El grupo siguió el sendero que cruzaba el campo hasta una entrada en forma de arco que se abrió tras las llamadas de uno de sus capturadores, que golpeó la gruesa madera con la lanza. Tras la puerta había una estrecha calle que parecía la continuación del sendero de la jungla. A ambos lados, en la estrecha y tortuosa calle, había edificios contiguos a la muralla. Las casas eran prácticamente estructuras de dos pisos, cuyas plantas superiores estaban a ras de calle mientras las paredes del primer piso estaban situadas a unos tres metros, con una serie de sencillas columnas y arcos que soportaban el segundo piso y formaban una arcada a ambos lados de la estrecha vía pública. El camino abierto en el centro de la calle estaba sin pavimentar, pero los suelos de las arcadas eran de piedra cortada en formas y tamaños diversos, pero todas bien ajustadas y unidas con mortero. Estos suelos parecían muy antiguos, pues había una clara depresión en el centro, como si la piedra hubiera sido desgastada por el paso de incontables pies calzados con sandalias durante los siglos que habían estado allí colocadas.
Había poca gente en la calle a esa hora temprana, y la que había era del mismo tipo que sus capturadores. Al principio sólo vieron hombres, pero a medida que fueron adentrándose en la ciudad tropezaron con algunos niños desnudos que jugaban en el blando polvo de la calzada. Muchos mostraban una gran sorpresa y curiosidad por los prisioneros, y a menudo hacían preguntas a los guardias, que supusieron se referían a ellos, mientras otros no daban muestras ni de verles siquiera.
—Ojalá entendiera su lenguaje exclamó Smith-Oldwick.
—Sí —dijo la muchacha—, me gustaría preguntarles qué van a hacer con nosotros.
—Eso sería interesante —dijo el hombre—. Yo también me lo he estado preguntando.
—No me gusta el aspecto de sus dientes caninos —observó la muchacha—. Me recuerdan demasiado algunos caníbales que he visto.
—No creerás en serio que son caníbales, ¿verdad? —preguntó el hombre—. No creerás que hay blancos caníbales, ¿no?
—¿Son blancos? —preguntó la muchacha.
—No son negros, eso es seguro —respondió el hombre—. Su piel es amarilla, pero no parecen chinos exactamente, ni sus facciones son chinas.
Fue entonces cuando por primera vez vieron a una mujer nativa. En muchos aspectos era similar a los hombres, aunque su estatura era inferior y su figura más simétrica. Su rostro resultaba más repulsivo que el de los hombres, posiblemente debido al hecho de que era mujer. Eso acentuaba las peculiaridades de los ojos, el labio pendular, los colmillos afilados y el pelo tieso y corto, que era más largo que el de los hombres y mucho más espeso. Le colgaba hasta el hombro y lo llevaba sujeto por un trozo coloreado de algún tejido transparente. Su única prenda de vestir parecía no ser más que una fina bufanda que le envolvía apretadamente el cuerpo desde debajo de sus senos desnudos y que iba sujeta en la parte inferior, cerca de los tobillos. Pedazos de brillante metal que semejaba oro ornamentaban el tocado y la falda. Por lo demás, la mujer no llevaba joyas; sus brazos desnudos eran delgados y bien formados y sus manos y pies bien proporcionados y simétricos.
Se acercó al grupo cuando pasaron junto a ella, hablando atropelladamente a los guardias, que no le prestaban atención. Los prisioneros tuvieron oportunidad de observarla de cerca ya que siguió junto a ellos un corto trecho.
—La figura de una hurí —observó Smith-Oldwick con la cara de una imbécil.
La calle que seguían estaba cruzada por travesías que, cuando miraban por ellas, resultaban ser igualmente tortuosas que la que estaban siguiendo. Las casas variaban poco. De vez en cuando había retazos de color o algún intento de ornamentación arquitectónica. A través de las ventanas y puertas abiertas vieron que las paredes de las casas eran gruesas y que todas las aberturas eran pequeñas, como si la gente las hubiera construido para protegerse del calor extremo que comprendían debía de hacer en aquel valle enterrado en las profundidades de un desierto africano.
De vez en cuando vislumbraban al frente estructuras más grandes, y cuando se acercaron vieron lo que evidentemente era una parte de la sección comercial de la ciudad. Había numerosas pequeñas tiendas y bazares entre las residencias, y sobre las puertas había letreros pintados en caracteres que sugerían un origen griego y sin embargo no era griego, como sabían el inglés y la muchacha.
A Smith-Oldwick le dolían cada vez más las heridas y la debilidad se le había acentuado a causa de la pérdida de sangre. De vez en cuando daba un traspiés y la muchacha, al ver lo mal que lo estaba pasando, le ofreció el brazo.
—No —dijo él—, ya has sufrido bastante para imponerte una carga extra.
Pero aunque hacía valientes esfuerzos por seguir el paso de sus capturadores, de vez en cuando se rezagaba, y en esas ocasiones los guardias por primera vez mostraron inclinación hacia la brutalidad. Fue un tipo fornido que caminaba a la izquierda de Smith-Oldwick. Varias veces asió el brazo del inglés y le empujó hacia adelante no sin amabilidad, pero cuando el captivo empezó a rezagarse una y otra vez, el tipo, de pronto, y sin provocación alguna, fue presa de un ataque de rabia. Saltó sobre el hombre herido, le golpeó perversamente con los puños y, cuando lo tuvo en el suelo, le agarró la garganta con la mano izquierda mientras con la derecha sacaba el largo y afilado sable. Gritando de un modo horrible blandió la hoja por encima de su cabeza.
Los otros se detuvieron y se volvieron para contemplar el incidente sin mostrar ningún interés especial. Era como si uno del grupo se hubiera detenido para reajustarse una sandalia y los otros se limitaran a esperar a que estuviera listo para reanudar la marcha. Pero si bien sus capturadores se mostraron indiferentes, Bertha Kircher no pudo. Los ojos juntos enfurecidos, el rostro enseñando los colmillos y los aterradores gritos la llenaron de horror, mientras el brutal e inmotivado ataque al hombre herido despertó en ella el espíritu de protección hacia los débiles que es innato en todas las mujeres. Olvidando todo lo que no era un débil e indefenso hombre que estaba siendo brutalmente asesinado ante sus ojos, la muchacha dejó a un lado la discreción y se lanzó en ayuda de Smith-Oldwick, cogiendo el brazo levantado de la vociferante criatura que blandía la espada sobre el inglés postrado. Aferrándose desesperadamente al tipo, se echó hacia atrás con todas sus fuerzas, le hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas en el pavimento. En sus esfuerzos por salvarse el bruto aflojó la mano que sostenía el sable, que en cuanto cayó al suelo, fue recogido por la muchacha. Bertha Kircher, de pie junto a la forma tendida del oficial inglés, con la afilada arma asida con fuerza, se enfrentó con sus capturadores.
Era una mujer valiente; ni su ropa manchada y desgarrada ni su pelo desgreñado le quitaban atractivo a su aspecto. La criatura a la que había hecho caer se puso enseguida en pie, y en ese instante su conducta cambió. De la ira demoníaca pasó de pronto a la risa histérica, que era mucho más aterradora. Sus compañeros se quedaron mirando con una sonrisa vacua en el rostro, mientras el que había perdido el arma a manos de la muchacha daba saltos soltando grandes carcajadas. Si Bertha Kircher necesitaba más pruebas para asegurarse de que se hallaban en manos de una gente mentalmente perturbada, la forma de actuar de ese hombre había sido suficiente para convencerla. La súbita rabia incontrolada y ahora la igualmente incontrolada risa no hacían sino resaltar los atributos faciales de la idiotez.
De pronto se dio cuenta de lo indefensa que se encontraba en el caso de que cualquiera de los hombres quisiera dominarla y, movida por una súbita repulsión que casi le provocó una náusea de repugnancia, la muchacha arrojó el arma al suelo, a los pies del maníaco que se reía y, volviéndose, se arrodilló junto al inglés.
—Ha sido fantástico por tu parte —dijo él—, pero no deberías haberlo hecho. No te enfrentes con ellos: creo que están todos locos y sabes que dicen que a los locos siempre hay que darles la razón.
Ella meneó la cabeza.
—No soportaba ver que te estaban matando —dijo.
El hombre alargó la mano y cogió los dedos de la muchacha, y al hacerlo se le iluminaron los ojos.
—¿Ahora me quieres un poquito? —preguntó—. ¿No puedes decirme que sí… sólo un poquito?
Ella no retiró la mano pero meneó la cabeza con tristeza.
—Por favor, no digas eso. Lamento que sólo me gustes mucho.
La luz se apagó de los ojos del hombre y sus dedos relajaron su apretón.
—Por favor, perdóname —murmuró—. Tenía intención de esperar hasta que saliéramos de este lío y te hallaras a salvo entre los tuyos. Debe de haber sido la conmoción o algo así, y el verte defenderme como lo has hecho. De todos modos, no he podido evitarlo y en realidad no importa mucho si te lo digo ahora, ¿verdad?
—¿A qué te refieres? —se apresuró a preguntar ella.
Él se encogió de hombros y sonrió tristemente.
—Jamás saldré vivo de esta ciudad —dijo—. No lo mencionaría si no comprendiera que tú también has de saberlo. El león me hirió gravemente y este tipo ha estado a punto de rematarme. Habría alguna esperanza si nos halláramos entre gente civilizada, pero con estas temibles criaturas ¿qué cuidados recibiríamos, aunque fueran amistosos?
Bertha Kircher sabía que lo que decía era cierto, y sin embargo no quería admitir que Smith-Oldwick moriría. Le tenía mucho cariño, en realidad su mayor pesar era no amarle, pero sabía que era así.
Le parecía que para cualquier muchacha sería muy fácil amar al teniente Harold Percy Smith-Oldwick, oficial inglés y caballero, heredero de una vieja familia y él mismo hombre de recursos, joven, apuesto y afable. Qué más podía pedir una chica que tener a un hombre así que la amara; y que ella poseía el amor de Smith-Oldwick era algo que Bertha Kircher no dudaba.
Suspiró y luego, poniéndole una mano en la frente en un gesto impulsivo, le susurró:
—Pero no pierdas las esperanzas. Intenta vivir por mí, y por ti yo intentaré amarte.
Fue como si de pronto inyectaran nueva vida en las venas del hombre. El rostro se le iluminó al instante y con una fuerza que desconocía poseer se puso lentamente en pie, aunque un poco inestable. La muchacha le ayudó y le sujetó cuando estuvo levantado.
Hasta entonces estaban completamente ajenos a lo que les rodeaba y ahora, cuando ella miró a sus capturadores, vio que habían caído en su casi habitual actitud de impasible indiferencia, y a un gesto de uno de ellos se reanudó la marcha como si no hubiera ocurrido nada.
Bertha Kircher experimentó una súbita reacción a la exaltación momentánea de la promesa que acababa de hacer al inglés. Sabía que había hablado más por él que por ella, pero ahora se dio cuenta, como supo en el instante antes de hablar, de que era muy improbable que ella le amara del modo en que él deseaba. Pero ¿qué había prometido? Sólo que intentaría amarle. «¿Y ahora qué?», se preguntó para sus adentros.
Se daba cuenta de que existían pocas esperanzas de regresar algún día a la civilización. Incluso en el caso de que esa gente resultara amistosa y estuviera dispuesta a dejarles partir en paz, ¿cómo iban a encontrar el camino de vuelta a la costa? Muerto Tarzán, como creía después de ver su cuerpo inerte en la boca de la cueva cuando su capturador la arrastró fuera, no parecían disponer de nadie que les guiara sanos y salvos.
Apenas habían mencionado al hombre-mono desde que fueron capturados, pues ambos comprendían plenamente qué significaba para ellos su pérdida. Intercambiaron opiniones relativas a esos pocos momentos excitantes del ataque final y captura, y estaban de acuerdo en todo lo que había ocurrido. Smith-Oldwick incluso había visto al león saltar sobre Tarzán en el instante en que éste despertó a causa de los rugidos de las bestias que les atacaban, y pese a que la noche era oscura, pudieron ver que el cuerpo del salvaje hombre-mono no se movió desde el instante en que quedó bajo el cuerpo de la bestia.
Y así, si en otras ocasiones durante las últimas semanas Bertha Kircher había tenido la impresión de que su situación era particularmente desesperada, ahora estaba dispuesta a admitir que la esperanza desaparecía por completo.
Las calles de esta extraña ciudad empezaban a llenarse de hombres y mujeres extraños. A veces algún individuo se fijaba en ellos y parecía interesarse mucho, y también ahora otros pasaban por su lado con miradas vacías, aparentemente ajenos a lo que les rodeaba y sin prestar atención a los prisioneros. Una vez oyeron unos gritos espantosos procedentes de una calle lateral, y cuando miraron vieron a un hombre en plena explosión de rabia demoníaca, semejante al que presenciaron en el reciente ataque a Smith-Oldwick. Esta criatura estaba desahogando su rabia enloquecida sobre un niño al que pegaba y mordía repetidamente, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para chillar en frecuentes intervalos. Por fin, justo antes de que quedaran fuera del alcance de la vista, la criatura alzó el cuerpo inerme del niño por encima de la cabeza y lo lanzó con toda su fuerza al pavimento, y después, girando y gritando a pleno pulmón como un loco, echó a andar por la tortuosa calle.
Dos mujeres y varios hombres contemplaron ese cruel ataque. Se hallaban a una distancia demasiado grande para que los europeos supieran si sus expresiones faciales mostraban piedad o rabia, pero sea lo que fuere, ninguno de ellos intervino.
Unos metros más allá, vieron una espantosa bruja asomada a una ventana de un segundo piso donde se reía, se mofaba y hacía muecas horribles a todos los que pasaban por delante. Otros proseguían su tarea, aparentemente entregados a sus obligaciones, con la misma sobriedad que los habitantes de cualquier comunidad civilizada.
—¡Dios mío —murmuró Smith-Oldwick—, qué lugar tan horrible!
La muchacha se volvió de pronto a él.
—¿Todavía conservas la pistola? —le preguntó.
—Sí —respondió—. Me la metí debajo de la camisa. No me registraron y estaba demasiado oscuro para que vieran si llevaba armas. Así que la escondí con la esperanza de poder llevármela.
Ella se acercó a él y le cogió la mano.
—¿Guardarás una bala para mí, por favor? —le rogó.
Smith-Oldwick bajó la mirada hacia ella y parpadeó muy deprisa. Había en sus ojos una humedad desconocida y desconcertante. Se dio cuenta, por supuesto, de cuán terrible era su situación, pero de alguna manera le parecía que sólo le afectaba a él; parecía imposible que nadie pudiera dañar a esa dulce y hermosa muchacha.