podía hacer sufrir.
Las pobres criaturas, esperando que la casualidad les condujera por fin a la senda correcta, insistían en que conocían el camino y por eso seguían, a través de una tenebrosa jungla, un sinuoso sendero hundido en la tierra por los pies de incontables generaciones de salvajes habitantes de la jungla.
Aquí Tantor, el elefante, emprendía su largo camino del polvo al agua. Aquí Buto, el rinoceronte, andaba a ciegas en su solitaria majestad, mientras de noche los grandes felinos paseaban silenciosos sobre sus patas almohadilladas bajo el espeso dosel de árboles demasiado altos hacia la ancha planicie situada más allá, donde encontraban la mejor caza.
En el borde de esta llanura, que apareció de pronto e inesperadamente ante los ojos de los guías, sus tristes corazones palpitaron con renovada esperanza. El capitán exhaló un profundo suspiro de alivio pues, tras varios días de vagar sin esperanzas por la casi impenetrable jungla, para el europeo surgió como un verdadero paraíso el amplio panorama de ondulante hierba punteada de vez en cuando por bosques semejantes a parques abiertos, y a lo lejos la retorcida línea de verdes arbustos que indicaban la existencia de un río.
El tudesco sonrió aliviado, intercambió unas palabras alegres con su teniente y luego exploró la amplia llanura con los prismáticos. Éstos barrieron el ondulante terreno de un lado a otro hasta que al fin se posaron en un punto, casi en el centro del paisaje y cerca de las orillas ribeteadas de verde del río.
—Estamos de suerte —dijo Schneider a sus compañeros—. ¿Lo veis?
El teniente, que también miraba con sus prismáticos, por fin los posó en el mismo lugar que había llamado la atención de su superior.
—Sí —dijo—, una granja inglesa. Debe de ser la de Greystoke, pues no hay ninguna otra en esta parte del África oriental británica. Dios está con nosotros,
herr
capitán.
—Hemos dado con la
schwinhund
inglesa mucho antes de que se enteraran de que su país está en guerra con el nuestro —señaló Schneider—. Dejemos que él sea el primero en probar la mano de hierro de Alemania.
—Esperemos que esté en casa —apuntó el teniente para que podamos llevarlo con nosotros cuando nos presentemos a Krau en Nairobi. Sin duda favorecerá a
herr
capitán Fritz Schneider llevar al famoso Tarzán de los Monos como prisionero de guerra.
Schneider sonrió e hinchó el pecho.
—Tienes razón, amigo —dijo—, nos favorecerá a los dos; pero tendré que viajar rápido para atrapar al general Kraut antes de que llegue a Mombasa. Estos cerdos ingleses y su despreciable ejército llegarán pronto al océano índico.
Más aliviado, el pequeño grupo emprendió camino campo a través hacia los edificios bien cuidados de la granja de John Clayton, lord Greystoke; pero la decepción iba a ser su sino, pues ni Tarzán de los Monos ni su hijo se hallaban en casa.
Lady Jane, que ignoraba el hecho de que existía el estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania, dio la bienvenida a los recién llegados con su mayor hospitalidad y emitió órdenes, a través de su leal waziri, de que prepararan un festín para los soldados negros del enemigo.
Lejos, al oeste, Tarzán de los Monos viajaba rápidamente desde Nariobi hacia la granja. En Nairobi recibió la noticia de que la guerra mundial ya había comenzado y, previendo una inmediata invasión del África oriental británica por los alemanes, se apresuraba a regresar a casa para llevar a su esposa a un lugar más seguro. Con él iba una veintena de guerreros negros, pero para el hombre-mono el avance de estos hombres entrenados y endurecidos era demasiado lento.
Cuando la necesidad lo exigía, Tarzán de los Monos se desprendía de la fina capa de civilización que poseía, y con ella de la entorpecedora vestimenta que era su divisa. En unos instantes el pulcro caballero inglés se convertía en el desnudo hombre-mono.
Su compañera se hallaba en peligro. En aquellos momentos, éste era su único pensamiento. No pensaba en ella como lady Jane Greystoke, sino como la hembra que había conseguido gracias al poder de sus músculos de acero, y a la que debía conservar y proteger con ese mismo armamento ofensivo.
No era un miembro de la Cámara de los Lores el que corría veloz e inexorablemente por la enmarañada jungla o recorría penosamente con músculos incansables las amplias extensiones de llanura abierta; era un gran simio con un solo objetivo que excluía todo pensamiento de fatiga o peligro.
El pequeño mono Manu, parloteando en los terraplenes superiores del bosque, le vio pasar. Había transcurrido mucho tiempo desde que vio al gran tarmangani desnudo y solo, avanzando como un rayo por la jungla. Manu era barbudo y gris, y a sus viejos y débiles ojos acudió el fuego del recuerdo de aquellos días en que Tarzán de los Monos gobernó, supremo, Señor de la Jungla, sobre la vida múltiple que hollaba la espesa vegetación entre los troncos de los grandes árboles o volaba o saltaba o trepaba en las frondosas espesuras hacia la cumbre de los árboles más altos.
Y Numa, el león, tumbado todo el día junto a la presa tomada la noche anterior, parpadeó sobre sus ojos amarillo-verdosos y movió la cola con gesto nervioso al captar el rastro de olor de su antiguo enemigo.
Tampoco dejó de percibir Tarzán la presencia de Numa o Manu ni de ninguna de las numerosas bestias de la jungla junto a las que pasaba en su rápida carrera hacia el oeste. Ni una partícula de su superficial sondeo de la sociedad inglesa había entumecido sus maravillosas facultades sensoriales. Su olfato captó la presencia de Numa, el león, incluso antes de que el majestuoso rey de las bestias fuera consciente de su paso.
Había oído al ruidoso pequeño Manu, e incluso el suave susurro de los arbustos al separarse por donde Sheeta pasó antes de que ninguno de estos vigilantes animales percibiera su presencia.
Pero pese a los aguzados sentidos del hombre-mono, pese a su veloz avance por la salvaje tierra que le había adoptado, pese a sus fuertes músculos, seguía siendo mortal. El tiempo y el espacio situaban sus inexorables límites sobre él; nadie comprendía esta verdad mejor que Tarzán. Se impacientaba y le irritaba no poder viajar con la velocidad del pensamiento, y que los largos y tediosos kilómetros que se extendían ante él exigieran horas y horas de incansable esfuerzo por su parte, antes de saltar por fin de la última rama del bosque periférico a la llanura abierta donde su meta quedaba ya a la vista.
Tardó días, aunque de noche dormía pocas horas y ni siquiera para buscar carne abandonó su camino. Si Wappi, el antílope, u Horta, el verraco, se cruzaban por casualidad en su camino cuando tenía hambre, comía, deteniéndose sólo lo suficiente para matar y cortarse un filete.
El largo viaje llegó a su fin y Tarzán atravesó el último trecho de espeso bosque que limitaba su finca al este, y después de atravesar éste se quedó de pie en el borde de la llanura mirando hacia el otro lado de sus amplias tierras, donde se hallaba su hogar.
Al primer vistazo entrecerró los ojos y tensó los músculos. Pese a la distancia, distinguió que algo iba mal. Una fina espiral de humo se elevaba a la derecha de la cabaña donde antes se encontraban los cobertizos, pero ahora no había ningún cobertizo, y de la chimenea de la cabaña de la que debería salir humo, no salia nada.