Tarzán cogió su lanza, pues sabía que ahora era fácil que tuviese que pelear para conservar su presa. Numa se detuvo y volvió su ultrajada cabeza en la dirección por donde se acercaba la hembra. Lanzó un profundo gruñido que fue casi un ronroneo. Tarzán estaba a punto de volver a aguijonearle cuando Sabor apareció a la vista, y detrás de ella el hombre-mono vio algo que le hizo detenerse al instante: cuatro leones adultos que seguían a la leona.
Incitar a Numa entonces a la resistencia activa podría hacer que todo el grupo se lanzara sobre él, por eso Tarzán esperó para saber antes cuál sería la actitud de los animales. No tenía idea de cómo soltar a su león sin librar una batalla; pero conociendo como conocía a los leones, sabía que no podía estar seguro de qué harían los recién llegados.
La leona era joven y tenía buen aspecto, y los cuatro machos estaban en la flor de su vida; eran los leones más bellos que jamás había visto. Tres de los machos estaban provistos de una melena escasa, pero uno, el que iba, delante, lucía una espléndida cabellera negra que ondeaba al viento mientras se acercaba trotando con paso majestuoso. La leona se paró a unos treinta metros de Tarzán, mientras los leones la sobrepasaban y se detenían unos metros más cerca. Tenían las orejas erguidas y los ojos llenos de curiosidad. Tarzán ni siquiera podía adivinar qué harían. El león que estaba a su lado se puso frente a ellos, permaneciendo ahora en alerta y silencio.
De pronto la leona dejó escapar otro leve gemido, al que el león de Tarzán respondió con un terrible rugido y saltando directo hacia la bestia de la negra cabellera. La vista de esta sobrecogedora criatura con la extraña cara fue demasiado para el león hacia el que había saltado, arrastrando a Tarzán consigo, y con un gruñido el león se volvió y huyó, seguido por sus compañeros y por la hembra.
Numa intentó seguirlos; Tarzán le sujetaba con la cuerda y cuando se volvió hacia él, furioso, le golpeó sin misericordia en la cabeza con su lanza. Sacudiendo la cabeza y gruñendo, el león por fin volvió a moverse en la dirección en que viajaban; pero tardó una hora en olvidar su malhumor. Estaba muy hambriento —en realidad, medio muerto de hambre— y en consecuencia, de muy mal genio, sin embargo se hallaba tan dominado por los heroicos métodos de que disponía Tarzán para domar al león, que ahora caminaba junto al hombre-mono como un enorme perro san Bernardo.
Era de noche cuando ambos llegaron a las líneas británicas, tras un ligero retraso debido a una patrulla alemana que fue necesario esquivar. A poca distancia de la línea de puestos avanzados de centinelas Tarzán ató a Numa a un árbol y prosiguió solo. Esquivó un centinela, pasó por delante del puesto de guardia y apoyo y, con métodos intrincados, volvió a comparecer en el cuartel general del coronel Capell, donde se presentó ante los oficiales allí reunidos como un espíritu incorpóreo que se materializara en el aire.
Cuando vieron quién era que llegaba así, sin anunciarse, sonrieron y el coronel se rascó la cabeza con expresión de perplejidad.
—Habría que fusilar a alguien por esto —dijo—. Da-ha igual que no estableciéramos un puesto avanzado de vigilancia si un hombre puede filtrarse siempre que lo desea.
Tarzán sonrió.
—No les eche la culpa a ellos —dijo—, porque yo no soy un hombre. Soy tarmangani. Cualquier mangani que deseara hacerlo podría entrar en su campamento cuando quisiera; pero si los tuviera por centinelas nadie podría entrar sin su conocimiento.
—¿Qué son los mangan? —preguntó el coronel—. Quizá podríamos alistar a unos cuantos.
Tarzán meneó la cabeza.
—Son los grandes simios —explicó—, mi gente; pero no le servirían. No son capaces de concentrarse suficiente tiempo para tener una sola idea. Si les dijera esto, estarían muy interesados un rato, incluso podrían mantener su interés el tiempo suficiente para venir aquí a que les explicaran sus obligaciones; pero pronto perderían el interés y cuando ustedes los necesitaran, la mayoría estarían en la selva buscando insectos en lugar de estar vigilando sus puestos. Tienen la mente de un niño pequeño; por eso permanecen donde están.
—A ellos los denominas mangani, y a ti tarmangani; ¿cuál es la diferencia? —preguntó el comandante Preswick.
—
Tar
significa ‘blanco’ —respondió Tarzán—, y
mangar
, ‘gran simio’. Mi nombre, el nombre que me dieron en la tribu de Kerchak, significa piel blanca. Cuando yo era un pequeño
balu
mi piel, supongo, debía de verse muy blanca en contraste con el hermoso pelaje negro de Kaln, mi madrastra, y por eso me llamaron Tarzán, el tarmangani. También a ustedes los llaman tarmangani —añadió, sonriendo.
Capell sonrió.
—No es ningún reproche, Greystoke —dijo—, y, por Dios, seria una nota de distinción que un tipo pudiera hacer ese papel. Y ahora, ¿qué me dice de su plan? ¿Aún cree que puede vaciar la trinchera que hay frente a nuestro sector?
—¿Todavía la tienen gomangani? —preguntó Tarzán.
—¿Qué son gomangani? —quiso saber el coronel—. La tienen tropas nativas, si es eso a lo que se refiere.
—Sí —respondió el hombre-mono—, los gomangani son los grandes simios negros.
—¿Qué pretende hacer y qué quiere que hagamos nosotros? —preguntó Capell.
Tarzán se acercó a la mesa y puso un dedo sobre el mapa.
—Aquí hay un puesto de escucha —dijo—; tienen una ametralladora en él. Un túnel lo conecta con esta trinchera de aquí —su dedo se movía de un lugar a otro en el mapa mientras hablaba—. Denme una bomba y cuando oigan que explota en este puesto de escucha, haga que sus hombres empiecen a cruzar lentamente el terreno neutral. Entonces oirán un gran alboroto en la trinchera enemiga; pero no tienen que apresurarse y, hagan lo que hagan, que se acerquen sin hacer ruido. También podría advertirles que quizá yo esté en la trinchera y que no me importa que me disparen o me claven una bayoneta.
—¿Y eso es todo? —preguntó Capell, después de ordenar a un oficial que diera una granada de mano a Tarzán—. ¿Vaciará la trinchera usted solo?
—No exactamente solo —respondió Tarzán con una sonrisa torva—, pero la vaciaré y, por cierto, si lo prefiere sus hombres pueden entrar por el túnel que se abre en el puesto de escucha. Dentro de aproximadamente media hora, coronel —y se dio la vuelta y se marchó.
Cuando cruzaba el campamento apareció de pronto en la pantalla de su memoria, sin duda alguna, conjurada por algún resto de su anterior visita al cuartel general, la imagen del oficial que se cruzó con él al dejar al coronel la otra vez, y simultáneamente reconoció el rostro que se le reveló a la luz de la fogata. Meneó la cabeza, dudando. No, no podía ser, y sin embargo las facciones del joven oficial eran idénticas a las de fräulein Kircher, la espía alemana que vio en el cuartel general alemán la noche en que se llevó al comandante Schneider delante de las narices del general alemán y su estado mayor.
Pasada la última línea de centinelas, Tarzán avanzó rápidamente en la dirección donde se encontraba Numa, el león. La bestia estaba tumbada cuando Tarzán se acercó, pero se levantó cuando el hombre-mono llegó junto a él. Un leve gemido escapó de sus labios. Tarzán sonrió al reconocer en la nueva nota casi una súplica; era más el gañido de un perro hambriento implorando comida que la voz del orgulloso rey de la selva.
—Pronto matarás… y comerás —murmuró en la lengua vernácula de los grandes simios.
Desató la cuerda del árbol y, con Numa a su lado, cerca, penetró en terreno neutral. Se oían pocos disparos de rifle y sólo un proyectil ocasional atestiguaba la presencia de artillería detrás de las líneas contrarias. Como los proyectiles de ambos bandos caían muy por detrás de las trincheras, no constituían ninguna amenaza para Tarzán, pero el ruido que hacía y el del fuego de fusilería producían un marcado efecto en Numa, que se agazapaba, temblando, cerca del tarmangani como si buscara protección.
Las dos bestias avanzaron con cautela hacia el puesto de escucha de los alemanes. En una mano Tarzán llevaba la bomba que los ingleses le habían dado, y en la otra la cuerda enrollada atada al león. Tarzán vio el puesto a unos metros. Sus aguzados ojos percibieron la cabeza del centinela de guardia. El hombre-mono agarró la bomba firmemente en su mano derecha, midió la distancia con los ojos y juntó los pies; luego, con un solo movimiento se levantó y arrojó la bomba, echándose inmediatamente al suelo.
Cinco segundos más tarde hubo una terrible explosión en el centro del puesto de escucha. Numa dio un brinco nervioso e intentó separarse; pero Tarzán lo sujetó y, tras ponerse en pie de un salto, echó a correr arrastrando al león tras de sí. En el límite del puesto vio pocas muestras de que aquel puesto hubiera estado ocupado, pues sólo quedaban unos fragmentos de carne desgarrada. Lo único que no quedó destruido era una ametralladora que estaba protegida por sacos de arena.
No había tiempo que perder. Arrastrarse por el túnel de comunicación podría ser un alivio, pues ya debía de ser evidente para los centinelas de las trincheras alemanas que el puesto de escucha había sido destruido. Numa titubeaba en seguir a Tarzán al interior de la excavación; pero el hombre-mono, que no estaba de humor para contemporizar, le dio un brusco tirón. Ante ellos se encontraba la boca del túnel que conducía del terreno neutral a las trincheras alemanas. Tarzán fue empujando a Numa para que avanzara hasta que su cabeza estuvo casi en la abertura; luego, como si se lo hubiera pensado mejor, se volvió con rapidez, cogió la ametralladora del parapeto y la colocó en la parte inferior del orificio que tenía más cerca, tras lo cual se volvió de nuevo a Numa y con su cuchillo cortó rápidamente las ataduras que sujetaban las bolsas de las patas delanteras. Antes de que el león pudiera saber que una parte de su formidable armamento estaba otra vez libre para actuar, Tarzán le cortó la cuerda del cuello y le quitó la bolsa de la cabeza, cogió al león por detrás y lo empujó hacia la boca del túnel.
Entonces Numa se detuvo bruscamente, sólo para sentir el agudo aguijoneo de la punta del cuchillo de Tarzán en sus cuartos traseros. Provocándole, el hombre-mono logró por fin que el león entrara lo suficiente en el túnel para que no tuviera oportunidad de escapar más que yendo hacia adelante o retrocediendo deliberadamente contra la afilada hoja que tenía detrás. Entonces Tarzán cortó las bolsas de las grandes patas traseras, colocó su hombro y la punta de su cuchillo contra el trasero de Numa, clavó los dedos de los pies en la tierra suelta producida por la explosión de la bomba, y empujó.
Al Principio Numa avanzó centímetro a centímetro. Primero gruñía y después se puso a rugir. De pronto dio un salto hacia adelante y Tarzán supo que había captado el olor de la comida que le esperaba más adelante. Arrastrando la ametralladora a su lado el hombre-mono siguió rápidamente al león, cuyos rugidos oía claramente mezclados con los inconfundibles gritos de hombres aterrorizados. De nuevo una sonrisa torva asomó a los labios de este hombre bestia.
—Ellos asesinaron a mi waziri —masculló—; crucificaron a Wasimbu, hijo de Muviro.
Cuando Tarzán llegó a la trinchera y salió no había nadie a la vista en aquella zona, ni en la siguiente, ni en la siguiente, y siguió corriendo en dirección al centro alemán; pero en la cuarta zona vio a una docena de hombres agolpados en el rincón del fondo, mientras saltando sobre ellos y desgarrándolos con zarpas y colmillos se encontraba Numa, terrorífica personificación de la ferocidad y el hambre voraz.
El motivo que retenía a los hombres por fin cedió a los esfuerzos que realizaban peleando como locos unos con otros para escapar a esta horrible criatura, que desde su infancia les había llenado de terror, y volvieron a retroceder. Algunos treparon por el parapeto prefiriendo los peligros del terreno neutral a esta otra espantosa amenaza.
Cuando los británicos avanzaron hacia las trincheras alemanas, encontraron a unos negros aterrados que corrieron a sus brazos dispuestos a rendirse. El pandemonio que se había desatado en la trinchera tudesca resultaba evidente para los rodesianos no sólo por el aspecto de los desertores, sino por los ruidos de hombres vociferantes y profiriendo maldiciones que llegaban a los oídos con toda claridad; pero había uno que les desconcertaba, pues se parecía nada menos que al enfurecido gruñido de un león enojado.
Y cuando por fin llegaron a la trinchera, los que se encontraban más a la izquierda dedos británicos que avanzaban, oyeron una ametralladora que de repente chisporroteaba ante ellos y vieron un enorme león saltar por encima de los parapetos alemanes, con el cuerpo de un soldado tudesco, que no cesaba de gritar, entre sus fauces, que desapareció en las sombras de la noche, mientras agazapado a su izquierda se hallaba Tarzán de los Monos con una ametralladora delante, con la que estaba atacando las trincheras alemanas en toda su longitud.
Los rodesianos que iban delante vieron algo más; vieron un corpulento oficial alemán salir de una trinchera que se hallaba justo detrás del hombre-mono. Le vieron coger un fusil abandonado con la bayoneta calada y arrastrarse con sigilo hacia Tarzán, que aparentemente no se daba cuenta de ello. Avanzaron corriendo, lanzando gritos de advertencia; pero con el escándalo que había en las trincheras y el estruendo de la ametralladora sus voces no le llegaban. El alemán saltó sobre el parapeto que tenía detrás; las regordetas manos levantaron la culata del rifle para dejarla caer sobre la espalda desnuda del hombre, y entonces, como se mueve Ara, el relámpago, se movió Tarzán de los Monos.
No fue un hombre lo que saltó sobre aquel oficial alemán, apartando de un golpe la afilada bayoneta como se podría apartar una paja de la mano de un bebé; fue una bestia feroz de cuyos labios salvajes surgió el rugido de un animal salvaje, pues cuando aquel extraño sentido que Tarzán compartía con las otras criaturas criadas en la jungla le advirtió de la presencia que había detrás de él y se giró en redondo para recibir el ataque, sus ojos vieron las insignias del cuerpo y regimiento en la camisa del hombre; eran las mismas que lucían los asesinos de su esposa y su gente, los que le habían despojado de su hogar y de su felicidad.
Fue una bestia salvaje cuya dentadura se cerró en el hombro del tudesco; una bestia salvaje cuyas garras buscaron aquel gordo cuello. Y entonces los chicos del 2° Regimiento rodesiano vieron aquello que perduraría para siempre en su memoria. Vieron al gigantesco hombre-mono levantar al corpulento alemán del suelo y zarandearlo como haría un gato con un ratón, como Sabor, la leona, hacía a veces con su presa. Vieron los ojos del tudesco que se desorbitaban horrorizados mientras en vano golpeaba con sus inútiles manos el masivo pecho y la cabeza de su atacante. De pronto vieron que Tarzán le daba la vuelta al hombre y colocaba una rodilla en medio de su espalda y un brazo en torno a su cuello, doblando sus hombros lentamente hacia atrás. Las rodillas del alemán cedieron y se desplomó sobre ellas; pero aquella irresistible fuerza aún le doblaba más y más. Gritó de dolor unos instantes; luego se oyó un chasquido y Tarzán arrojó a un lado una cosa inerte y sin vida.