Metak, el hijo de Herog, no era ningún cobarde. Fuerte por naturaleza y aún más fuerte cuando era presa de un ataque de furia maníaca, no era un rival nada despreciable, ni siquiera para el poderoso hombre-mono, y a esta clara ventaja para él se añadía el hecho de que casi al principio de su batalla Tarzán, al retroceder, dio con el talón en el cadáver del hombre al que Smith-Oldwick había matado y cayó pesadamente hacia atrás con Metak sobre su pecho.
Con la rapidez de un felino, el maníaco efectuó un intento de clavar sus dientes en la yugular de Tarzán, pero un rápido movimiento de este último hizo que se encontrara mordiendo el hombro el tarmangani. Aquí se agarró mientras sus dedos buscaban la garganta de Tarzán, y fue entonces cuando el hombre-mono, comprendiendo la posibilidad de la derrota, gritó a Smith-Oldwick que se llevara a la muchacha y huyeran.
El inglés miró con aire interrogador a Bertha Kircher, quien se había levantado del diván y estaba temblando. Vio el interrogante en los ojos del oficial y con un esfuerzo se irguió al máximo.
—No —exclamó—, si él muere aquí yo moriré con él. Vete tú si lo deseas. No puedes hacer nada, pero yo… no puedo irme.
Tarzán había logrado ponerse en pie de nuevo, pero el maníaco seguía aferrándose a él con tenacidad. La muchacha se volvió de pronto a Smith-Oldwick.
—¡Tu pistola! —gritó—. ¿Por qué no le disparas?
El hombre sacó el arma de su bolsillo y se acercó a los dos contendientes, pero esta vez se movían con tanta rapidez que no había ocasión de disparar a uno sin correr el peligro de herir al otro. Al mismo tiempo, Bertha Kircher daba vueltas alrededor de los hombres con el sable del príncipe, pero tampoco ella lograba encontrar una abertura. Una y otra vez los dos hombres cayeron al suelo, hasta que al fin Tarzán pudo agarrar al otro por la garganta, contra lo cual Metak había estado peleando sin cesar, y poco a poco, mientras los dedos del gigante se iban cerrando, los ojos del otro hombre sobresalían de su rostro lívido, sus mandíbulas se abrieron boqueando y dejó de agarrar el hombro de Tarzán, y entonces, en un súbito exceso de disgusto y rabia, el hombre-mono levantó el cuerpo del príncipe por encima de su cabeza y con toda la fuerza de sus grandes brazos lo lanzó al otro lado de la habitación; salió por la ventana y cayó con un terrible golpe sordo en el foso de los leones.
Cuando Tarzán se volvió de nuevo hacia sus compañeros, la muchacha se hallaba de pie con el sable en la mano y una expresión en el rostro que él nunca le había visto. Sus ojos estaban abiertos de par en par y húmedos de lágrimas, mientras que sus labios sensibles temblaban como si estuviera a punto de ceder a alguna emoción reprimida que su pecho, subiendo y bajando rápidamente, indicaba con claridad que estaba haciendo esfuerzos por controlar.
—Si hemos de salir de aquí —dijo el hombre-mono—, no podemos perder tiempo. Por fin estamos juntos y nada ganaremos retrasándonos. La cuestión ahora es saber cuál es el camino más seguro. La pareja que ha escapado de nosotros evidentemente ha huido por la trampilla del tejado y ha cerrado ésta para obstaculizarnos el paso en esa dirección. ¿Qué posibilidades tenemos abajo? Tú has venido de ahí —y se volvió a la chica.
—Al pie de la escalera —dijo ella— hay una habitación llena de hombres armados. Dudo que pudiéramos pasar por allí.
Fue entonces cuando Otobu se incorporó y se sentó.
—Así que no estás muerto —exclamó el hombre-mono—. Vamos, ¿estás muy malherido?
El negro se levantó con cuidado del suelo, movió los brazos y las piernas y se palpó la cabeza.
—Otobu no parece estar herido, besana sólo tiene un gran dolor de cabeza.
—Bien —dijo el hombre-mono, ¿Quieres volver a la región wamabo?
—Sí,
bwana
.
—Entonces sácanos de la ciudad por el camino más seguro.
—No hay ningún camino seguro —respondió el negro—, y aunque llegáramos a las murallas tendremos que pelear. Puedo sacaros de este edificio y llevaros a una calle lateral con poco peligro de encontrarnos con alguien. Después tenemos que correr el riesgo de que nos descubran. Todos vais vestidos como la gente de esta horrible ciudad, así que quizá podamos pasar inadvertidos, pero en la muralla será distinto, pues no se permite que nadie salga de la ciudad por la noche.
—Muy bien —dijo el hombre-mono—, vámonos.
Otobu les hizo salir por la puerta rota de la habitación exterior y por el corredor hasta entrar en otro aposento situado a la derecha. Lo cruzaron hasta un pasadizo que había más allá y, por fin, atravesando varias habitaciones y corredores, les hizo bajar un tramo de escaleras hasta una puerta que se abría directamente a una calle lateral detrás del palacio. Dos hombres, una mujer y un esclavo negro no eran una imagen extraordinaria en las calles de la ciudad para suscitar comentarios. Para pasar por debajo de las lámparas los tres europeos procuraban elegir un momento en que no hubiera ningún peatón que pudiera verles la cara, pero en la sombra de las arcadas parecían correr poco peligro de ser reconocidos. Habían cubierto una gran parte de la distancia hasta la puerta de la ciudad sin obstáculos cuando llegaron a sus oídos, procedentes de la parte central de la ciudad, los ruidos de un gran alboroto.
—¿Qué significa eso? —preguntó Tarzán a Otobu, quien ahora temblaba violentamente.
—Amo —dijo—, han descubierto lo que ha ocurrido en el palacio de Veza, alcalde de la ciudad. Su hijo y la muchacha han escapado y han enviado soldados que sin duda han descubierto el cuerpo de Veza.
—Me pregunto —dijo Tarzán— si han descubierto al que he lanzado por la ventana.
Bertha Kircher, que entendía lo suficiente el dialecto para seguir su conversación, preguntó a Tarzán si sabía que el hombre al que había arrojado por la ventana era el hijo del rey. El hombre-mono se echó a reír.
—No —exclamó—, claro que no. Esto complica las cosas; al menos si ya le han encontrado.
De pronto, por encima de la vorágine que se desarrollaba detrás de ellos, se oyeron los claros sones de una corneta. Otobu apretó el paso.
—De prisa, amo —instó—, es peor de lo que yo creía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tarzán.
—Por alguna razón están llamando a la guardia del rey y a los leones del rey. Me temo, bwana, que no podremos escapar de ellos. Pero no sé por qué los llaman.
Pero si Otobu no lo sabía, Tarzán al menos adivinaba que habían hallado el cuerpo del hijo del rey. Una vez más las notas de la corneta se elevaron fuertes y claras en el aire nocturno.
—¿Quizá llaman a más leones? —preguntó Tarzán.
—No, amo —respondió Otobu—. Están llamando a los loros.
Avanzaron rápidamente en silencio unos minutos cuando el aleteo de un pájaro por encima de ellos les llamó la atención. Levantaron la mirada y descubrieron un loro que volaba en círculo sobre sus cabezas.
—Aquí están los loros, Otobu —dijo Tarzán con una sonrisa—. ¿Esperan matarnos con loros?
El negro gimió cuando el pájaro de pronto echó a volar hacia la muralla de la ciudad.
—Ahora sí que estamos perdidos, amo —exclamó el negro—. Ese pájaro que nos ha encontrado ha volado hacia la puerta de la ciudad para avisar a la guardia.
—Vamos, Otobu, ¿de qué estás hablando? —exclamó Tarzán irritado—. ¿Has vivido tanto tiempo entre estos dementes que tú mismo te has vuelto loco?
—No, amo —replicó Otobu—, no estoy loco. Tú no les conoces. Estos pájaros terribles son como seres humanos sin corazón ni alma. Hablan la lengua de la gente de esta ciudad de Xuja. Son demonios, amo, y si se reúnen en número suficiente son capaces incluso de atacarnos y matarnos.
—¿Estamos muy lejos de la puerta de la ciudad? —pregunto Tarzán.
—No mucho —respondió el negro—. Después del siguiente recodo la veremos a pocos pasos. Pero el pájaro ha llegado antes que nosotros y ahora están llamando a la guardia —la verdad de cuya afirmación fue indicada casi de inmediato por los sonidos de muchas voces altas que evidentemente eran órdenes justo delante de ellos, mientras por detrás les llegaba el ruido de los perseguidores que se aproximaban: fuertes gritos y rugidos de leones.
Unos pasos más adelante un angosto callejón se abría desde el este y penetraba en la vía pública que ellos seguían, y cuando se acercaban salió de sus oscuras sombras la figura de un imponente león. Otobu se detuvo en seco y retrocedió hasta Tarzán.
—¡Mira, amo —gimió—, un gran león negro de la selva!
Tarzán blandió el sable que aún colgaba a su lado.
—No podemos retroceder —dijo—. Leones, loros u hombres ha de ser igual —y avanzó con paso firme en la dirección de la puerta de la muralla.
El viento que soplaba en la calle de la ciudad pasó de Tarzán al león, y cuando el hombre-mono se hubo acercado a pocos metros de la bestia, que había permanecido en silencio mirándoles, en lugar del esperado rugido brotó de su garganta un gemido. El hombre-mono fue consciente de una gran sensación de alivio.
—Es el Numa del foso —gritó a sus compañeros, y a Otobu—: No temas, este león no nos hará daño.
Numa avanzó hacia el hombre-mono y se puso a su lado; luego se volvió y caminó a su lado por la estrecha calle. En el siguiente recodo apareció a su vista la puerta de la ciudad, donde, bajo varias llamas, vieron a un grupo de al menos veinte guerreros preparados para capturarles, mientras desde la dirección opuesta los rugidos de los leones que les perseguían sonaron muy cerca de ellos, mezclados con los gritos de numerosos loros que ahora volaban en círculos sobre sus cabezas. Tarzán se detuvo y se volvió al joven aviador.
—¿Cuántas balas te quedan? —preguntó.
—En la pistola hay siete —respondió Smith-Oldwick—, y tengo quizá otras doce en el bolsillo de la camisa.
—Voy a precipitarme hacia ellos —dijo Tarzán—. Otobu, quédate al lado de la mujer. Oldwick, tú y yo iremos delante, tú a mi izquierda. Me parece que no es necesario que tratemos de decirle a Numa lo que tiene que hacer —pues el gran león estaba enseñando los colmillos y gruñendo ferozmente a los guardias, quienes parecían intranquilos frente a esta criatura a la que temían mucho más que a las demás.
—Mientras avanzamos, Oldwick —dijo el hombre-mono—, dispara una vez. Puede que eso les asuste; y después dispara sólo cuando sea necesario. ¿Estamos listos? ¡Adelante! —y avanzó hacia la puerta de la muralla.
Al mismo tiempo, Smith-Oldwick descargó su pistola y un guerrero con túnica amarilla lanzó un grito y se echó las manos a la cara. Durante un minuto los otros mostraron síntomas de pánico, pero uno, que parecía ser un oficial, les reunió de nuevo.
—¡Ahora! —ordenó Tarzán—, ¡todos juntos! —y echó a correr hacia la puerta.
Simultáneamente, el león, que a todas luces percibía el propósito del tarmangani, embistió hacia el guardia.
Sorprendidos por el ruido del arma que les resultaba desconocida, los guardias rompieron filas antes del furioso ataque de la gran bestia. El oficial gritó una serie de órdenes con rabia incontrolada, pero los guardias, obedeciendo a la primera ley de la naturaleza así como impulsados por el miedo inherente al habitante negro de la selva, se dispersaron a derecha e izquierda para evitar al monstruo. Con feroces gruñidos Numa giró a la derecha, y con las garras golpeaba a izquierda y derecha entre un pequeño grupo de aterrados guardias que trataban de esquivarlo, y entonces Tarzán y Smith-Oldwick se cerraron con los otros.
Por un momento su más formidable contrincante fue el oficial que estaba al mando. Blandía su sable curvado como sólo podría hacerlo un experto mientras se encaraba a Tarzán, a quien el arma similar que tenía en su propia mano le resultaba de lo más desconocido. Smith-Oldwick no podía disparar por miedo a darle al hombre-mono cuando de pronto, para su desánimo, vio que el arma de Tarzán salia volando de su mano cuando el guerrero de Xuja desarmó limpiamente a su oponente. Con un grito el tipo levantó su sable para el golpe final que pondría fin a la carrera terrenal de Tarzán de los Monos cuando, para asombro del hombre-mono y Smith-Oldwick, el tipo se puso rígido, el arma le cayó de los dedos inertes de la mano que tenía levantada, sus ojos dementes se pusieron en blanco y de la boca empezó a salirle espuma. Boqueando como si le estuvieran estrangulando, el tipo cayó de bruces a los pies de Tarzán.
Tarzán se inclinó y cogió el arma del hombre muerto, con una sonrisa en los labios cuando se volvió y miró hacia el joven inglés.
—Este tipo es epiléptico —observó Smith-Oldwick—. Supongo que muchos lo son. Su estado nervioso no carece de ventajas: un hombre normal habría acabado contigo.
Los otros guardias daban la impresión de estar absolutamente desmoralizados por haber perdido a su líder. Estaban agazapados en el lado opuesto de la calle, a la izquierda de la puerta de la ciudad, gritando con todas sus fuerzas y mirando en la dirección de la que provenían ruidos de refuerzos, como si animaran a los hombres y a los leones que ya estaban demasiado cerca para que los fugitivos estuvieran tranquilos. Seis guardias aún permanecían con la espalda contra la puerta, relucientes sus armas a la luz de las llamas y deformadas sus caras apergaminadas por las horribles muecas de rabia y terror.
Numa había perseguido a dos guerreros que huían por la calle que corría paralela a la muralla durante un breve trecho. El hombre-mono se volvió a Smith-Oldwick.
—Ahora tendrás que usar la pistola —dijo— y debemos pasar por donde están esos tipos enseguida.
En cuanto el joven inglés disparó, Tarzán arremetió contra los guardias como si no hubiera descubierto ya que con el sable no tenía nada que hacer, pues se trataba de espadachines expertos. Dos hombres cayeron a los dos primeros disparos de Smith-Oldwick y luego falló, mientras que los cuatro restantes se dividían, abalanzándose dos sobre el aviador y dos sobre Tarzán.
El hombre-mono les embistió en un esfuerzo por atacar a uno de sus oponentes donde el otro sable seria comparativamente inútil. Smith-Oldwick derribó a uno de sus atacantes con una bala en el pecho y apretó el gatillo sobre el segundo, sólo para que el martillo cayera inútilmente en una cámara vacía. Los cartuchos se habían agotado y el guerrero, con su reluciente y afilado sable, se le echó encima.
Tarzán levantó su arma una vez para esquivar un golpe en la cabeza. Luego saltó sobre uno de sus agresores y antes de que el tipo recuperara el equilibrio y saltara hacia atrás tras descargar su golpe, el hombre-mono le agarró por el cuello y la entrepierna. El otro antagonista de Tarzán se estaba volviendo a un lado para utilizar su arma, y cuando levantó la hoja para golpear al tarmangani en la nuca, este último alzó el cuerpo de su camarada de modo que éste fue quien recibió la fuerza del golpe. La hoja se hundió en el cuerpo del guerrero, provocando un único grito de terror, y luego Tarzán arrojó al moribundo a la cara de su último adversario.