—Van por allí y allí y allí —dijo, haciendo un gesto amplio con una mano de color marrón hacia el norte, el oeste y el sur—. Pues allí —y señaló hacia el oeste— hay mucha caza; pero en medio está un gran lugar donde no hay comida ni agua, o sea que tienen que ir por allí —y volvió a señalar el semicírculo que explicaba a Tarzán el gran rodeo que los simios dan para llegar al terreno de caza situado al oeste.
Esto les iba bien a los mangan, que son perezosos y no les gusta moverse deprisa; pero para Tarzán el camino recto sería el mejor. Cruzaría la región seca y llegaría a la zona de buena caza en una tercera parte del tiempo que tardaría si iba hasta el norte y volvía atrás en círculo. Y así fue como prosiguió camino hacia el oeste, y al cruzar una cadena de montes bajos apareció a la vista una amplia meseta, desolada y sembrada de rocas. A lo lejos vio otra cadena montañosa detrás de la cual suponía que se encontraba la zona de caza de los mangan. Allí se uniría a ellos y permanecería un tiempo, antes de proseguir hacia la costa y la pequeña cabaña que su padre había construido junto al puerto cercado de tierra, en el borde de la jungla.
Tarzán tenía muchos planes. Reconstruiría y ampliaría la cabaña donde nació, construiría almacenes donde haría que los simios guardaran comida cuando fuera abundante para los tiempos en que era escasa, algo que un simio jamás había soñado con hacer. La tribu permanecería siempre en la localidad y él volvería a ser rey como había sido en el pasado. Intentaría enseñarles algunas de las mejores cosas que aprendió de los hombres, aunque, como conocía la mente de los simios como sólo Tarzán podía hacerlo, temía que sus esfuerzos resultaran inútiles.
El hombre-mono encontró la región que estaba atravesando dura en extremo, la más dura con que jamás había tropezado. La meseta estaba cortada por frecuentes cañones cuyo paso a menudo significaba horas de agotador esfuerzo. La vegetación era escasa y de un color tostado descolorido que otorgaba a todo el panorama un aspecto de lo más deprimente. Había grandes rocas esparcidas en todas direcciones en todo lo que la vista abarcaba, parcialmente incrustadas en un polvo que a cada paso formaba nubes alrededor de Tarzán.
Durante todo un día Tarzán avanzó por esta tierra ahora odiosa, y al ponerse el sol las distantes montañas al oeste parecían no estar más próximas que por la mañana. En ningún momento había visto el hombre mono una señal de cosa viva, aparte de Ska, aquel pájaro de mal agüero, que le siguió incansable desde que penetró en esta agostada tierra baldía.
Ni la más pequeña alimaña comestible había puesto de manifiesto que allí existiese vida de ninguna clase, y fue un Tarzán hambriento y sediento el que se tumbó para reposar al atardecer. Decidió ahora seguir durante el fresco de la noche, pues se percató de que incluso el poderoso Tarzán tenía sus limitaciones, que donde no había comida nadie podía comer y donde no había agua ni el mayor conocedor del bosque podía encontrarla. Era una experiencia totalmente nueva para Tarzán encontrar una tierra tan estéril y terrible en su amada África. Incluso el Sáhara tenía sus oasis; pero este terrible mundo no daba indicación alguna de contener un metro cuadrado de terreno hospitalario.
Sin embargo, no tenía ninguna duda respecto a que lograría llegar a la asombrosa región de la que le habló el pequeño Manu, aunque era seguro que lo haría con la piel seca y el estómago vacío. Y por eso siguió adelante hasta que amaneció, cuando volvió a sentir la necesidad de descansar. Se hallaba en el borde de otro de aquellos terribles cañones, el octavo que había cruzado, cuyos escarpados costados someterían a un esfuerzo agotador a cualquier hombre no cansado y bien fortalecido por la comida y el agua, y por primera vez, al mirar hacia el abismo y luego el lado opuesto que debía escalar, las dudas empezaron a asaltarle.
No temía a la muerte; con el recuerdo de su compañera asesinada aún fresco en su memoria casi la cortejaba, aunque en su fuero interno estaba el primitivo instinto de la auto-conservación, la fuerza vital batalladora que le mantendría activo peleando con el Gran Segador hasta que, peleando hasta el final, fuese vencido por un poder superior.
Una sombra oscilaba lentamente en el suelo a su lado, y al levantar la mirada, el hombre-mono vio a Ska, el buitre, volando en círculos sobre él. El siniestro y persistente heraldo del mal despertó en el hombre una renovada determinación. Se puso en pie y se aproximó al borde del cañón, y entonces se dio la vuelta, con el rostro vuelto hacia el ave de presa, y bramó al aire el reto del simio macho.
—Soy Tarzán —gritó—, Señor de la Jungla. Tarzán de los Monos no es para Ska, carroñero. Vete a la guarida de Dango y aliméntate de las sobras de las hienas, pues Tarzán no dejará huesos para Ska en este vacío desierto de muerte.
Pero antes de llegar al fondo del cañón, se vio obligado de nuevo a darse cuenta de que su gran fuerza estaba menguando, y cuando se dejó caer exhausto al pie del acantilado y vio ante él la pared opuesta que tenía que escalar, mostró sus colmillos de combate y emitió un gruñido. Durante una hora permaneció tumbado en la fresca sombra, al pie del acantilado. Alrededor reinaba un absoluto silencio, el silencio de una tumba. Ningún aleteo de pájaro, ningún zumbido de insecto, ningún arrastrarse de reptil aliviaba aquella quietud mortal. Éste era realmente el valle de la muerte. Sintió la deprimente influencia de aquel horrible lugar asentándose en él; pero se puso en pie vacilante, sacudiéndose como un gran león, pues ¿no era aún Tarzán, el poderoso Tarzán de los Monos? Sí, y Tarzán el poderoso sería hasta el último latido de aquel corazón salvaje.
Cuando cruzaba el fondo del cañón vio algo que yacía cerca de la base de la pared lateral a la que se aproximaba; algo que destacaba en desconcertante contraste con todo lo que lo rodeaba y, sin embargo, parecía formar parte del lúgubre escenario de tal modo que sugería un actor en medio de un escenario y, como para llevar a cabo la alegoría, los inclementes rayos del llameante Kudu coronaban el risco oriental, iluminando lo que yacía a los pies de la pared occidental como un gigantesco foco de luz.
Cuando se acercó Tarzán vio el cráneo y los huesos blanqueados de un ser humano a cuyo alrededor se encontraban la ropa y el equipamiento que, al examinarlos, llenaron al hombre-mono de curiosidad hasta tal punto que por un momento olvidó la difícil situación en que él mismo se encontraba, absorto en la contemplación de la notable historia que sugerían estas mudas pruebas de una tragedia ocurrida mucho tiempo atrás.
Los huesos se hallaban en bastante buen estado de conservación, lo que parecía indicar que la carne fue arrancada de ellos por buitres, ya que ninguno estaba roto; pero las piezas del equipo daban la impresión de ser muy antiguas. En este lugar protegido donde no se producían heladas y evidentemente llovía muy poco, los huesos podrían permanecer allí durante siglos sin desintegrarse, pues no había otras fuerzas que los desparramaran o los tocaran.
Cerca del esqueleto se encontraba un casco de latón trabajado y un peto de acero corroído, mientras a un lado había una espada recta en su vaina y un antiguo arcabuz. Los huesos correspondían a un hombre corpulento; Tarzán sabía que debió ser un hombre de extraordinaria fuerza y vitalidad para haberse adentrado tanto en los peligros de África con aquel armamento pesado pero, al mismo tiempo, inútil.
El hombre-mono sintió una profunda admiración por este aventurero anónimo de tiempos pasados. ¡Qué bruto debió ser y qué gloriosa historia de batalla y vicisitudes caleidoscópicas de la fortuna debió de encerrar en otro tiempo aquel cráneo emblanquecido! Tarzán se inclinó para examinar los jirones de ropa que aún quedaban junto a los huesos. Cada partícula de cuero había desaparecido, sin duda comida por Ska. No quedaban botas, si es que el hombre las había calzado, pero había varias hebillas diseminadas alrededor, lo que sugería que una gran parte de sus arreos debían de ser de cuero, mientras justo debajo de los huesos de una mano se hallaba un cilindro de metal de unos veinte centímetros de largo y cinco de diámetro. Cuando Tarzán lo cogió vio que en otra época estuvo lacado y resistió los estragos del tiempo tan bien como para encontrarse en un estado de conservación tan perfecto entonces como cuando su propietario cayó en su último y largo sueño, quizá siglos atrás.
Mientras lo examinaba descubrió que un extremo estaba cerrado con una tapa de fricción que al desenroscarla un poco pronto se aflojó y salió, revelando en su interior un rollo de pergamino que el hombre-mono sacó y abrió, desvelando un número de hojas amarillentas por el tiempo y escritas con letra elegante en una lengua que supuso sería español, pero que no sabía descifrar. En la última hoja había dibujado un tosco mapa con numerosos puntos de referencia señalados en él, todo ello ininteligible para Tarzán, quien, tras un breve examen de los papeles, volvió a meterlos en su caja de metal, tapó ésta Y estaba a punto de tirar el pequeño cilindro al suelo junto a los mudos restos de su antiguo poseedor, cuando un destello de curiosidad insatisfecha le incitó a meterlo en su carcaj, con las flechas, aunque lo hizo con el macabro pensamiento de que posiblemente al cabo de varios siglos volvería a aparecer a la vista del hombre al lado de sus propios huesos blanqueados.
Y entonces, con una mirada de despedida al antiguo esqueleto, volvió a la tarea de ascender la pared occidental del cañón. Lentamente, y con muchos descansos, arrastró su debilitado cuerpo hacia arriba. Una y otra vez resbalaba por puro agotamiento y no cayó lecho del cañón por la pura casualidad. Cuánto tardaría en escalar aquella terrible pared no podía saberlo, y cuando por fin se arrastró sobre la cima fue para yacer débil y jadeante, demasiado agotado para levantarse o incluso para apartarse unos centímetros del peligroso borde del abismo.
Al fin se levantó, muy despacio, y con evidente esfuerzo, poniéndose primero de rodillas y luego, vacilante, de pie; sin embargo, su indomable voluntad quedó demostrada con un repentino enderezamiento de los hombros y una decidida sacudida de la cabeza mientras avanzaba con piernas inseguras para emprender su valiente lucha por la supervivencia. Examinó el abrupto paisaje que se extendía al frente en busca de señales de otro cañón que sabía que no presagiaría nada bueno. Las colinas occidentales se elevaban ahora más cerca aunque de un modo extrañamente irreal, pues parecían bailar a la luz del sol como si se burlaran de él con su proximidad en el momento en que el agotamiento estaba a punto de hacérselas inalcanzables para siempre.
Detrás de ellas sabía que debían de encontrarse las fértiles tierras de caza de las que Manu le habló. Aun en el caso de que no existiera cañón alguno, sus posibilidades de ascender montañas aunque fueran bajas parecía remota, si es que lograba llegar a su base; pero con otro cañón no había esperanzas. Ska seguía sobrevolándole en círculos, y al hombre-mono le pareció que el pájaro de mal agüero se cernía cada vez más abajo, como si leyera en aquel paso vacilante la proximidad del fin, y a través de los labios resecos y cortados Tarzán lanzó un gruñido de desafío.
Kilómetro tras kilómetro Tarzán de los Monos fue avanzando lentamente, impulsado por la pura fuerza de voluntad donde un hombre inferior se habría tumbado para morir y descansar para siempre sus cansados músculos, cada uno de cuyos movimientos resultaba un esfuerzo agotador; pero al fin su avance se hizo prácticamente mecánico; iba dando traspiés con la mente confusa reaccionando aturdida a un solo estímulo: ¡adelante, adelante, adelante! Las colinas ahora no eran más que un contorno borroso. A veces olvidaba que eran colinas, y volvía a preguntarse por qué debía seguir para siempre toda esta tortura empeñándose en llegar a ellas… las huidizas colinas. Entonces empezó a odiarlas y se formó en su cerebro medio delirante la alucinación de que las colinas eran colinas alemanas, que habían asesinado a alguien que le era querido a él, a quien no lograba recordar, y que las estaba persiguiendo para matarlas.
Esta idea, que iba cobrando forma, pareció darle fuerzas, un nuevo y tonificante objetivo, por lo que por un rato no se tambaleó sino que avanzó en línea recta con la cabeza erguida. Una vez tropezó y se Cayó, y cuando intentó levantarse descubrió que no Podía hacerlo, que su fuerza había desaparecido, y sólo pudo arrastrarse sobre las manos y las rodillas unos metros antes de desplomarse de nuevo para descansar.
Fue durante uno de estos frecuentes períodos de absoluto agotamiento cuando oyó el tétrico aleteo cerca de él. Con la fuerza que le quedaba se volvió sobre su espalda y vio a Ska remontar el vuelo rápidamente. Ante esta visión la mente de Tarzán se aclaró un momento.
«¿Está tan cerca el final? —pensó—. ¿Sabe Ska que estoy tan cerca del fin que se atreve a descender para posarse sobre mi cuerpo?». Y aun entonces una torva sonrisa asomó a esos labios hinchados, como si a la mente salvaje acudiera un pensamiento súbito: la astucia de la bestia salvaje en el límite. Cerró los ojos y puso un brazo sobre ellos para protegerlos del potente pico de Ska y luego permaneció muy quieto y esperó.
Era descansado estar allí tumbado, pues el sol ahora quedaba oscurecido por las nubes y Tarzán estaba muy cansado. Temió quedarse dormido y algo le indicó que si lo hacía jamás despertaría, y por eso concentró todas las fuerzas que le quedaban en el único pensamiento de permanecer despierto. Ni un músculo se movía; para Ska, que volaba en círculos en lo alto, resultó evidente que el final había llegado, que por fin su larga vigilia se vería recompensada.
Volando despacio se fue acercando poco a poco al hombre moribundo. ¿Por qué no se movía Tarzán? ¿En verdad había sido vencido por el sueño del agotamiento, o Ska estaba en lo cierto… Y la muerte por fin reclamaba aquel poderoso cuerpo? ¿Aquel corazón salvaje se había callado para siempre? Es impensable.
Ska, lleno de recelos, volaba en círculos con cautela. Dos veces estuvo a punto de posarse en el fuerte pecho desnudo sólo para echar a volar enseguida; pero la tercera vez sus garras rozaron la piel morena. Fue como si el contacto cerrara un circuito eléctrico que al instante revitalizó aquella callada figura que permaneció inmóvil tanto rato. Una mano morena bajó desde la frente y, antes de que Ska pudiera levantar un ala para echar a volar, se encontraba en las garras de su supuesta víctima.
Ska forcejeó, pero no podía vencer ni siquiera a un Tarzán moribundo, y un momento más tarde los dientes del hombre-mono se cerraron sobre el carroñero. La carne era áspera, dura y emitía un desagradable olor y tenía un gusto peor; pero era comida y la sangre era bebida, y Tarzán era sólo un simio de corazón y un simio a punto de morir por añadidura, de morir de hambre y de sed.