En un rincón del hotel, en una habitación de la parte posterior, las cortinas estaban corridas; pero oyó voces dentro y enseguida vio una figura recortada momentáneamente tras la cortina. Le pareció que era la figura de una mujer; pero desapareció tan deprisa que no podía estar seguro. Tarzán se acercó con sigilo a la ventana y escuchó. Sí, había una mujer y un hombre; oyó claramente los tonos de voz aunque no entendía las palabras, ya que daba la impresión de que hablaban en susurros.
La habitación contigua se hallaba a oscuras. Tarzán probó la ventana y descubrió que no tenía el cerrojo echado. Dentro todo estaba en silencio. Subió el marco corredizo de la ventana y volvió a escuchar; todo seguía en silencio. Pasó una pierna por encima del alféizar y se deslizó dentro, mirando apresuradamente alrededor. La habitación estaba vacía. Cruzó hasta la puerta y la abrió; luego, atisbó en el pasillo. Tampoco allí había nadie; salió y se acercó a la puerta de la habitación contigua donde se encontraban el hombre y la mujer.
Se pegó a la puerta y escuchó. Ahora distinguía las palabras, pues los dos habían alzado la voz como si discutieran. Estaba hablando la mujer.
—He traído el medallón —dijo—, como habíamos acordado tú, yo y el general Kraut, como identificación mía. No traigo otras credenciales. Esto iba a ser suficiente. Usted no tenía más que entregarme los papeles y dejarme marchar.
El hombre respondió en voz tan baja que Tarzán no captó las palabras y luego la mujer volvió a hablar, con una nota de desdén y quizá un poco de miedo en su voz.
—No se atrevería, capitán Schneider —dijo, y añadió—: ¡No me toque! ¡Quíteme las manos de encima!
Fue entonces cuando Tarzán de los Monos abrió la puerta y entró en la habitación. Lo que vio fue un corpulento oficial alemán rodeando con un brazo la cintura de fräulein Kircher y empujándole la cabeza hacia atrás con una mano en la frente intentando besarla en la boca. La muchacha forcejeaba para librarse de ese bruto; pero sus esfuerzos eran vanos. Poco a poco los labios del hombre se iban acercando a los de ella y despacio, paso a paso, era arrastrada hacia atrás.
Schneider oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba detrás de él y se volvió. Al ver a este extraño oficial soltó a la chica y se irguió.
—¿Qué significa esta intrusión, teniente? —preguntó al observar las charreteras del otro—. Salga de esta habitación inmediatamente.
Tarzán no emitió ninguna respuesta; pero los dos que estaban ante él oyeron un gruñido bajo que escapaba de aquellos labios firmes, un gruñido que provocó un estremecimiento por todo el cuerpo de la muchacha y una palidez en el rostro rubicundo del tudesco, y su mano a la pistola, pero cuando sacaba el arma ésta le fue arrebatada y arrojada por la ventana, atravesando la cortina, al jardincillo. Luego Tarzán se apoyó en la puerta y con gestos lentos se quitó la chaqueta del uniforme.
—Usted es el capitán Schneider —dijo al alemán.
—¿Qué pasa? —gruñó éste.
—Soy Tarzán de los Monos —respondió el hombre-mono—. Ahora ya sabe por qué me entrometo.
Los dos que se hallaban ante él vieron que no llevaba ropa debajo de la chaqueta, que arrojó al suelo, y luego se quitó rápidamente los pantalones y se quedó vestido sólo con su taparrabos. La muchacha también le había reconocido.
—Aparta tu mano de la pistola —le advirtió Tarzán. Ella dejó caer la mano a un lado—. ¡Ahora ven aquí!
Ella se acercó y Tarzán le quitó el arma y la tiró por la ventana como la anterior. Ante la mención de su nombre, Tarzán había observado la enfermiza palidez que cubrió las facciones del tudesco. Al fin había encontrado al hombre correcto. Al fin su compañera sería vengada, en parte; jamás lo sería por entero. La vida era demasiado corta y había demasiados alemanes.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Schneider.
—Pagarás por lo que hiciste en la pequeña cabaña de la región waziri —respondió el hombre-mono.
Schneider empezó a fanfarronear y amenazar. Tarzán se volvió, hizo girar la llave en la cerradura de la puerta y arrojó la llave por la ventana igual que había hecho con las pistolas. Entonces se volvió a la chica y dijo:
—Quítate de en medio —ordenó con voz baja—. Tarzán de los Monos va a matar.
El tudesco dejó de fanfarronear y empezó a suplicar.
—Tengo esposa e hijos en casa —exclamó—. No he hecho nada. Yo…
—Morirás como corresponde a los de tu clase —dijo Tarzán—, con sangre en las manos y una mentira en los labios.
Se dirigió hacia el corpulento capitán. Schneider era un hombre fornido y fuerte, casi de la altura del hombre-mono pero no tan robusto. Vio que ni las amenazas ni las súplicas le salvarían y por eso se preparó para pelear como una rata acorralada pelea por su vida con toda la furia maníaca, la astucia y la ferocidad que la primera ley de la naturaleza dicta a muchas bestias.
Bajó su cabeza de toro y embistió al hombre-mono, hasta que en el centro de la habitación chocaron los dos. Se quedaron pegados y balanceándose un momento hasta que Tarzán consiguió obligar a su contrincante a echarse hacia atrás sobre una mesa, que cayó al suelo con estrépito partida por el peso de los dos fuertes cuerpos.
La muchacha se quedó contemplando la pelea con los ojos desorbitados. Vio a los dos hombres rodando por el suelo y oyó con horror los gruñidos bajos que salían de los labios del gigante desnudo. Schneider intentaba llegar a la garganta de su enemigo con los dedos mientras, horror de los horrores, Bertha Kircher veía que el otro hombre buscaba la yugular del alemán ¡con los dientes!
Schneider pareció darse cuenta también de ello, pues redobló sus esfuerzos para escapar, y por fin logró rodar, ponerse sobre el hombre-mono y apartarse. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana; pero el hombre-mono era demasiado rápido para él y, antes de poder saltar por la ventana, una pesada mano cayó sobre su hombro y le empujó hacia atrás y le lanzó a la pared al otro lado de la habitación. Allí Tarzán le siguió, y una vez más unieron sus cuerpos, propinándose golpes terribles el uno al otro, hasta que Schneider, con una voz estridente, gritó:
—¡
Kamerad
!, ¡
kamerad
!
Tarzán agarró al hombre por la garganta y sacó su cuchillo de caza. Schneider tenía la espalda contra la pared, de modo que a pesar de que las rodillas le flaqueaban, el hombre-mono le mantenía erguido. Tarzán clavó la afilada punta en la parte inferior del abdomen del alemán.
—Así es como mataste a mi compañera —siseó con voz terrible—. ¡Así morirás tú!
La muchacha avanzó unos pasos vacilantes.
—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó—. Eso no. ¡Eres demasiado valiente, no puedes ser tan bestia!
Tarzán se volvió a ella.
—No —dijo—, tienes razón, no puedo hacerlo; yo no soy alemán —y levantó la punta de la hoja y la hundió en el corazón podrido de
Hauptmann
Fritz Schneider, poniendo un sangriento punto final al último grito jadeante del tudesco.
—¡Yo no lo hice! Ella no está…
Entonces Tarzán se volvió a la chica y le tendió la mano.
—Dame mi medallón —pidió.
Ella señaló hacia el oficial muerto.
—Lo tiene él.
Tarzán le registró y encontró lo que buscaba.
—Ahora dame los papeles —dijo a la muchacha, y sin decir una palabra ella le entregó un documento doblado.
Durante un largo rato él se quedó mirándola antes de volver a hablar.
—También he venido por ti —dijo—. Sería difícil sacarte de aquí y por eso iba a matarte, como he jurado matar a todos los de tu especie; pero tenías razón cuando dijiste que yo no era tan bestia como este asesino de mujeres. No he sido capaz de matarle como él mató a la mía, ni puedo matarte a ti, que eres mujer.
Cruzó la habitación hasta la ventana, levantó el marco corredizo de la ventana y un instante después salió y desapareció en la noche. Y entonces Fräulein Bertha Kircher se apresuró a acercarse al cadáver que yacía en el suelo, metió la mano en el interior de la camisa y sacó un fajo de papeles que se metió en la cintura antes de acercarse a la ventana a pedir auxilio.
Sobre él se erguía el enorme león
CUANDO LA SANGRE HABLÓ
Tarzán de los monos estaba disgustado. Había tenido a la espía alemana, Bertha Kircher, en su poder y la había dejado ilesa. Cierto es que mató al capitán Fritz Schneider, que aquel subteniente Von Goss murió en sus manos, y que se había vengado de los hombres de la compañía alemana que habían asesinado, saqueado y violado en la cabaña de Tarzán en la región waziri. Aún quedaba otro oficial al que despachar; pero no lo encontraba. Era el teniente Obergatz, al que aún buscaba en vano, pues lo último que había sabido era que el hombre fue enviado a alguna misión especial; si en África o en Europa, el informador de Tarzán o no lo sabía o no lo quería divulgar.
Pero el hecho de que hubiera permitido que el sentimiento detuviera su mano, cuando tan fácilmente pudo quitar a Bertha Kircher de en medio en el hotel de Wilhelmstal aquella noche, aún le dolía al hombre-mono. Estaba avergonzado de su debilidad, y cuando entregó al jefe del estado mayor británico el papel que le dio ella, aun cuando la información que contenía permitía a los británicos frustrar un ataque de flanco alemán, seguía muy insatisfecho consigo mismo. Y posiblemente la raíz de su insatisfacción radicara en el hecho de que se daba cuenta de que si volvía a tener la misma oportunidad, también le resultaría imposible matar a una mujer.
Tarzán atribuía su debilidad, como él lo consideraba, a su asociación con las influencias afeminadoras de la civilización, pues en el fondo de su corazón salvaje despreciaba la civilización y a sus representantes: los hombres y mujeres de los países civilizados del mundo. Siempre estaba comparando sus debilidades, sus vicios, sus hipocresías y sus pequeñas vanidades con las maneras francas y primitivas de sus feroces compañeros de la jungla, y al mismo tiempo, en ese mismo gran corazón luchaban estas fuerzas con otra fuerza: el amor de Tarzán y la lealtad hacia sus amigos del mundo civilizado.
Al hombre-mono, criado por bestias salvajes entre bestias salvajes, le costaba hacer amigos. Los conocidos los contaba por centenares; pero de amigos tenía pocos. Habría muerto por ellos como sin duda ellos habrían muerto por él; pero ninguno de ellos se hallaba peleando con las fuerzas británicas en África oriental, y por eso, asqueado y disgustado por la visión del hombre librando su cruel e inhumana guerra, Tarzán decidió prestar oídos a la insistente llamada de la remota jungla de su juventud, pues ahora los alemanes huían y la guerra en África oriental estaban tan cerca de su final, que comprendió que sus servicios serían de poco valor.
Como nunca prestó juramento al servicio del rey de forma regular, no estaba obligado a quedarse ahora que estaba exonerado de la obligación moral, y por eso desapareció del campamento británico tan misteriosamente como había aparecido unos meses antes.
En más de una ocasión Tarzán abandonó a la vida primitiva para volver a la civilización sólo por el amor que profesaba a su compañera, pero ahora que ella no estaba le parecía que esta vez se había deshecho para siempre del acoso del hombre, y que debía vivir y morir como bestia entre las bestias, del mismo modo que había vivido de la infancia a la madurez.
Entre él y su destino se extendía una tierra virgen impenetrable de salvajismo primitivo intacto donde, sin duda, en muchos lugares el suyo sería el primer pie humano en pisarla. Tampoco esta perspectiva desalentó al tarmangani; más bien le resultó un acicate y un estímulo, pues por sus venas corría aquella noble sangre que ha hecho habitable para el hombre la mayor parte de la superficie de la tierra.
La cuestión de la comida y el agua, que se habría destacado en la mente de cualquier hombre corriente que examinara la posibilidad de semejante excursión, preocupaba poco a Tarzán. La tierra salvaje era su medio natural y la vida del bosque inherente a él como la respiración. Igual que otros animales de la jungla, era capaz de percibir la presencia de agua desde una gran distancia y, donde usted o yo nos moriríamos de sed, el hombre-mono elegiría sin error el lugar exacto en el que cavar y encontrar agua.
Durante varios días Tarzán cruzó una región rica en caza y cursos de agua. Se movía lentamente, cazando y pescando, y confraternizando o discutiendo con otros habitantes salvajes de la jungla. Ahora era el pequeño Manu, el mono, el que parloteaba con el poderoso tarmangani y a renglón seguido le avisaba de que Histah, la serpiente, se hallaba enroscada en la alta hierba de delante. Tarzán preguntó a Manu por los grandes simios —los mangani— y le informó de que pocos habitaban esta parte de la jungla, y que incluso éstos se hallaban cazando más lejos, en el norte, en esta época del año.
—Pero está Bolgani —dijo Manu—. ¿Te gustaría ver a Bolgani?
El tono de Manu era burlón y despreciativo, y Tarzán sabía que era porque el pequeño Manu creía que todas las criaturas temían al poderoso Bolgani, el gorila. Tarzán arqueó su ancho pecho y se lo golpeó con el puño apretado.
—Soy Tarzán —exclamó—. Cuando Tarzán aún era un
balu
mató a un Bolgani. Tarzán busca a los mangani, que son sus hermanos, pero a Bolgani no lo busca, así que deja que Bolgani se mantenga lejos de Tarzán.
El pequeño Manu, el mono, estaba muy impresionado, pues la actitud de la jungla es alardear y creer. Fue entonces cuando condescendió en continuar hablando más a Tarzán de los mangan.