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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (30 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Había consumido una parte de su pieza cuando de pronto advirtió un movimiento en los matorrales, a poca distancia de donde él se encontraba y a favor del viento, y un instante después su olfato captó el olor de Numa procedente de la dirección opuesta, y entonces a ambos lados percibió la caída de unas patas almohadilladas y el roce de unos cuerpos contra ramas hojosas. El hombre-mono sonrió. Qué estúpida criatura le consideraban, si creían que unos torpes perseguidores como estos le sorprenderían. Poco a poco, los ruidos y olores indicaron que los leones se iban acercando a él en todas direcciones, que se hallaba en el centro de un círculo de bestias que iban convergiendo. Era evidente que estaban tan seguros de su presa que no hacían ningún esfuerzo por mostrarse cautos, pues oía el ruido de las ramitas que crujían bajo sus patas y el roce de sus cuerpos contra la vegetación entre la que se abrían paso.

Se preguntó qué les habría llevado hasta allí. No parecía razonable creer que los gritos de las aves y los monos les hubieran convocado, y sin embargo, si no había sido así, se trataba en verdad de una notable coincidencia. Su criterio le indicó que en esta selva que hervía de aves la muerte de un solo pájaro no podía ser suficiente motivo para que se produjera aquello. Aun a pesar de la razón y la experiencia se dio cuenta de que todo el asunto le dejaba perplejo.

Se quedó en el centro del sendero esperando la llegada de los leones y preguntándose cuál sería su método de ataque o si en realidad atacarían. Luego apareció a la vista un león con cabellera en el sendero. Al verle, el león se detuvo. La bestia era similar a las que le habían atacado anteriormente ese mismo día, un poco más grande y un poco más oscuro que los leones de su jungla nativa, pero ninguno tan grande ni tan negro como el Numa del foso.

Luego distinguió los contornos de otros leones en los matorrales de alrededor y entre los árboles. Cada uno de ellos se detuvo cuando estuvo a la vista del hombre-mono y se quedaron mirándole en silencio. Tarzán se preguntó cuánto rato tardarían en atacar, y mientras esperaba siguió comiendo, aunque con todos los sentidos en constante alerta.

Uno a uno los leones se fueron tumbando, pero siempre con sus ojos fijos en él. No habían emitido ningún gruñido ni ningún rugido; se habían limitado a trazar un círculo silencioso en torno a él. Todo era absolutamente distinto a lo que Tarzán siempre había visto hacer a los leones, y le irritó tanto que al finalizar su comida empezó a efectuar comentarios insultantes a los leones, siguiendo la costumbre que aprendió de los simios en su infancia.

—Dango, comedor de carroña —les gritó, y los comparó de la forma más poco favorable a Histah, la serpiente, la criatura más odiada y repulsiva de la jungla. Después les arrojó puñados de tierra y trozos de ramitas rotas; los leones gruñeron y le enseñaron los colmillos, pero ninguno de ellos avanzó.

—Cobardes —prosiguió Tarzán—. Numa con el corazón de Bara, el ciervo.

Les dijo quién era, y a la manera de los habitantes de la jungla, se jactó de las horribles cosas que les haría, pero los leones siguieron tumbados, observándole.

Debió de ser una hora después de llegar cuando Tarzán captó a los lejos, en el sendero, el ruido de pasos que se aproximaban. Eran las pisadas de una criatura que andaba sobre dos piernas, y aunque Tarzán no captaba ningún rastro de olor procedente de esa dirección, sabía que se acercaba un hombre. Tampoco tuvo que esperar mucho para ver confirmada su opinión por la aparición de un hombre que se detuvo en el sendero justo detrás del primer león que Tarzán había visto.

Al ver el recién llegado, el hombre-mono comprendió que se trataba de un hombre similar a ése el que había emitido el rastro de olor desconocido que detectó la noche anterior, y vio que el hombre no sólo era distinto a los otros seres humanos que Tarzán conocía en la cuestión del olor.

El tipo tenía una complexión fuerte y la piel de un aspecto correoso, como pergamino amarillento por el tiempo. El pelo, negro como el carbón y de unos ocho o diez centímetros de largo, le crecía tieso formando ángulo recto con el cráneo. Tenía los ojos juntos y los iris de un negro profundo y muy pequeños, de modo que el blanco de los ojos destacaba alrededor. El rostro del hombre era liso salvo por unos pelos dispersos en la barbilla y sobre el labio superior. La nariz era aguileña y delgada, pero el pelo le crecía tan abajo en la frente, que sugería un tipo brutal y muy inferior. El labio superior era corto y fino, mientras que el inferior era bastante grueso y con tendencia a colgar, y la barbilla era igualmente débil. En conjunto, el rostro sugería un semblante en tiempos fuerte y bello completamente alterado por la violencia física o por hábitos y pensamientos envilecidos. Los brazos del hombre eran largos, aunque no de modo anormal, mientras sus piernas eran cortas aunque rectas.

Iba vestido con una ajustada prenda inferior y una túnica ancha y sin mangas que le llegaba hasta la cadera, mientras sus pies iban calzados con sandalias de suela blanda, cuyos cordones se extendían casi hasta las rodillas, muy semejantes a unas polainas militares modernas. Portaba una lanza corta y gruesa, y al costado le colgaba un arma que al principio desconcertó tanto al hombre-mono que apenas podía dar crédito a lo que sus sentidos le indicaban: un pesado sable en una vaina de cuero. La túnica del hombre parecía fabricada en un telar; era evidente que no estaba hecha de pieles, mientras que las prendas que le cubrían las piernas estaban hechas de pellejos de roedores.

Tarzán observó la absoluta despreocupación con la que el hombre se acercó a los leones, y la igual indiferencia de Numa hacia él. El tipo se detuvo un momento como si evaluara al hombre-mono y después pasó entre los leones, rozando su piel tostada al avanzar.

El hombre se paró a unos seis metros de Tarzán y se dirigió a él en una jerga extraña, ninguna sílaba de la cual resultó inteligible al tarmangani. Sus gestos indicaban numerosas referencias a los leones que les rodeaban, y una vez tocó su lanza con el dedo índice de la mano izquierda y dos veces se golpeó el sable que llevaba a la cadera.

Mientras hablaba, Tarzán examinó al tipo con atención, y una extraña convicción se le grabó en la mente: el hombre que se dirigía a él era lo que sólo podría ser descrito como un maníaco racional. Cuando ese pensamiento acudió al hombre-mono, éste no pudo por menos de sonreír, tan paradójica le parecía la descripción. Sin embargo, un examen más detenido de las facciones del hombre, de su porte y del contorno de su cabeza, le aseguraron de un modo casi incontrovertible que se trataba de un loco, mientras que el tono de voz y sus gestos semejaban los de un mortal cuerdo e inteligente.

El hombre concluyó su discurso y esperó con aire interrogativo la respuesta de Tarzán. El hombre-mono habló primero en el lenguaje de los grandes simios, pero pronto vio que las palabras no convencían a su oyente. Luego, con igual resultado, probó varios dialectos nativos, pero a ninguno de ellos respondió el hombre.

Tarzán empezó a perder la paciencia. Ya había perdido mucho tiempo, y como nunca dependió mucho del habla para cumplir con sus objetivos, ahora alzó su lanza y avanzó hacia el otro. Esto, evidentemente, era un lenguaje común a ambos, pues al instante el tipo levantó su propia arma y al mismo tiempo surgió de sus labios una llamada baja, una llamada que de inmediato incitó a la acción a todos los leones del círculo, hasta entonces silencioso. Una serie de rugidos quebraron el silencio de la selva y simultáneamente aparecieron leones por todos lados; el círculo se fue cerrando con rapidez en torno a su presa. El hombre que los había llamado retrocedió, enseñando los dientes en una sonrisa sin alegría.

Fue entonces cuando Tarzán observó por primera vez que los caninos superiores de aquel tipo eran inusualmente largos y extremadamente afilados. Fue sólo un breve vislumbre que obtuvo cuando saltó ágilmente a tierra y, para consternación de los leones y de su amo, desapareció en el follaje del terraplén inferior, gritando por encima del hombro mientras se alejaba saltando rápidamente:

—Soy Tarzán de los Monos; poderoso cazador; ¡poderoso luchador! ¡Nadie en la jungla es más poderoso, nadie es más astuto que Tarzán!

A poca distancia del punto en el que le habían rodeado, Tarzán encontró de nuevo el sendero y buscó el rastro de Bertha Kircher y del teniente Smith-Oldwick. Pronto los encontró y prosiguió su búsqueda. El rastro le llegó directamente del sendero durante cerca de un kilómetro hasta que, de pronto, el camino desembocó a una extensión de tierra abierta, y ante la atónita mirada del hombre-mono aparecieron las cúpulas y los minaretes de una ciudad amurallada.

En la pared más próxima Tarzán vio una entrada con un arco bajo a la que conducía un sendero trillado que salia del que él había seguido. En el espacio abierto entre la selva y las murallas de la ciudad, crecía una gran cantidad de vegetación ajardinada, mientras a sus pies, en una zanja abierta por el hombre ¡discurría una corriente de agua! Las plantas del jardín estaban plantadas en hileras simétricas, espaciadas, y parecían recibir una excelente atención y cultivo. Entre las hileras corrían diminutas corrientes de agua procedentes de la zanja principal, y a cierta distancia, a su derecha, vislumbró gente que trabajaba entre las plantas.

La muralla de la ciudad parecía tener unos nueve metros de altura y su superficie enlucida estaba intacta salvo por alguna ocasional tronera. Más allá de la muralla, las cúpulas de varias estructuras y numerosos minaretes se erguían en la línea del cielo de la ciudad. La cúpula central, la de mayor tamaño, parecía de color dorado, mientras que las otras eran rojas, azules o amarillas. La arquitectura de la muralla era de una gran simplicidad. Era de un tono crema y daba la impresión de estar enlucida y pintada. En su base había una hilera de arbustos bien cuidados y, a cierta distancia, en su extremo oriental, estaba cubierta de parra hasta arriba.

De pie en la sombra del sendero, absorbiendo con la vista todos los detalles del panorama que se extendía ante él, se dio cuenta de que se aproximaba un grupo por detrás y le llegó el olor del hombre y los leones de quienes tan fácilmente había escapado. Tarzán se subió a los árboles y recorrió una corta distancia hacia el oeste y, cuando encontró una horcajadura cómoda en la linde de la selva, donde podía vigilar el sendero que discurría a través de los jardines y llegaba a la puerta de la ciudad, esperó el regreso de sus capturadores. En cuanto llegaron, el extraño hombre y la manada de grandes leones se movieron como perros por el sendero de los jardines hasta la puerta.

Allí el hombre dio unos golpes en la puerta con la punta de su lanza, y cuando se abrió como respuesta a su señal entró con sus leones. Tras la puerta abierta, Tarzán, desde su distante punto de observación, no captó más que un fugaz destello de vida en el interior de la ciudad, lo suficiente para indicarle que había otras criaturas humanas que habitaban allí, y entonces la puerta se cerró.

A través de esa puerta supo que la muchacha y el hombre a quien quería socorrer habían sido llevados a la ciudad. Qué destino les aguardaba o si ya se había cumplido, él no podía ni siquiera adivinarlo, ni podía saber si se hallaban encarcelados en el interior de aquella imponente muralla. Pero de una cosa estaba seguro: si tenía que ayudarles, no podía hacerlo desde el exterior. Antes debía entrar en la ciudad, y, una vez dentro, sus aguzados sentidos le revelarían al fin el paradero de aquellos a quienes buscaba.

El sol bajo arrojaba largas sombras sobre los jardines donde Tarzán vio a los trabajadores que regresaban del campo oriental. Primero iba un hombre que se acercó y bajó unas pequeñas puertas que había en la larga zanja llena de agua, y cerró el paso de la corriente que antes discurría entre las hileras de plantas; detrás de él llegaron otros hombres cargados con verduras frescas en grandes cestas sobre los hombros. Tarzán no se había dado cuenta de que hubiera tantos hombres trabajando en el campo, pero ahora, sentado al atardecer, vio una procesión que venía del este, con las herramientas y los productos, para entrar en la ciudad.

Y luego, para obtener una mejor panorámica, el hombre-mono ascendió a las ramas más altas de un gran árbol desde donde dominaba la pared más próxima. Desde este punto de observación vio que la ciudad era larga y estrecha, y que aunque las murallas exteriores formaban un rectángulo perfecto, las calles de su interior eran tortuosas. Hacia el centro de la ciudad parecía haber un edificio bajo, de color blanco, en torno al cual se habían construido los edificios más grandes de la ciudad, y aquí, a la luz cada vez más escasa del crepúsculo, le pareció a Tarzán que entre dos edificios vislumbraba el centelleo de agua, pero no estaba seguro de ello. Su experiencia de los centros de la civilización le inclinaban de forma natural a creer que esta área central era una plaza en torno a la cual se agrupaban los edificios más grandes, y que allí seria el lugar más lógico donde buscar antes a Bertha Kircher y su compañero.

El sol se puso y la oscuridad pronto envolvió la ciudad, una oscuridad acentuada para el hombre-mono y no aliviada por las luces artificiales que de inmediato aparecieron en muchas de las ventanas que le eran visibles. Tarzán había reparado en que los tejados de la mayoría de edificios eran planos, con las únicas excepciones de los que él imaginaba que eran estructuras públicas más pretenciosas. Cómo había llegado a existir esta ciudad en esta parte olvidada del África inexplorada, Tarzán no podía concebirlo. Él comprendía mejor que nadie algo de los secretos no resueltos del Gran Continente Oscuro, enormes áreas del cual aún no habían sido tocadas por el hombre civilizado. Sin embargo, apenas podía creer que una ciudad de este tamaño y aparentemente tan bien construida pudiera existir durante las generaciones que debía de haber allí, sin intercambios con el mundo exterior. Aunque estaba rodeada por un desierto impenetrable, como él sabía, no podía concebir que allí nacieran y murieran generación tras generación de hombres sin intentar resolver los misterios del mundo que se extendía más allá de los confines de su pequeño valle. ¡Y no obstante allí estaba la ciudad, rodeada de tierra cultivada y llena de gente!

Al llegar la noche estallaron en toda la jungla los gritos de los grandes felinos, la voz de Numa mezclada con la de Sheeta, y los retumbantes rugidos de los grandes machos que reverberaban en la selva hasta que la tierra temblaba, y desde la ciudad llegaron los rugidos de respuesta de otros leones.

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