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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (37 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Cuánto rato permaneció inconsciente allí nunca lo supo; pero cuando poco a poco fue recobrando la razón en su estado semiconsciente, se dio cuenta de que yacía en un fresco lecho sobre la más blanca de las sábanas, en una brillante y alegre habitación, y que a un lado cerca de él había una ventana abierta, cuyas delicadas cortinas ondeaban impulsadas por una suave brisa estival que soplaba procedente de un soleado huerto de fruta madura que podía ver; un viejo huerto en el que crecía una suave y verde hierba entre los árboles cargados, y donde el sol se filtraba entre el follaje; y en el césped moteado de sol una niña jugaba con un cachorro retozón.

—¡Dios mío —pensó el hombre—, qué pesadilla tan terrible he tenido! —y entonces notó que una mano le acariciaba la frente y la mejilla, una mano fresca y amable que le alivió sus turbulentos recuerdos.

Durante unos momentos yació Smith-Oldwick en absoluta paz y satisfacción hasta que poco a poco fue aflorando en él la sensación de que la mano se había vuelto áspera, y que ya no era fresca sino caliente y húmeda; y de pronto abrió los ojos y vio la cara de un león enorme.

El teniente Harold Percy Smith-Oldwick no era únicamente un caballero inglés y oficial de nombre, sino que también era lo que esto implicaba: un hombre valiente; pero cuando cayó en la cuenta de que la dulce imagen que había contemplado no era sino producto de un sueño, y que en realidad aún estaba en el suelo al pie de la reja con un león de pie junto a él lamiéndole el rostro, las lágrimas acudieron a sus ojos y le resbalaron por las mejillas. Jamás, pensó, un destino cruel había gastado una broma tan despiadada a un ser humano.

Durante algún tiempo siguió en el suelo fingiéndose muerto mientras el león, que había dejado de lamerle, le oliscaba el cuerpo. Pensó en qué clase de muerte es preferible; y al fin se le ocurrió al inglés que sería mejor morir rápidamente que permanecer en aquella horrible situación hasta que su mente estallara a causa de la tensión y se volviera loco.

Y así, pausadamente, sin prisas, se levantó, agarrándose a la reja. Al primer movimiento el león gruñó, pero después no prestó más atención al hombre, y cuando al fin Smith-Oldwick se puso en pie el león se apartó de él con indiferencia. Fue entonces cuando el hombre se volvió y recorrió el recinto con la vista.

Las grandes bestias descansaban desmadejadas bajo la sombra de los árboles y tumbadas sobre el largo banco junto a la pared sur, con la excepción de dos o tres que se movían intranquilos de un lado a otro. Era a éstos a los que el hombre temía y, sin embargo, cuando dos o más de ellos pasaron por su lado empezó a sentirse tranquilo, recordando que estaban acostumbrados a la presencia del hombre.

Pero no se atrevía a apartarse de la reja. Al examinar lo que le rodeaba, el hombre observó que las ramas de uno de los árboles cercanos a la pared del fondo se extendían por debajo de una ventana abierta. Si lograra llegar a ese árbol y tuviera fuerza suficiente para hacerlo, podría trepar por la rama y escapar, al menos, del recinto de los leones. Pero para llegar hasta el árbol tenía que recorrer toda la longitud del recinto, y junto al mismo tronco del árbol había dos leones despatarrados que dormían.

Durante media hora el hombre permaneció contemplando con tristeza esta posible vía de escape, y al fin, ahogando un juramento, se irguió y cuadró los hombros en gesto de desafío, y echó a andar despacio y pausadamente por el centro del patio. Uno de los leones que paseaban cerca de la pared lateral se giró y se dirigió hacia el centro, directamente en el camino del hombre, pero Smith-Oldwick estaba decidido a aprovechar lo que consideraba su única oportunidad; aunque para una seguridad temporal, y por tanto siguió adelante, haciendo caso omiso de la presencia de la bestia. El león se arrastró hasta él y le oliscó, y luego, gruñendo, le enseñó los dientes.

Smith-Oldwick sacó la pistola que escondía bajo la camisa. «Si ha decidido matarme —pensó—, no veo qué importará a la larga si le enfurezco o no. Ese pobre diablo no puede dejarme más muerto si está de un humor o de otro». Pero con el movimiento del hombre al retirar el arma de debajo de la camisa la actitud del león se alteró de pronto, y aunque siguió gruñendo, se volvió y se alejó corriendo, y entonces al fin el inglés se encontró casi al pie del árbol que era su meta; entre él y su seguridad yacía despatarrado un león dormido.

Sobre él había una rama a la que en situación ordinaria podría saltar y agarrarse; pero débil como estaba a causa de sus heridas y la pérdida de sangre, dudaba de su capacidad de hacerlo. Incluso existía la cuestión de si sería capaz de trepar al árbol. Sólo había una posibilidad: la rama más baja dejaba el tronco cerca del alcance de un hombre situado de pie cerca del tronco, pero para llegar a una posición desde la que le resultara accesible la rama debía pasar por encima del cuerpo de un león. El inglés respiró hondo y colocó un pie entre las patas extendidas de la bestia y con cautela levantó el otro para plantarlo en el lado opuesto del cuerpo. «¿Y si esa bestia se despierta ahora?», pensó. Esa idea envió un escalofrío a todo su cuerpo pero no titubeó ni retiró el pie. Lo colocó con cuidado detrás del león, llevó su peso hacia adelante sobre éste y con gran precaución puso el otro pie al lado del primero. Había pasado y el león no se había despertado.

Smith-Oldwick estaba débil por la pérdida de sangre y las penalidades que había sufrido, pero comprender su situación le impulsó a dar unas muestras de agilidad y energía que probablemente apenas igualaría de hallarse en posesión de su vigor normal. Como su vida dependía del éxito de sus esfuerzos, saltó a toda prisa a las ramas inferiores del árbol y trepó fuera del alcance de los leones, aunque el movimiento repentino en las ramas sobre ellos despertó a las dos bestias que dormían. Los animales alzaron la cabeza y miraron interrogativamente hacia arriba un momento, y luego volvieron a tumbarse para reanudar su sueño.

Tan fácilmente había logrado el inglés su objetivo hasta ahora que de pronto empezó a preguntarse si en algún momento había corrido un verdadero peligro. Los leones, como sabía, estaban acostumbrados a la presencia del hombre; sin embargo seguían siendo leones y él era libre de admitir que respiraba más tranquilo ahora que se hallaba a salvo de sus garras.

Ante él se encontraba la ventana abierta que había visto desde el suelo. Ahora se encontraba al mismo nivel y vio una cámara aparentemente desocupada, y hacia ésta se dirigió por una robusta rama que colgaba bajo la abertura. No era una hazaña difícil llegar a la ventana, y un momento más tarde se arrastraba sobre el alféizar y se dejaba caer en la habitación.

Se encontró entonces en un aposento bastante espacioso, cuyo suelo estaba cubierto de alfombras de tosco diseño, mientras los pocos muebles eran de tipo similar a los que había visto en la habitación del primer piso a la que les habían llevado a Bertha Kircher y a él al concluir su viaje. En un extremo de la habitación había lo que parecía una alcoba tapada con una cortina, cuyas gruesas colgaduras ocultaban por completo el interior. En la pared opuesta a la ventana y cerca de la alcoba había una puerta cerrada, aparentemente la única salida de la habitación.

Por la poca luz del exterior vio que el día estaba llegando a su fin rápidamente, y dudó de si era más aconsejable esperar hasta que anocheciera o buscar de inmediato algún medio de escapar del edificio y de la ciudad. Al fin decidió que no le haría ningún daño investigar fuera de la habitación; quizá se le ocurriera alguna idea respecto al mejor plan para escapar cuando fuera de noche. Con este fin cruzó la habitación hacia la puerta, pero sólo había dado unos pasos cuando las colgaduras de delante de la alcoba se separaron y en la abertura apareció la figura de una mujer.

Era joven y bellamente formada; la única prenda que llevaba enrollada en el cuerpo desde debajo de los senos no dejaba de revelar ni un detalle de sus simétricas proporciones, pero su rostro era el rostro de un imbécil. Al verla Smith-Oldwick se detuvo, esperando momentáneamente que prorrumpiera en gritos pidiendo ayuda. Por el contrario, se acercó a él sonriendo, y cuando estuvo cerca sus delgados dedos tocaron la manga de su blusa desgarrada como un niño curioso podría tocar un juguete nuevo, y sin dejar de sonreír le examinó de la cabeza a los pies, asimilando, con infantil asombro, cada detalle de su apariencia.

Luego le habló con una voz suave y bien modulada que contrastaba con su aspecto facial. La voz y la figura juvenil armonizaban perfectamente y parecían pertenecerse la una a la otra, mientras la cabeza y el rostro eran los de otra criatura. Smith-Oldwick no entendió ni una palabra de lo que ella dijo, pero no obstante le habló con su propio tono de persona culta, cuyo efecto en ella fue a todas luces de lo más gratificante, pues antes de darse cuenta de cuáles eran sus intenciones o de poder evitarlo ella le arrojó ambos brazos al cuello y le besó con el mayor abandono. El hombre trató de liberarse de las sorprendentes atenciones de la muchacha, pero ella se aferró con más fuerza a él y de pronto, cuando él recordó que siempre hay que seguir la corriente a los deficientes mentales, y viendo al mismo tiempo en ella un posible medio de escape, cerró los ojos y le devolvió el abrazo.

En este trance se hallaba cuando se abrió la puerta y entró un hombre. Con el ruido del primer movimiento del cerrojo Smith-Oldwick abrió los ojos, pero aunque intentó deshacerse de la muchacha, comprendió que el recién llegado había visto su comprometedora postura. La muchacha, que estaba de espaldas a la puerta, al principio no pareció darse cuenta de que había entrado alguien, pero cuando lo hizo se volvió enseguida y sus ojos se posaron en el hombre, cuyo terrible rostro estaba ahora deformado por una expresión de rabia espantosa, se dio la vuelta, chillando, y huyó hacia la alcoba. El inglés, turbado y sonrojado, se quedó donde ella le había dejado. Dándose cuenta de pronto de lo inútil que sería tratar de dar una explicación, comprendió lo amenazadora que resultaba la aparición del hombre, a quien había reconocido ahora como el oficial que les recibió en la habitación de abajo. El semblante de aquel tipo, lívido de rabia enloquecida y, posiblemente, de celos, se deformaba violentamente acentuando la expresión de maníaco que habitualmente tenía.

Por un momento pareció paralizado por la furia, y luego, lanzando un fuerte grito que se convirtió en un extraño gemido, sacó su sable curvado y se precipitó hacia el inglés. Smith-Oldwick no tenía esperanzas de escapar a la afilada arma que blandía el enfurecido hombre, y aunque se sentía seguro de que le causaría una muerte igualmente repentina y posiblemente más terrible, hizo lo único que le quedaba por hacer: sacó su pistola y disparó directamente al corazón del hombre. Sin un solo gruñido el tipo se desplomó en el suelo a los pies de Smith-Oldwick, muerto al instante con el corazón atravesado por una bala. Durante unos segundos un silencio sepulcral reinó en el aposento.

El inglés, de pie junto a la figura postrada del hombre muerto, vigilaba la puerta con el arma a punto, esperando oír de un momento a otro el ruido de los pasos precipitados de los que vendrían a investigar el disparo. Pero no le llegó ningún sonido procedente de abajo que indicara que alguien había oído la explosión, y entonces la atención del hombre se vio distraída por la puerta de la alcoba, entre cuyas colgaduras apareció el rostro de la muchacha. Tenía los ojos extraordinariamente dilatados y la boca abierta en una expresión de sorpresa y sobrecogimiento.

La mirada de la muchacha estaba clavada en la figura que yacía en el suelo, y luego entró con sigilo en la habitación y de puntillas se acercó al cadáver. Parecía estar constantemente a punto de huir, y cuando se hubo acercado a casi un metro del cuerpo se detuvo, miró a Smith-Oldwick y le preguntó algo que él, por supuesto, no entendió. Entonces se aproximó más al hombre muerto y se arrodilló en el suelo y le palpó el cuerpo con cuidado.

Luego zarandeó el cadáver por el hombro y después, con una muestra de fuerza que su tierno aspecto infantil no permitía adivinar, volvió el cuerpo de espaldas. Si antes dudaba, una mirada a las espantosas facciones rígidas por la muerte debió de convencerla de que la vida de aquel hombre se había extinguido, y al comprenderlo salió de sus labios una carcajada maníaca, enloquecida, mientras con sus pequeñas manos golpeaba el rostro y el pecho del hombre muerto. Era una visión horripilante de la que el inglés se apartó sin querer, la visión más horripilante y desagradable que jamás podría presenciarse fuera de un manicomio.

En medio de su frenético regocijo por la muerte del hombre, y Smith-Oldwick no pudo atribuir sus acciones a ninguna otra causa, de pronto desistió de sus inútiles ataques a la carne inerte y, tras ponerse en pie de un salto, echó a correr hacia la puerta, donde pasó un cerrojo de madera para asegurarse de que no habría interferencias del exterior. Entonces volvió al centro de la habitación y habló rápidamente al inglés, gesticulando de vez en cuando hacia el cuerpo del hombre muerto. Como él no la entendía, se sintió provocada y en un súbito ataque de locura histérica se precipitó hacia adelante como para golpear al inglés. Smith-Oldwick retrocedió unos pasos y apuntó a la muchacha con la pistola. Aunque debía de estar loca, no lo estaba tanto como para no haber relacionado el fuerte ruido, la diminuta arma y la repentina muerte del hombre en cuya casa ella moraba, pues al instante desistió y, tan inesperadamente como le sobrevino, el talante homicida desapareció.

De nuevo la sonrisa vacua e imbécil tomó posesión de las facciones de la muchacha y su voz, abandonando su hosquedad, recuperó los tonos suaves y bien modulados con que al principio se dirigió a él. Ahora trató mediante signos de indicarle sus deseos, y señaló a Smith-Oldwick que la siguiera hacia las colgaduras, las cuales abrió y la alcoba apareció a la vista. Era algo más que una alcoba, ya que se trataba de una habitación de tamaño medio llena de alfombras, y colgaduras y blandos divanes con cojines. La muchacha se volvió en la entrada y señaló el cadáver del suelo de la otra habitación, y luego cruzó la alcoba y levantó unas colgaduras que cubrían un diván y caían al suelo por todos lados, mostrando una abertura que había debajo del mueble.

Ella señaló esta abertura y luego de nuevo el cadáver, indicando claramente al inglés que era su deseo ocultar el cuerpo allí. Pero si él dudaba, ella trató de disipar sus dudas agarrándole por la manga e instándole a ir en dirección al cadáver, el cual entre los dos levantaron y arrastraron a la alcoba. Al principio les resultó un poco difícil cuando quisieron meter el cuerpo del hombre en el pequeño espacio que ella había elegido para él, pero al fin lo lograron. Smith-Oldwick volvió a quedar impresionado por la diabólica brutalidad de la muchacha. En el centro de la habitación había una alfombra manchada de sangre que la muchacha rápidamente recogió y colocó colgando sobre un mueble de tal modo que la mancha quedaba oculta. Redistribuyó las otras alfombras y trajo otra de la alcoba, y la habitación recuperó el orden sin mostrar rastros de la tragedia que acababa de producirse.

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