Go-lat volvió a gruñir y siguió su camino.
—
El rey simio se puso sobre dos patas, furioso, gruñendo fuerte y golpeándose el pecho.
—Go-lat no tiene miedo —gritó—, pero no irá, porque el simio blanco no es de su tribu. Ve tú y llévate a la hembra del tarmangani, si tanto deseas salvar al simio blanco.
——Zu-tag irá —replicó el macho más joven—, y se llevará a la hembra del tarmangani y a todos los machos de que no sean cobardes —y diciendo esto lanzó una mirada interrogativa a los demás simios—. ¿Quién irá con Zu-tag a pelear con los gomangani y traerá a nuestro hermano? —preguntó.
Ocho jóvenes machos en la plenitud de su vigor se adelantaron y se situaron junto a Zu-tag, pero los machos viejos, con el conservadurismo y la precaución de muchos años sobre sus grises espaldas, menearon la cabeza y se alejaron detrás de Go-lat.
—Bien —exclamó Zu-tag—, no queremos hembras viejas con nosotros para pelear con los gomangani, porque esa es tarea de los luchadores de la tribu.
Los machos viejos no prestaron atención a estas palabras fanfarronas, pero los ocho que se ofrecieron voluntarios a acompañarle se llenaron de orgullo y se pusieron sobre dos patas golpeándose vanidosamente el pecho, exhibiendo los colmillos y lanzando su espantoso grito de desalo hasta que el horrible sonido retumbó en la jungla.
Bertha Kircher era una espectadora aterrada y con los ojos desorbitados de lo que, creía ella, sólo podía terminar en una terrible batalla entre aquellas bestias espantosas, y cuando Zu-tag y sus seguidores se pusieron a chillar en señal de desafío, la muchacha se dio cuenta de que estaba temblando de terror, pues de todos los ruidos de la jungla no había ninguno más sobrecogedor que el del gran simio macho cuando lanza su grito de desafío o de triunfo.
Si antes estaba aterrorizada, ahora casi se quedó paralizada de miedo cuando vio a Zu-tag y a sus simios volverse hacia la boina y aproximarse a ella. Con la agilidad de un felino, Zu-tag saltó limpiamente por encima del muro protector y se plantó ante ella. Bertha sostenía la lanza ante ella, valiente, con la punta hacia el pecho del simio. Éste empezó a farfullar y a gesticular, y aun con el poco conocimiento que ella tenía de los modos de los antropoides, comprendió que no la estaba amenazando, apenas si exhibió los colmillos y su expresión y actitud general era de alguien que intenta explicar un problema espinoso o suplicar por alguna causa justa. Al final empezó a mostrar su impaciencia, pues con un gesto de barrido de una gran pata le hizo caer la lanza de la mano, se le acercó y la cogió del brazo, pero sin brusquedad. Ella se encogió de miedo y, sin embargo, cierto sentido interior parecía tratar de asegurarle que aquella gran bestia no representaba ningún peligro para ella. Zu-tag farfulló con voz fuerte, señalando una y otra vez la jungla, hacia el sur, avanzando hacia la
boma
y tirando de la chica. Parecía casi frenético en sus esfuerzos por explicarle algo. Señaló hacia la
boma
, hacia ella y luego la selva, y después, por fin, como inspirado repentinamente, cogió la lanza, la tocó varias veces con el dedo índice y volvió a señalar hacia el sur. De pronto se le ocurrió a la muchacha que lo que el simio trataba de explicarle se relacionaba de alguna manera con el hombre blanco al que ellos creían que pertenecía. Posiblemente su inflexible protector se encontraba en un apuro, y cuando esta idea estuvo firmemente arraigada en su mente, la muchacha ya no se resistió, sino que echó a andar como si fuera a acompañar al joven macho. En el punto de la
boma
donde Tarzán había bloqueado la entrada, empezó a retirar los espinos, y cuando Zu-tag vio lo que hacía, empezó a ayudarla hasta que dispusieron de una abertura a través de la cual pasaron ella y el gran simio.
De inmediato Zu-tag y sus ocho simios echaron a andar rápidamente hacia la jungla, tan deprisa que Bertha Kircher tendría que correr a toda velocidad para seguirles el paso. Se dio cuenta de que no podía hacer esto, por lo que se vio obligada a rezagarse, desesperando a Zu-tag, que constantemente volvía atrás corriendo y la urgía a ir más deprisa. Decidió cogerla del brazo y trató de arrastrarla tras de sí. Sus protestas fueron inútiles ya que la bestia no sabía que eran protestas, y tampoco desistió hasta que a ella se le quedó un pie atrapado en una maraña de hierba y cayó al suelo. Entonces Zu-tag se puso verdaderamente furioso y empezó a gruñir de un modo espantoso. Sus simios le esperaban en el borde de la selva para que los guiara. De pronto se dio cuenta de que aquella pobre hembra débil no podía seguirles el paso, y que si viajaban con su lentitud quizá llegarían demasiado tarde para prestar ayuda al tarmangani, y así, el gigantesco antropoide cogió a Bertha Kircher del suelo y se la colocó a la espalda. Ella le rodeaba el cuello con los brazos y, en esta posición, él le cogió las muñecas con una gran garra para que no se cayera y echó a andar con rapidez para unirse a sus compañeros.
Como iba vestida con pantalones de montar, y no con molestas faldas que le estorbaran o se quedaran prendidas en los arbustos, pronto descubrió que podía aferrarse con fuerza a la espalda del potente macho y, cuando un momento más tarde él saltó a las ramas más bajas de los árboles, ella cerró los ojos y se agarró a él, aterrada ante la idea de precipitarse al suelo.
Aquel viaje a través de la selva primitiva con los nueve grandes simios permanecerá en la memoria de Bertha Kircher el resto de su vida, con tanta claridad como en el momento en que ocurrió.
Una vez pasada la primera oleada de miedo, al fin fue capaz de abrir los ojos y contemplar lo que le rodeaba con mayor interés; entonces la sensación de terror la fue abandonando poco a poco y fue sustituida por una de relativa seguridad cuando vio la facilidad y seguridad con que estas grandes bestias viajaban por los árboles; su admiración por el joven macho aumentó cuando se hizo evidente que incluso cargado con el peso adicional que era ella, se movía con más rapidez y sin mayores signos de fatiga que sus compañeros que iban sin carga.
Ni una sola vez se detuvo Zu-tag hasta que llegó a las ramas de un árbol cercano a la aldea nativa. Se oían los ruidos de la vida que discurría en el interior de la empalizada, las risas y los gritos de los negros y los ladridos de los perros, y a través del follaje la muchacha vislumbró la aldea de la que recientemente había huido. Se estremeció al pensar en la posibilidad de tener que volver a ella y de ser capturada de nuevo, y se preguntó por qué Zu-tag la había llevado allí.
Ahora los simios avanzaron despacio de nuevo y con gran precaución, moviéndose en silencio a través de los árboles como las ardillas hasta que llegaron a un punto desde el que podían ver fácilmente la empalizada y la calle de la aldea.
Zu-tag se sentó en cuclillas en una gran rama cerca del tronco del árbol y, aflojando los brazos de la muchacha de su cuello, le indicó que se buscara apoyo. Cuando lo hizo, él se volvió hacia ella y señaló repetidamente la puerta abierta de una cabaña situada al otro lado de la calle, justo debajo de ellos. Mediante diversos gestos parecía estar tratando de explicarle algo y por fin ella captó el germen de la idea: que su hombre blanco se hallaba allí prisionero.
Debajo de ellos se encontraba el techo de una choza al que le pareció que le resultaría fácil saltar, pero de lo que haría una vez hubiera entrado en la aldea no tenía ni idea.
Estaba ya anocheciendo y se habían encendido los fuegos bajo los pucheros. La muchacha vio la estaca en la calle de la aldea y los montones de leña alrededor de ella, y, de pronto, comprendió con terror a qué se debían aquellos preparativos. Ah, si al menos tuviera alguna arma que le permitiera albergar una débil esperanza, alguna pequeña ventaja contra los negros. Entonces no dudaría en aventurarse a entrar en la aldea en un intento de salvar al hombre que en tres ocasiones diferentes había salvado la suya. Sabía que él la odiaba, y sin embargo en su pecho ardía con fuerza el sentido del deber. No podía entenderlo. Jamás en su vida había visto a un hombre tan paradójico y formal. En muchos aspectos, era más salvaje que las bestias con las que se juntaba, y sin embargo, por otro lado, era educado como un caballero de la Antigüedad. Durante varios días estuvo perdida con él en la jungla, absolutamente a su merced, y no obstante había llegado a confiar tanto en su honor que cualquier temor que le sobreviniera respecto a él desaparecía rápidamente.
Por el contrario, que podía ser espantosamente cruel lo probaba por el hecho de que tenía intención de dejarla sola en medio de los terribles peligros que la amenazaban de noche y de día.
Evidentemente Zu-tag esperaba a que se hiciera de noche antes de llevar a cabo ningún plan que hubiera madurado en su pequeño cerebro salvaje, pues él y sus compañeros permanecían sentados tranquilamente en él árbol, cerca de ella, observando los preparativos de los negros. Entonces se hizo evidente que entre los negros se había producido algún altercado, pues una veintena o más de ellos estaban congregados en torno a uno que parecía ser su jefe, y todos hablaban y gesticulaban acaloradamente. Tras cinco o diez minutos de discusión, el pequeño grupo se dispersó y dos guerreros corrieron al extremo opuesto de la aldea, desde donde regresaron poco después con una gran estaca que instalaron junto a la que ya estaba colocada. La muchacha se preguntó para qué sería la segunda estaca, pero no tuvo que esperar mucho para saberlo.
Para entonces era bastante oscuro —la aldea estaba iluminada por el irregular resplandor de muchas hogueras— y ahora la muchacha vio a un número de guerreros que se aproximaba y entraba en la cabaña que Zu-tag estaba observando. Un momento después reaparecieron, arrastrando entre ellos a dos cautivos, uno de los cuales fue reconocido de inmediato por la muchacha como su protector y el otro como un inglés con uniforme de aviador. Esta era, por tanto, la razón de las dos estacas.
Se levantó de inmediato y puso una mano sobre el hombro de Zu-tag señalando hacia la aldea.
—Ven —dijo, como si hablara con uno de su propia especie; y con esta palabra saltó ágilmente al tejado de la choza. Caer desde allí al suelo fue fácil, y unos instantes más tarde se hallaba dando la vuelta a la cabaña por el lado más alejado de las hogueras, manteniéndose en las densas sombras donde era poco probable que fuera descubierta. Se volvió una vez y vio que Zu-tag se encontraba detrás de ella, su enorme volumen erguido en la oscuridad, mientras detrás de él había otra correspondiente a uno de los suyos. La habían seguido, y esto le dio una mayor sensación de seguridad y esperanza.
Se detuvo junto a la cabaña y atisbó con cautela por la esquina. A pocos centímetros estaba la entrada, y más allá, más lejos en la calle, los negros se congregaban en torno a los prisioneros, a los que ya estaban atando a las estacas. Todos los ojos se concentraban en las víctimas, y sólo existía una mínima posibilidad de que ella y sus compañeros fueran descubiertos hasta que estuvieran cerca de los negros. Sin embargo, la muchacha deseó tener alguna arma con la que dirigir el ataque, pues no podía saber con certeza si los grandes simios la seguirían o no. Esperando encontrar algo dentro de la cabaña, se deslizó deprisa al interior de ésta y detrás de ella, uno a uno, fueron entrando los nueve simios. La muchacha registró apresuradamente el interior y descubrió una lanza, la cogió y se dirigió a la entrada.
Tarzán de los Monos y el teniente Harold Percy Smith-Oldwick estaban atados a sus respectivas estacas. Ninguno de los dos hablaba desde hacía rato. El inglés volvió la cabeza para ver a su compañero de desdicha. Tarzán se mantenía erguido en su estaca. Su rostro era completamente inexpresivo, o no reflejaba miedo ni ira. Su actitud mostraba indiferencia, aunque ambos hombres sabían que estaban a punto de ser torturados.
—Adiós, amigo —susurró el joven teniente.
Tarzán volvió los ojos en dirección al otro hombre y sonrió.
—Adiós —dijo—. Si quieres que esto se acabe pronto, inhala el humo y las llamas lo más deprisa que puedas.
—Gracias —respondió el aviador y, aunque hizo una mueca irónica, se irguió y se cuadró.
Las mujeres y los niños se habían sentado formando una ancho círculo en torno a las víctimas mientras los guerreros, espantosamente pintados, iban situándose lentamente para iniciar la danza de la muerte. Tarzán se volvió de nuevo a su compañero.
—Si quieres estropearles la diversión —dijo—, no armes escándalo por mucho que sufras. Si puedes llegar hasta el final sin alterar la expresión de la cara ni pronunciar una sola palabra, les privarás de todos los placeres de esta parte de la diversión. Adiós otra vez y buena suerte.
El joven inglés no respondió pero era evidente, por lo apretadas que tenía las mandíbulas, que los negros se divertirían poco con él.
Ahora los guerreros estaban formando un círculo. Después Numabo haría brotar la primera sangre con su afilada lanza, lo que serviría de señal para el inicio de la tortura, tras la cual se encendería los haces de leña en torno a los pies de las víctimas.
El horrible jefe danzaba cada vez más cerca, mostrando a la luz de las hogueras sus dientes amarillos y afilados entre sus gruesos labios rojos. Ya doblándose hacia adelante, ya pateando furiosamente el suelo, ya saltando en el aire, bailaba paso a paso en el círculo que se iba estrechando y que le situaría a la distancia de una lanza del proyectado festín.
Finalmente, la lanza se acercó y tocó al hombre-mono en el pecho, y cuando se desprendió, un pequeño reguero de sangre se deslizó por la suave piel marrón. Casi simultáneamente estalló en la periferia del expectante público un alarido de mujer que pareció una señal para una serie de espantosos gritos, gruñidos y ladridos y se formó una gran conmoción en aquella parte del círculo. Las víctimas no vieron la causa de la perturbación, pero Tarzán no necesitaba verlo, supo por las voces de los simios la identidad de los perturbadores. Sólo se preguntó qué les habría traído y cuál era el objetivo del ataque, pues no podía creer que vinieran a rescatarle.
Numabo y sus guerreros salieron enseguida del círculo de su danza para ver, avanzando a empujones hacia ellos a través de las filas de su vociferante y aterrada gente, a la muchacha blanca que había huido de ellos unas noches antes, y detrás de ella lo que, a sus sorprendidos ojos, parecía una verdadera horda de los enormes y peludos hombres de la selva a quienes miraban con considerable temor y respeto.