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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (16 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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La muchacha les había observado sólo uno o dos minutos cuando al pequeño grupo se unieron otros, que se acercaron por separado y en grupos hasta que hubo unos cincuenta grandes brutos reunidos allí, a la luz de la luna. Entre ellos había jóvenes simios y varios pequeños, que se aferraban con fuerza a los peludos hombros de sus madres. Luego el grupo se dividió y formó un círculo en torno a lo que parecía un pequeño montículo de tierra, con la parte superior plana, en el centro del claro. Sentadas cerca de este montículos se hallaban tres viejas hembras armadas con gruesas y cortas garras con las que empezaron a golpear la parte superior del montículo de tierra, lo que produjo un sonido resonante y apagado, y casi inmediatamente los otros simios empezaron a moverse alrededor, inquietos, acercándose y apartándose sin objeto hasta que dieron la impresión de ser una masa de grandes gusanos negros en movimiento.

Al principio el redoble del tambor era una cadencia lenta y pesada, pero después pasó a un ritmo fuerte que los simios seguían con paso mesurado y cuerpos oscilantes. Poco a poco, la masa se separó en dos anillos, el exterior de los cuales se componía de las hembras y los muy jóvenes, y el interior de los machos maduros. Los primeros dejaron de moverse y se sentaron, mientras los machos se movían ahora lentamente en un círculo en cuyo centro se encontraba el tambor, y todos iban ahora en la misma dirección.

Fue entonces cuando llegó débilmente a los oídos de la chica, procedente de la dirección de la aldea que habían abandonado hacía poco, un grito misterioso y estridente. El efecto que produjo en los simios fue como la electricidad: detuvieron sus movimientos y permanecieron en actitud de escuchar atentamente un momento, y luego uno, más grande que sus compañeros, alzó el rostro al cielo y con una voz que hizo estremecer el frágil cuerpo de la chica respondió al lejano grito.

Reanudaron el toque de tambor y prosiguieron con la lenta danza. Había cierta fascinación en la ceremonia salvaje que mantenía hechizada a la muchacha, y aunque le parecía poco probable que fuera descubierta, tenía la sensación de que sería mejor que se quedara el resto de la noche en su árbol y reanudara su huida a la luz del día, que resultaría comparativamente más segura que la noche.

Asegurándose de que su fajo de papeles se hallaba a salvo, buscó una postura lo más cómoda posible entre las ramas y se acomodó para contemplar la extraña actuación que tenía lugar en el claro.

Transcurrió media hora, durante la cual la cadencia del tambor fue aumentando gradualmente. Ahora el gran macho que respondió a la distante llamada saltó del círculo interior para bailar solo entre los que tocaban el tambor y los otros machos. Saltó y se agazapó y volvió a saltar, ahora gruñendo y gritando, deteniéndose de nuevo para alzar su espantoso rostro a Goro, la luna, y, golpeándose el peludo pecho, profirió un grito desgarrador, el desafío del simio macho, pero la muchacha no lo sabía.

Se quedó así bajo el resplandor de la gran luna, inmóvil después de lanzar su misterioso grito de desafío, en el escenario de la jungla primitiva y los simios en círculo formando una imagen de poder y salvajismo primitivo —un poderoso y musculoso Hércules salido del amanecer de la vida— cuando muy cerca detrás de ella la muchacha oyó un grito de respuesta, y un instante más tarde vio a un hombre blanco semidesnudo caer de un árbol próximo al claro.

Al instante los simios se convirtieron en un hatajo de enojadas bestias, rugiendo y gruñendo. Bertha Kircher contuvo el aliento. ¿Qué maníaco era éste, que osaba acercarse a estas espantosas criaturas en su propia guarida, solo contra cincuenta? Vio la figura de piel morena bañada en la luz de la luna caminar directamente hacia el grupo que no paraba de gruñir. Vio la simetría y la belleza de aquel cuerpo perfecto: su gracia, su fuerza, sus proporciones perfectas, y entonces le reconoció. Era la misma criatura a la que vio llevarse al comandante Schneider del cuartel general de Kraut, la misma que la rescató de Numa, el león, la misma a la que derribó de un golpe con la culata de su pistola y de la que escapó cuando la habría devuelto a sus enemigos, la misma que asesinó al capitán Fritz Schneider y a ella le salvó la vida aquella noche en Wilhelmstal.

Fascinada y sobrecogida por el miedo, le observó acercarse a los simios. Oyó los ruidos que emitía su garganta —sonidos idénticos a los proferidos por los simios— y aunque apenas podía dar crédito a sus oídos, sabía que esta criatura divina estaba conversando con las bestias en su propia lengua.

Tarzán se detuvo justo antes de llegar a las hembras del círculo exterior.

—¡Soy Tarzán de los Monos! —gritó—. No me conocéis porque soy de otra tribu; pero Tarzán viene en son de paz o viene a pelear… ¿qué preferís? Tarzán hablará con vuestro rey —y diciendo esto cruzó el círculo de hembras y jóvenes que ahora le cedían el paso formando un estrecho camino a través del cual pasó para dirigirse al círculo interior.

Las hembras y los cachorros gruñeron y se erizaron cuando él pasó más cerca, pero ninguno le impidió el paso, y así llegó al círculo interior de machos. Aquí le amenazaron colmillos al descubierto y caras rugientes y espantosamente deformadas.

—Soy Tarzán —repitió—. Tarzán viene a bailar el
dum-dum
con sus hermanos. ¿Dónde está vuestro rey?

Volvió a avanzar y la muchacha encaramada al árbol se llevó las palmas de las manos a las mejillas mientras observaba, con los ojos desorbitados, a ese loco que se dirigía hacia una muerte espantosa. En un instante se abalanzarían sobre él y le desgarrarían, de manera que aquella forma perfecta quedaría reducida a pedazos; pero también ahora el círculo se abrió, y aunque los simios rugieron y le amenazaron no le atacaron, y por fin Tarzán se encontró en el círculo interior cerca del tambor para enfrentarse al gran rey de los simios.

Tarzán habló de nuevo.

—Soy Tarzán de los Monos —anunció con voz fuerte—. Tarzán viene a vivir con sus hermanos. Vendrá en paz y vivirá en la paz o matará; pero ha venido y se quedará. ¿Qué ocurrirá: Tarzán bailará el
dum-dum
en paz con sus hermanos, o Tarzán matará primero?

—Soy Go-lat, rey de los simios —gritó el gran macho—. ¡Yo mato! ¡Mato! ¡Mato! —y con un hosco rugido se lanzó sobre el tarmangani.

El hombre-mono, al que la muchacha no dejaba de observar, parecía totalmente desprevenido para el ataque, y ella esperaba verle abatido y muerto en la primera embestida. El gran macho casi estaba sobre él con unas enormes manos abiertas para agarrarle antes de que Tarzán se moviera; pero cuando se movió, su rapidez habría avergonzado a Ara, el rayo. Como se lanza hacia adelante la cabeza de Histah, la serpiente, así se lanzó la mano izquierda del hombre bestia cuando cogió la muñeca izquierda de su oponente. Un rápido giro y el brazo derecho del macho quedó inmovilizado bajo el brazo derecho de su enemigo en una llave de
jujutsu
que Tarzán había aprendido entre los hombres civilizados; una llave con la que fácilmente podría romper grandes huesos-y que dejó indefenso al simio.

—¡Soy Tarzán de los Monos! —gritó el hombre-mono—. ¿Bailará Tarzán en paz o matará?

—¡Yo mato! ¡Yo mato! ¡Yo mato! —aulló Go-lat.

Con la rapidez de un felino, Tarzán retorció al rey de los simios sobre una cadera y le envió al suelo, donde cayó desmadejado.

—¡Soy Tarzán, rey de todos los simios! —gritó—. ¿Habrá paz?

Go-lat, furioso, se puso en pie de un salto y volvió a atacar, lanzando su grito de guerra:

—¡Yo mato! ¡Yo mato! ¡Yo mato! —y Tarzán volvió a recibirle con una llave que el estúpido simio, que la desconocía, no pudo desviar, una llave y un lanzamiento que produjo un grito de placer en el interesado público y llenó de dudas a la muchacha en cuanto a la locura del hombre; evidentemente, se hallaba bastante a salvo entre los simios, pues le vio llevarse a Go-lat a la espalda y luego catapultarle por encima de su hombro. El rey de los simios cayó de cabeza y permaneció tumbado, muy quieto.

—¡Soy Tarzán de los Monos! —gritó el hombre-mono—. He venido a bailar el
dum-dum
con mis hermanos —e hizo un gesto a los que tocaban el tambor, quienes enseguida reanudaron la cadencia de la danza donde la habían dejado para ver a su rey matar al insensato tarmangani.

Fue entonces cuando Go-lat alzó la cabeza y, poco a poco, se fue poniendo en pie. Tarzán se acercó a él.

—Soy Tarzán de los Monos —gritó—. ¿Tarzán bailará el
dum-dum
con sus hermanos ahora, o antes tendrá que matar?

Go-lat levantó los ojos inyectados en sangre hasta el rostro del tarmangani.

—¡Kagoda! —gritó—. ¡Tarzán de los Monos bailará el
dum-dum
con sus hermanos y Go-lat bailará con él!

Y entonces la muchacha, desde el árbol, vio al hombre salvaje saltar, inclinarse y golpear con los pies junto con los simios salvajes en aquel antiguo rito del
dum-dum
. Sus rugidos y gruñidos eran más bestiales que los de las bestias. Su bello rostro estaba deformado por la salvaje ferocidad. Se golpeaba el pecho y lanzaba su grito de desafío, mientras su piel suave y morena acariciaba los peludos abrigos de sus compañeros. Era extraña; era maravillosa; y en su primitivo salvajismo no estaba exenta de belleza, aquella rara escena que contemplaba, una escena que, probablemente, ningún ser humano jamás había presenciado, y sin embargo, al mismo tiempo, era horrible.

Mientras contemplaba hechizada la escena, un movimiento cauteloso en el árbol, detrás de ella, le hizo volver la cabeza, y allí, a su espalda, resplandecientes en la luz de la luna que se reflejaba en ellos, brillaban dos grandes ojos amarillo-verdosos. Sheeta, la pantera, la había encontrado.

La bestia estaba tan cerca que podría alargar la pata y tocarla con su gran garra. No había tiempo para pensar, no había tiempo para sopesar las probabilidades o para elegir alternativas. El impulso inspirado por el terror la guió cuando, con un fuerte grito, saltó del árbol al claro.

Al instante, los simios, ahora enloquecidos por los efectos de la danza y la luz de la luna, se volvieron para ver la causa de la interrupción. Vieron a esta tarmangani hembra, indefensa y sola, y se la quedaron mirando. Sheeta, la pantera, que sabía que ni siquiera Numa, el león, a menos que estuviera loco a causa del hambre, se atrevía a mezclarse con los grandes simios en su
dum-dum
, se había desvanecido en silencio en la noche, para ir a buscar su cena en otra parte.

Tarzán se volvió con los otros simios hacia la causa de la interrupción; vio a la muchacha, la reconoció y también comprendió el peligro que corría. También ahora podría morir a manos de otros, pero ¿por qué pararse a pensarlo? Él sabía que no lo permitiría, y aunque le avergonzaba, tenía que admitirlo.

Las hembras más destacadas ya se hallaban casi sobre la muchacha cuando Tarzán saltó entre ellas, y con fuertes golpes las dispersó a izquierda y derecha; y entonces, cuando los machos se acercaron para compartir la presa, pensando que este nuevo simio estaba a punto de quedarse con toda la carne para él solo, descubrieron que se estaba enfrentando a ellos con un brazo en torno a la criatura como para protegerla.

—Ésta es la hembra de Tarzán —dijo—. No le hagáis daño.

Era la única manera de que comprendieran que no debían matarla. Él se alegró de que la muchacha no pudiera interpretar sus palabras. Ya era lo bastante humillante efectuar semejante afirmación de su odiado enemigo ante unos simios salvajes.

Así que, una vez más, Tarzán de los Monos se vio obligado a proteger a un alemán. Gruñendo, masculló para sí, extenuado:

—Ella es una mujer y yo no soy alemán, ¡o sea que no podría ser de otra manera!

Los simios, enloquecidos por la danza y la luz de la luna.

CAPÍTULO IX

CAÍDO DEL CIELO

El teniente Harold Percy Smith-Oldwick, del
Royal Air Service
, se hallaba en misión de reconocimiento. Había llegado al cuartel general británico en el África oriental un informe, o mejor seria decir un rumor, que decía que el enemigo había llegado con fuerza a la costa oeste y marchaba a través del oscuro continente para reforzar sus tropas coloniales. En realidad, no se creía que el nuevo ejército estuviera a más de diez o doce días de marcha hacia el oeste. Por supuesto, el asunto era ridículo, absurdo, pero en la guerra a menudo suceden cosas absurdas; y, de todos modos, ningún buen general permite que el más mínimo rumor de actividad enemiga quede sin investigar.

De modo que el teniente Harold Percy Smith-Oldwick voló bajo hacia el oeste, buscando con ojos penetrantes alguna señal de un ejército tudesco. Ante él se extendían vastos bosques en los que un cuerpo del ejército alemán bien pudiera hallarse escondido, tan denso era el follaje de los grandes árboles. Montaña, prados y desierto pasaron formando un adorable panorama; pero ni asomo de un hombre vio el joven teniente.

Siempre esperando descubrir alguna señal de su paso —un camión abandonado, un armón de artillería roto o un antiguo campamento— prosiguió hacia el oeste hasta bien entrada la tarde. Sobre una llanura punteada de árboles por cuyo centro discurría un serpenteante río, decidió dar media vuelta y regresar al campamento. Tendría que volar en línea recta a toda velocidad si quería cubrir la distancia antes de que anocheciera; pero como tenía mucha gasolina y una máquina en la que podía confiar, no le cabía duda de que alcanzaría su objetivo. Fue entonces cuando el motor se caló.

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