Tarzán el indómito (36 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el indómito
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Oyó los rugidos ahogados de Numa cuando el león resbaló al clavar inútilmente sus garras en la enredadera y luego, con la agilidad de los simios que le habían criado, Tarzán fue trepando hasta la cima de la muralla. Unos metros más abajo se encontraba el tejado plano del edificio contiguo, y cuando cayó lo hizo de espaldas a una ventana que daba sobre los jardines y el bosque que había más allá, de modo que no vio la figura que se agazapaba en la sombra oscura. Pero si no la vio no estuvo mucho rato ajeno al hecho de que no se encontraba solo, pues apenas sus pies tocaron el tejado, cuando un pesado cuerpo saltó sobre él por detrás y unos musculosos brazos le rodearon la cintura.

Pillado en desventaja y habiendo perdido pie, el hombre-mono se encontraba, de momento, indefenso. Fuera cual fuese la criatura que le había cogido, al parecer tenía en mente un propósito bien definido, pues caminó directamente hacia el borde del tejado por lo que pronto le resultó evidente a Tarzán que iba a ser arrojado al pavimento, una manera de lo más eficaz de deshacerse de un intruso. Que quedaría lisiado o moriría era algo de lo que el hombre-mono estaba seguro; pero no tenía intención de permitir que su agresor llevara a cabo ese plan.

Los brazos y piernas de Tarzán estaban libres pero se hallaba en una posición tan desventajosa que no podía utilizarlos con ningún fin positivo. Su única esperanza radicaba en desequilibrar a la criatura y con este fin Tarzán enderezó su cuerpo y se apoyó con todas sus fuerzas contra su capturador, y entonces de pronto se abalanzó hacia adelante. El resultado fue tan satisfactorio como cabía esperar. El gran peso del hombre-mono dejando repentinamente la posición erguida hizo que el otro también se precipitara con violencia hacia adelante con el resultado de que, para salvarse, sin darse cuenta aflojó la presión que ejercía sobre su víctima. Con movimientos felinos, el hombre-mono volvió a ponerse en pie, enfrentándose con su adversario, un hombre casi tan corpulento como él y armado con un sable que ahora desenvainó. Tarzán no tenía previsto permitir el uso de esta arma formidable y, por tanto, se arrojó a las piernas del otro por debajo de la perversa hoja que fue dirigida hacia él desde el costado, y como un jugador de fútbol ataca a un corredor del equipo contrario, Tarzán derribó a su antagonista, arrastrándole hacia atrás varios metros y arrojándole pesadamente de espaldas sobre el tejado.

En cuanto el hombre tocó el tejado el hombre-mono se colocó sobre su pecho, una fuerte mano buscó y encontró la muñeca que sujetaba la espada y la otra la garganta del guardia vestido con túnica amarilla. Hasta entonces el tipo había peleado en silencio, pero cuando los dedos de Tarzán le cogieron la garganta emitió un único grito estridente que los dedos marrones interrumpieron casi al instante. El tipo forcejeó para escapar de las garras de la criatura desnuda que tenía sobre el pecho, pero era como si tuviera que luchar para escapar de las garras de
Noma
, el león.

Poco a poco sus forcejeos disminuyeron, sus pequeños ojos se salieron de sus órbitas girando de un modo horrible hacia arriba, mientras de sus labios llenos de espuma le sobresalía su hinchada lengua. Cuando cesaron los forcejeos, Tarzán se puso en pie y, poniendo un pie sobre el cuerpo inerte de su víctima, estuvo a punto de lanzar su grito de victoria, pero el trabajo que le esperaba requería la máxima precaución y selló su labios.

Se acercó al borde del tejado y miró abajo, hacia la estrecha y tortuosa calle. Con intervalos, aparentemente en cada cruce, una llama de aceite chisporroteaba débilmente en unas repisas colocadas en las paredes a unos dos metros de altura. En su mayor parte los sinuosos callejones se hallaban sumidos en la densa sombra e incluso en las inmediaciones de las llamas la iluminación era muy poco brillante. En la restringida zona de visión distinguió que había aún algunos extraños habitantes moviéndose por las angostas calles.

Para proseguir su búsqueda del joven oficial y la muchacha debía poder moverse por la ciudad con la mayor libertad posible, pero pasar por debajo de las llamas de las esquinas, desnudo como iba excepto por un taparrabos, y en todos los demás aspectos notablemente diferente de los habitantes de la ciudad, sería invitar a que le descubrieran enseguida. Mientras estos pensamientos le cruzaban la mente y buscaba algún plan de acción factible, sus ojos tropezaron con el cuerpo que yacía en el tejado cerca de él; inmediatamente se le ocurrió la posibilidad de disfrazarse con la ropa de su adversario vencido.

El hombre-mono tardó unos instantes en vestirse con las medias, las sandalias y la túnica amarilla, con el loro como blasón, del soldado muerto. En torno a la cintura se abrochó el cinturón con el sable, pero debajo de la túnica conservó el cuchillo de caza de su padre muerto. Sus otras armas no podía dejarlas a la ligera, y por tanto, con la esperanza de poder recuperarlas más adelante, las llevó al borde de la pared y las dejó caer entre el follaje de la base. En el último momento le resultó difícil deshacerse de su cuerda, que, junto con el cuchillo, era el arma a la que estaba más acostumbrado, y una de las que había utilizado durante más tiempo. Descubrió que si se quitaba el cinturón del sable podía enrollarse la cuerda en la cintura debajo de la túnica y luego, volviendo a ponerse el cinturón, la mantenía oculta.

Al fin, satisfactoriamente disfrazado, e incluso con su mata de pelo negro que añadía verosimilitud a su parecido con los nativos de la ciudad, buscó algún medio de llegar a la calle. Aunque podría arriesgarse a caer desde los aleros del tejado, temía que si lo hacía atrajera la atención de los transeúntes y le descubrieran. Los tejados de los edificios variaban en altura, pero como los techos eran todos bajos, descubrió que podía pasar fácilmente por los tejados y eso es lo que hizo, hasta que de pronto descubrió delante de él varias figuras reclinadas sobre el tejado de un edificio próximo.

Había visto que cada tejado tenía aberturas, que evidentemente daban acceso a los aposentos de abajo, y ahora, interrumpido su avance por los que tenía delante, decidió arriesgarse a llegar a la calle a través del interior de uno de los edificios. Se acercó a una de las aberturas y se inclinó sobre el agujero negro, donde aguzó el oído por si oía ruidos de vida en el apartamento. Ni sus oídos ni su nariz registraron pruebas de la presencia de ningún ser vivo en las proximidades, y así pues, sin mayor vacilación, el hombre-mono descendió por la abertura y estaba a punto de dejarse caer cuando un pie tocó el peldaño de una escalera de mano, la cual aprovechó de inmediato para bajar al suelo de la habitación.

Allí reinaba una oscuridad casi total hasta que sus ojos se acostumbraron al interior y pudo ver un poco gracias a la luz que se reflejaba de una distante llama de la calle que brillaba con intermitencia y entraba por las estrechas ventanas delanteras. Por fin, seguro de que el aposento se hallaba desocupado, Tarzán buscó una escalera para bajar al piso bajo. La encontró en un oscuro pasillo al que se abría la habitación: un tramo de estrechos escalones de piedra que descendían hacia la calle. La suerte le favoreció y alcanzó las sombras de la arcada sin tropezarse con ninguno de los moradores de la casa.

Una vez en la calle no se sintió perdido en cuanto a la dirección en la que deseaba ir, pues había encontrado la pista de los dos europeos prácticamente hasta la puerta, que estaba seguro tenía que haberles dado paso para entrar en la ciudad. Su agudo sentido de la dirección y localización le permitió juzgar con considerable exactitud el punto dentro de la ciudad donde podía esperar encontrar el rastro de aquellos a los que buscaba.

Sin embargo, la primera necesidad era descubrir una calle paralela a la muralla del norte, que podría seguir en dirección a la puerta que vio desde la selva. Comprendiendo que su mayor esperanza de éxito radicaba en la audacia de sus operaciones, avanzó en la dirección de la llama de la calle más próxima sin efectuar ningún otro intento de ocultarse que el mantenerse en las sombras de la arcada, lo cual consideró no llamaría especialmente la atención porque otros peatones hacían lo mismo. Los pocos que pasaban no reparaban en él, y casi había llegado a la intersección más próxima cuando vio a varios hombres que vestían túnicas amarillas idénticas a la que él había quitado al prisionero.

Se acercaban directamente hacia él y el hombre-mono vio que si proseguía se tropezaría con ellos de frente en el cruce de las dos calles, a plena luz de la llama. Su primera inclinación fue seguir adelante, pues personalmente no tenía ninguna objeción que hacer a arriesgarse a pelear con ellos; pero de pronto recordó a la muchacha, posiblemente prisionera indefensa en manos de esa gente, y eso le hizo buscar otro plan de acción menos arriesgado.

Casi había salido completamente de la sombra de la arcada y los hombres que se acercaban se hallaban a pocos metros de él, cuando de pronto se arrodilló y fingió ajustarse las ataduras de sus sandalias, ataduras que, por cierto, no estaba muy seguro de haber ajustado como pretendía que se ajustaran quien las confeccionó. Aún estaba arrodillado cuando los soldados pasaron por su lado. Igual que ocurrió con los demás con que se había cruzado, éstos no le prestaron atención y en el momento en que estuvieron detrás de él Tarzán prosiguió su camino, torciendo a la derecha en el cruce de las dos calles.

La calle por la que había torcido era, en este punto, tan extremadamente tortuosa, que en su mayor parte no se beneficiaba para nada de las llamas que había en ambas esquinas, de modo que se vio obligado prácticamente a caminar a tientas en las densas sombras de la arcada. La calle se hacía un poco más recta justo antes de llegar a la siguiente llama, y cuando estuvo al alcance de la vista vio la silueta de un león recortada sobre un trecho iluminado. La bestia avanzaba lentamente por la calle en dirección a Tarzán.

Una mujer se cruzó en su camino directamente delante del animal y ni el león le prestó atención a ella, ni ella se la prestó al león. Un instante después un niño pequeño corrió tras la mujer, y tan cerca del león corrió, que la bestia tuvo que apartarse un poco para no chocar con el pequeño. El hombre-mono sonrió y cruzó a toda prisa al otro lado de la calle, pues sus delicados sentidos le indicaban que en este punto la brisa que recorría las calles de la ciudad y era desviada por la pared opuesta ahora soplaría desde el león hacia él cuando la bestia cruzara, mientras que si que quedaba en el lado de la calle en el que había estado caminando al descubrir al carnívoro, su rastro de olor sería transportado hasta los ollares del animal, y Tarzán era lo bastante listo para darse cuenta de que si bien podía engañar los ojos del hombre y de las bestias, no podía disfrazar tan fácilmente ante el olfato de uno de los grandes felinos el hecho de que él era una criatura de una especie diferente a la de los habitantes de la ciudad, los únicos seres humanos, posiblemente, con los que Numa estaba familiarizado. En él el felino reconocería a un extraño y, por lo tanto, a un enemigo, y Tarzán no deseaba retrasarse a causa de un encuentro con un león salvaje. Su estratagema salió bien y el león pasó por su lado limitándose a echar una mirada de soslayo en su dirección.

Había recorrido una pequeña distancia y casi estaba llegando a un punto en que pensaba que encontraría la calle que salia de la puerta de la ciudad cuando, en un cruce de calles, su olfato captó el rastro de olor de la muchacha. Entre un laberinto de otros rastros de olor el hombre-mono distinguió el de la muchacha y, un segundo después, el de Smith-Oldwick. Lo había conseguido, sin embargo, agachándose en cada cruce como si se ajustara las ataduras de la sandalia y acercando la nariz al suelo todo lo que le era posible.

Mientras avanzaba por la calle por la que los dos fueron conducidos aquel mismo día observó, como habían observado ellos, el cambio en el tipo de edificios al pasar de un barrio residencial a la parte ocupada por tiendas y bazares. Aquí el número de olores aumentó de modo que aparecían no sólo en los cruces de calles sino también entre un cruce y otro, y había mucha más gente en el exterior. Las tiendas estaban abiertas e iluminadas, pues con la puesta de sol el intenso calor del día había dado paso a un agradable frescor. También aquí aumentó el número de leones, que vagaban sueltos por las calles, y también por primera vez observó Tarzán la idiosincrasia de la gente.

Una vez estuvo a punto de ser derribado por un hombre desnudo que corría veloz por la calle gritando a pleno pulmón. Y otra vez por poco no se cae sobre una mujer que avanzaba en las sombras de una de las arcadas a cuatro patas. Al principio el hombre-mono pensó que buscaba algo que se le había caído, pero cuando se apartó para observarla, vio que no hacía nada de esto, sino que simplemente había decidido caminar con las manos y las rodillas en lugar de hacerlo sobre los pies. En otro bloque vio a dos hombres que peleaban en el tejado de un edificio contiguo hasta que por fin uno de ellos se liberó del otro y dio a su adversario un fuerte empujón que le arrojó al pavimento, donde se quedó inmóvil sobre el polvo de la calle. Por un instante un aullido salvaje resonó en toda la ciudad procedente de los pulmones del ganador y luego, sin vacilar ni un instante, el tipo se tiró de cabeza a la calle junto al cuerpo de su víctima. Un león salió de las densas sombras de un umbral y se aproximó a las dos cosas ensangrentadas e inertes que tenía ante sí. Tarzán se preguntó qué efecto produciría en la bestia el olor a sangre, y le sorprendió ver que el animal se limitaba a oliscar los cuerpos y la sangre roja y caliente y luego se tumbaba al lado de los dos hombres muertos.

Había recorrido poca distancia tras pasar junto al león cuando le llamó la atención la figura de un hombre que descendía trabajosamente del tejado de un edificio en el lado este de la ciudad. Eso despertó la curiosidad de Tarzán.

CAPÍTULO XXI

EN LA ALCOBA

Cuando Smith-Oldwick comprendió que se hallaba solo y prácticamente indefenso en un recinto lleno de grandes leones cayó, débil como estaba, en un estado que rozaba el terror histérico. Aferrado a los barrotes para tener apoyo, no se atrevía a volver la cabeza en dirección a las bestias. Notaba que las rodillas iban cediendo débilmente bajo su peso. Algo en el interior de su cabeza giraba con gran rapidez. Sintió un vahído y náuseas y de pronto todo se oscureció ante sus ojos mientras su cuerpo desmayado se derrumbaba al pie de la reja.

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