—¡Gracias a Dios! —exclamó la anciana—. No sabía si yo misma seria capaz de hablarle de modo que otro me entendiera. Durante sesenta años sólo he hablado en su maldita jerga. Durante sesenta años no he oído ni una palabra en mi lengua. ¡Pobre criatura! ¡Pobre criatura! —murmuró—. ¿Qué maldito infortunio te ha arrojado a sus manos?
—¿Es usted inglesa? —preguntó Bertha Kircher—. ¿He entendido bien que es usted inglesa y que lleva sesenta años aquí?
La anciana hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—En sesenta años no he salido nunca de este palacio. Ven —indicó, tendiéndole una huesuda mano—. Soy muy vieja y no puedo permanecer mucho rato de pie. Vamos a sentarnos en mi sofá.
La muchacha cogió la mano que le tendía la anciana y ayudó a ésta a sentarse de nuevo en el otro lado de la habitación, y cuando estuvo sentada la muchacha se sentó a su lado.
—¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! —gimió la anciana—. Mucho mejor haber muerto que dejar que te trajeran aquí. Al principio yo quizá me habría destruido, pero siempre tuve la esperanza de que vendría alguien y se me llevaría, pero eso nunca ha sucedido. Cuéntame cómo te han cogido.
La muchacha brevemente narró los principales incidentes que desembocaron en su captura.
—Entonces, ¿hay un hombre contigo en la ciudad? —preguntó la anciana.
—Sí —respondió la muchacha—, pero no sé dónde está ni qué intenciones tienen respecto a él. Tampoco sé cuáles son sus intenciones hacia mí.
—Quién sabe —dijo la anciana—. Ni ellos mismos saben de un minuto a otro cuáles son sus intenciones, pero creo que puedes estar segura, mi pobre niña, de que nunca volverás a ver a tu amigo.
—Pero a usted no la han matado —le recordó la muchacha—, y ha sido su prisionera, dice, durante sesenta años.
—No —respondió su compañera—, no me han matado ni te matarán a ti, aunque Dios sabe que antes de haber vivido mucho tiempo en este lugar horrible les suplicarás que te maten.
—¿Quiénes son? —preguntó Bertha Kircher—. ¿Qué clase de gente son? Son diferentes de todo lo que jamás he visto. Y cuénteme cómo llegó usted aquí.
—Hace mucho tiempo —dijo la anciana, meciéndose en el sofá—. Hace mucho tiempo. ¡Ay, cuánto tiempo! Entonces yo sólo tenía veinte años. ¡Piénsalo, niña! Mírame. No tengo otro espejo que mi bañera, no puedo ver mi aspecto porque mis ojos son muy viejos, pero con los dedos me puedo palpar el rostro viejo y arrugado, mis ojos hundidos, y estos labios débiles que se meten en la boca sobre unas encías sin dientes. Soy vieja, encorvada y espantosa, pero entonces era joven y decían que hermosa. No, no seré hipócrita; era hermosa. Mi espejo me lo decía.
»Mi padre era misionero en el interior, y un día llegó una banda de árabes que buscaban esclavos. Se llevaron a los hombres y a las mujeres de la pequeña aldea nativa donde mi padre trabajaba, y a mí también se me llevaron. No conocían bien aquella parte del país, por lo que se vieron obligados a confiar en que los hombres de nuestra aldea a los que habían capturado les guiaran. Me dijeron que nunca habían ido tan hacia el sur y que habían oído decir que existía una región rica en marfil y esclavos al oeste. Querían ir allí y desde allí nos llevarían al norte, donde me iban a vender al harén de algún sultán negro.
»A menudo discutían el precio que darían por mí, y para que ese precio no disminuyera, me protegían celosamente y procuraban que los viajes me fatigaran lo menos posible. Me daban la mejor comida y no me hacían ningún daño.
»Pero al cabo de poco tiempo, cuando llegamos a los confines de la región que los hombres de nuestra aldea conocían y penetramos en una región desértica, árida y desolada, los árabes comprendieron que nos habíamos perdido. Pero siguieron adelante, hacia el oeste, cruzando espantosas gargantas y cruzando una tierra ardiente bajo un sol implacable. Los pobres esclavos capturados eran obligados, claro está, a llevar todo el equipaje de campo y el botín, y como soportaban una pesada carga, medio muertos de hambre y sin agua, pronto empezaron a morir como moscas.
»No llevábamos mucho tiempo en el desierto cuando los árabes se vieron obligados a matar sus caballos para alimentarse, y cuando llegamos a las primeras gargantas, a través de las cuales sería imposible transportar a los animales, los que quedaban fueron muertos y la carne se cargó sobre los pobres negros tambaleantes que aún sobrevivían.
»Así proseguimos dos días más y ya sólo unos pocos negros seguían con vida; los propios árabes habían empezado a sucumbir al hambre, la sed y al intenso calor del desierto. En todo lo que la vista podía abarcar hacia la tierra de la abundancia de la que procedíamos, nuestra ruta estaba señalada por buitres que volaban en círculos en el cielo y por los cuerpos de los muertos que yacían en el impenetrable desierto por última vez. El marfil fue abandonado colmillo a colmillo a medida que los negros fueron sucumbiendo, y a lo largo del sendero de la muerte se hallaba esparcido el equipaje de campo y los arreos de los caballos de un centenar de hombres.
»Por alguna razón, el jefe árabe me favoreció hasta el fin, posiblemente con la idea de que de todos los demás tesoros que poseía yo era el más fácil de transportar, pues era joven y fuerte, y después de matar a los caballos caminaba y seguía el paso de los mejores hombres. Los ingleses somos grandes andadores, mientras que esos árabes nunca habían caminado desde que tuvieron edad suficiente para montar a caballo.
»No sé decirte cuánto tiempo caminamos, pero al fin, casi sin fuerzas, unos cuantos llegamos al pie de una profunda garganta. Escalar la pared opuesta era impensable, y por eso seguimos el recorrido de las arenas de lo que debía de haber sido el lecho de un antiguo río, hasta que finalmente llegamos a un punto en que se divisaba lo que parecía un hermoso valle en el que estábamos seguros encontraríamos caza en abundancia.
»Pero entonces sólo quedábamos dos: el jefe y yo. No es necesario que te diga cuál era el valle, pues tú misma lo encontraste de la misma manera que yo. Tan pronto fuimos capturados que tuvimos la impresión de que nos estaban esperando, y me enteré más tarde de que así era, igual que te esperaban a ti.
»Cuando cruzaste la selva debiste de ver los monos y los loros y, como has entrado en palacio, de qué modo utilizan estos animales, y los leones, en las decoraciones. En casa todos conocíamos el loro hablador que repetía las cosas que nos enseñaban a decir, pero estos loros hablan todos la misma lengua que la gente de la ciudad, y dicen que los monos hablan con los loros y los loros vuelan a la ciudad y cuentan a la gente lo que los monos dicen. Y aunque resulta difícil de creer, me he enterado de que así es, pues he vivido con ellos sesenta años, aquí, en el palacio del rey.
»Me trajeron, como te trajeron a ti, directamente a palacio. Al jefe árabe se lo llevaron a otra parte. Nunca supe qué fue de él. Entonces era rey Ago XXV. Desde entonces he visto muchos reyes. Él era un hombre terrible; pero bueno, todos son terribles.
—¿Qué les ocurre? —preguntó la muchacha.
—Son una raza de maníacos —respondió la anciana—. ¿No lo habías adivinado? En realidad, hay entre ellos excelentes artesanos y buenos granjeros, y cierta dosis de ley y orden.
»Adoran a todas las aves, pero el loro es su principal deidad. Aquí en palacio conservan uno en un apartamento muy hermoso. Él es su dios de dioses. Es un pájaro muy viejo. Si lo que Ago me contó cuando llegué es cierto, debe de tener ahora cerca de trescientos años. Sus ritos religiosos son repugnantes en extremo, y creo que puede ser la práctica de estos ritos durante siglos lo que ha llevado a la raza a su actual estado de imbecilidad.
»Y sin embargo, como te he dicho, no carecen de algunas cualidades. Si se puede dar crédito a la leyenda, sus antepasados —un puñado de hombres y mujeres que llegaron de algún lugar del norte y se perdieron en la tierra virgen del África central— sólo encontraron aquí un estéril y árido desierto. Que yo sepa, llueve poco, y sin embargo has visto una gran selva y una exuberante vegetación fuera de la ciudad y también dentro. Este milagro lo realiza la utilización de fuentes naturales que sus antepasados explotaron y que ellos han mejorado hasta el punto de que el valle entero recibe una adecuada cantidad de humedad en todo momento.
»Ago me contó que muchas generaciones antes de su época la selva era irrigada cambiando el curso de los arroyos que traían el agua de los manantiales a la ciudad, pero que cuando los árboles enviaron sus raíces a la humedad natural del suelo y ya no precisaban más irrigación, el curso del río cambiaba y se plantaban otros árboles. Y así la selva creció hasta que en el día de hoy cubre casi todo el terreno del valle, excepto el espacio abierto donde está situada la ciudad. No sé si esto es cierto. Puede ser que el bosque siempre haya estado ahí, pero es una de sus leyendas y el hecho es que aquí no hay suficiente lluvia para mantener la vegetación.
»Son gente extraña en muchos aspectos, no sólo en su forma de culto y ritos religiosos, sino en que han criado leones como otras personas crían ganado. Ya has visto cómo utilizan a algunos de estos leones, pero a la mayoría los engordan y se los comen. Al principio, supongo, comían carne de león como parte de su ceremonia religiosa, pero al cabo de muchas generaciones llegó a gustarles tanto que ahora prácticamente es la única carne que comen. Por supuesto, preferirían morir antes que comer la carne de un ave, y tampoco comerán la del mono, mientras que los animales herbívoros los crían sólo por la leche, por los pellejos y para dar de comer a los leones. En la parte sur de la ciudad están los corrales y pastos donde se crían los animales herbívoros. Verraco, ciervo y antílope se usan principalmente para los leones, mientras que las cabras se guardan para obtener leche para los habitantes humanos de la ciudad.
—¿Y ha vivido aquí todos estos años —preguntó la muchacha—, sin ver jamás a nadie de su especie?
La anciana hizo un gesto de asentimiento.
—¿Durante sesenta años ha vivido aquí —prosiguió Bertha Kircher— y nunca le han hecho ningún daño?
—Yo no he dicho que no me hubieran hecho daño —dijo la anciana—; he dicho que no me mataron, nada más.
—¿Cuál… —la muchacha vaciló— cuál era su posición entre ellos? Discúlpeme —se apresuró a añadir—, creo que puedo imaginármela pero me gustaría oírla de sus propios labios, pues cualquiera que fuera su posición, sin duda la mía será la misma.
La anciana asintió.
—Sí —dijo—, sin duda; si pueden mantenerte lejos de las mujeres.
—¿A qué se refiere? —preguntó la muchacha.
—Durante sesenta años nunca me han dejado acercarme a una mujer. Me matarían, incluso ahora, si pudieran llegar hasta mí. Los hombres dan miedo, ¡Dios sabe que dan miedo! Pero las mujeres… ¡que el cielo te mantenga lejos de las mujeres!
—¿Quiere decir —preguntó la muchacha— que los hombres no me harán daño?
Ago XXV me hizo su reina —contó la anciana—. Pero tenía otras muchas reinas, aunque no todas eran humanas. No fue asesinado hasta diez años después de que yo llegara. Entonces el siguiente rey me cogió, y así ha sido siempre. Ahora soy la reina más vieja; muy pocas de sus mujeres viven hasta una edad avanzada. No sólo están expuestas constantemente a ser asesinadas sino que, debido a sus mentalidades subnormales, padecen períodos de depresión durante los que es muy probable que se destruyan a sí mismas.
Se volvió de pronto y señaló las ventanas con barrotes.
—¿Has visto esta habitación —dijo— con el eunuco negro fuera? Donde veas uno de éstos sabrás que hay mujeres pues, con muy pocas excepciones, nunca se les permite salir de su cautiverio. Se las considera, y realmente son, más violentas que los hombres.
Las dos mujeres permanecieron calladas unos minutos, y luego la más joven se volvió a la anciana.
—¿No hay manera de escapar? —preguntó.
La anciana volvió a señalar las ventanas con barrotes y luego la puerta, y dijo:
—Y hay un eunuco armado. Y si lograras pasarlo, ¿cómo llegarías a la calle? Y si llegaras a la calle, ¿cómo cruzarías la ciudad hasta la muralla exterior? E incluso, si por otro milagro, te permitieran franquear la entrada, ¿esperarías cruzar la selva donde merodean los grandes leones negros que se alimentan de hombres? ¡No! —exclamó, respondiendo ella misma a su pregunta—, no hay escapatoria, pues una vez hubieras escapado del palacio, de la ciudad y de la selva, no sería sino para invitar a la muerte en la terrible tierra desértica que hay más allá.
»En sesenta años tú eres la primera que ha encontrado esta ciudad enterrada. En un milenio ningún habitante de este valle ha salido jamás de él, y en la memoria del hombre, o incluso en sus leyendas, ninguno les había encontrado antes de mi llegada, aparte de un solo gigante belicoso, cuya historia se ha ido transmitiendo de padres a hijos.
»Por la descripción creo que debió de ser un español, un hombre gigantesco con armadura y yelmo, que se abrió camino por la terrible selva hasta la puerta de la ciudad, que cayó sobre los que intentaron capturarle y los mató con su poderosa espada. Y después de comer de los vegetales de los jardines y de los frutos de los árboles, y beber del agua del arroyo, se volvió y se abrió paso a través de la selva hasta la boca de la garganta. Pero aunque escapó de la ciudad y de la selva, no escapó del desierto. Cuenta la leyenda que el rey, temeroso de que trajera a otros para atacarles, envió un grupo tras él para matarle.
»Durante tres semanas no le encontraron, pues fueron en dirección equivocada, pero al fin dieron con sus huesos, que los buitres habían dejado limpios, a un día de marcha por la misma garganta por la que tú y yo entramos en el valle. No sé —prosiguió la anciana— si es cierto. Sólo es una de sus muchas leyendas.
—Sí —dijo la muchacha—, es cierto. Estoy segura de que lo es, porque he visto el esqueleto y la armadura corroída de este gigante.
En este momento la puerta se abrió de golpe, sin ceremonia alguna, y entró un negro con dos recipientes planos en los que había varios más pequeños. Los dejó sobre una de las mesas cerca de las mujeres, y, sin decir una palabra, se volvió y se marchó. Con la entrada del hombre con los recipientes, un delicioso olor a comida despertó en la mente de la muchacha el recuerdo del hambre, y a una palabra de la anciana se acercó a la mesa para examinar las viandas. Los recipientes más grandes que contenían los más pequeños eran de barro, mientras que los que estaban dentro eran evidentemente de oro trabajado a martillo. Para su intensa sorpresa descubrió entre los recipientes más pequeños una cuchara y un tenedor, los cuales, aunque de diseño extraño, eran tan prácticos como cualquiera de los que había visto en comunidades más civilizadas. Las púas del tenedor eran de hierro o acero, mientras que el mango y la cuchara eran del mismo material que los recipientes más pequeños.