Dando golpes a diestra y siniestra con sus fuertes puños, desgarrando con sus grandes colmillos, se acercaban Zu-tag, el joven macho, mientras pisándole talones, y siguiendo su ejemplo, se apiñaban sus espantosos simios. Atravesaron con rapidez la multitud de ancianos, mujeres y niños, dirigiéndose directamente hacia Numabo y sus guerreros, siempre encabezados por la muchacha. Fue entonces cuando estuvo al alcance de la vista de Tarzán y éste vio con sorpresa quién dirigía a los simios en su rescate.
Gritó a Zu-tag:
—Id a por los machos grandes mientras ella me desata —y a Bertha Kircher—: ¡Rápido! ¡Corta estas ataduras! Los simios se ocuparán de los negros.
La muchacha corrió a su lado. No tenía cuchillo y las ataduras estaban fuertes, pero trabajó con rapidez y frialdad, y mientras Zu-tag y los simios atacaban a los guerreros logró aflojar las ataduras de Tarzán lo suficiente para que pudiera sacar las manos, con lo que al cabo de un minuto se había liberado.
—Ahora desata al inglés —ordenó él, antes de correr a reunirse con Zu-tag y sus compañeros en su lucha contra los negros. Numabo y sus guerreros se dieron cuenta del escaso número de simios que les atacaban, y se resistían con determinación y estaban dispuestos a vencer a los invasores con lanzas y otras armas. Tres de los simios ya habían caído, muertos o mortalmente heridos, cuando Tarzán, comprendiendo que los simios se llevarían la peor parte, a menos que hallara algún medio de quebrar la moral de los negros, miró alrededor en busca de algún medio de conseguir el fin deseado. Y de pronto sus ojos se posaron en la solución a sus problemas. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios cuando cogió una vasija de agua hirviendo de una de las fogatas y la arrojó sobre la cara de los guerreros. Gritando de terror y dolor se retiraron, pese a que Numabo les instaba a que atacaran.
Apenas se había derramado el primer caldero de agua hirviendo sobre ellos cuando Tarzán les inundó con el segundo, y no fue necesario un tercero para enviarles aullando en todas direcciones para hallar refugio en sus cabañas.
Cuando Tarzán recuperó sus armas, la muchacha ya había liberado al joven inglés, y con los seis restantes simios, los tres europeos avanzaron despacio hacia la puerta de la aldea, armándose el aviador con una lanza desechada por uno de los guerreros escaldados, mientras avanzaban hacia la oscuridad exterior. Numabo fue incapaz de reunir a sus guerreros, ahora absolutamente aterrados y dolorosamente quemados, de modo que rescatados y rescatadores salieron de la aldea a la negrura de la jungla sin más problemas.
Tarzán cruzó la jungla en silencio. A su lado caminaba Zu-tag, el gran simio, y detrás de ellos los antropoides supervivientes seguidos por Fräulein Bertha Kircher y el teniente Harold Percy Smith-Oldwick, este último un inglés absolutamente asombrado y confundido.
En toda su vida Tarzán de los Monos se había visto obligado a reconocer pocos compromisos. Se había abierto camino en su mundo salvaje gracias a sus propios músculos, la superior agudeza de sus cinco sentidos y el poder de razonar que le había dado Dios. Esta noche había adquirido el mayor de sus compromisos: debía su vida a otro, y Tarzán meneó la cabeza y gruñó, pues se la debía a quien odiaba por encima de todos los demás.
Mediante diversos gestos parecía estar tratando de explicarle algo.
EN BUSCA DEL AEROPLANO
Tarzán de los Monos, de regreso de una caza satisfactoria, con el cuerpo de Bara, el ciervo, colgado de un fuerte y tostado hombro, se detuvo en las ramas de un gran árbol en el borde de un claro a contemplar con tristeza dos figuras que se alejaban del río y se dirigían hacia la choza situada a poca distancia.
El hombre-mono meneó su despeinada cabeza y suspiró. Sus ojos se dirigieron hacia el oeste y sus pensamientos hacia la lejana cabaña, junto al puerto rodeado de tierra de la gran extensión de agua que bañaba la playa de su hogar de la infancia; hacia la cabaña de su padre fallecido hacía tiempo, y los recuerdos y tesoros de una infancia feliz le tentaban. Desde que perdió a su compañera, se había apoderado de él una gran nostalgia de regresar a los lugares de su juventud: la selva virgen donde había vivido la vida que más le gustaba mucho antes de que el hombre la invadiera. Allí esperaba renovar la antigua vida en las antiguas condiciones para superar la tristeza y quizá, hasta cierto punto, olvidar.
Pero la pequeña cabaña y el puerto rodeado de tierra se hallaban muy lejos, y existía el inconveniente de lo que creía que les debía a las dos figuras que caminaban en el claro, delante de él. Uno era un hombre joven vestido con un uniforme andrajoso de la RAF, y la otra una mujer joven vestida con los restos aún más harapientos de lo que en otro tiempo fue un traje de montar.
Un capricho del destino había unido a estas dos naturalezas radicalmente distintas. Una era la de una bestia salvaje, semidesnuda, otra la de un oficial del ejército inglés y la mujer, aquella a quien el hombre-mono odiaba porque sabía que era una espía alemana.
Cómo iba a deshacerse de ellos Tarzán no podía imaginárselo, a menos que les acompañara en la pesada marcha de regreso a la costa este, una marcha que le obligaría a rehacer una vez más el largo y fatigoso camino que ya había recorrido hacia su meta; sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? Aquellos dos no poseían ni la fuerza ni la resistencia ni el conocimiento de la jungla necesarios para acompañarle a través de la región desconocida que debían de cruzar para ir al oeste, y tampoco deseaba llevarles consigo. Quizá habría tolerado al hombre, pero ni siquiera podía pensar en la presencia de la muchacha en la lejana cabaña, que en cierto modo se había convertido para él en un lugar sagrado, sin que un gruñido de rabia acudiera a sus labios. Sólo quedaba, pues, un camino, ya que no podía abandonarles. Debía realizar lentas y fatigosas marchas de regreso a la costa este, o al menos hasta el primer asentamiento blanco que encontrara en aquella dirección.
Es cierto que pensó en abandonar a la muchacha a su destino, pero eso fue antes de que ella se convirtiese en pieza clave para salvarle de la tortura y la muerte a manos de los wamabos negros. Le irritaba la obligación que ella le había impuesto, pero no obstante lo agradecía; y mientras observaba a los dos, la expresión triste de su rostro se iluminó con una sonrisa cuando pensó en la indefensión de ambos. ¡Qué cosa tan insignificante era en verdad el hombre! Qué mal dotado estaba para combatir las fuerzas salvajes de la naturaleza y la jungla. Incluso el pequeño
balu
de la tribu de Go-lat, el gran simio, estaba mejor preparado para sobrevivir que éstos, pues un
bala
al menos podía escapar de las numerosas criaturas que amenazaban su existencia, pese a que con la única excepción quizá de Kota, la tortuga, ninguna se movía tan despacio como el indefenso y débil hombre.
Sin él, aquellos dos sin duda morirían de hambre en medio de la abundancia, en caso de que por algún milagro escaparan de otras fuerzas de destrucción que constantemente les amenazaban. Aquella mañana Tarzán les había traído fruta, nueces y llantén, y ahora les traía la carne de su matanza, mientras lo mejor que ellos podían hacer era ir a buscar agua al río. Incluso ahora, mientras cruzaban el claro hacia la
boma
., eran completamente ignorantes de la presencia de Tarzán cerca de ellos. No sabían que sus aguzados ojos les estaban observando, ni que otros ojos menos amistosos les miraban desde un grupo de arbustos cerca de la entrada de la
boma
. No sabían estas cosas, pero Tarzán sí. Tampoco podían ver a la criatura que se agazapaba entre el follaje; sin embargo, él sabía que estaba allí, qué era y cuáles eran sus intenciones, con tanta exactitud como si estuviera a la vista.
Un leve movimiento de las hojas de la parte superior de un solo tallo, le había alertado de la presencia de una criatura en aquel lugar, pues el movimiento no era el que producía el viento. Procedía de la presión ejercida en la parte baja del tallo que comunica un movimiento de las hojas diferente del que produce el viento que pasa entre ellas, como cualquiera que haya pasado toda su vida en la jungla bien sabe, y el mismo viento que pasaba a través del follaje del arbusto llevó a la sensible nariz del hombre-mono la indiscutible prueba de que Sheeta, la pantera, esperaba allí a que los dos volvieran del río.
Habían recorrido la mitad de la distancia hasta la entrada de la
boma
cuando Tarzán les gritó que se detuvieran. Ellos miraron sorprendidos en la dirección de donde venía la voz y le vieron arrojarse ágilmente al suelo y avanzar hacia ellos.
—Acercaos a mí despacio —les gritó—. No corráis, porque si lo hacéis Sheeta atacará.
Hicieron lo que les decía, con el rostro lleno de asombro interrogador.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el inglés—. ¿Quién es Sheeta?
Pero, por toda respuesta, el hombre-mono arrojó el cuerpo muerto de Bara, el venado, al suelo y saltó hacia ellos, los ojos fijos en algo que había detrás; y fue entonces cuando los dos se volvieron y conocieron a Sheeta, pues detrás de ellos un felino con cara demoníaca se lanzó rápidamente en su dirección.
Sheeta, con creciente ira y recelos, había visto al hombre-mono saltar del árbol y acercarse a su presa. La experiencia de la vida, respaldada por el instinto, le indicó que el tarmangani estaba a punto de arrebatársela y como Sheeta tenía hambre, no tenía intención de verse privado tan fácilmente de la carne que ya consideraba suya.
La muchacha ahogó un grito involuntario al ver la proximidad de los colmillos enfurecidos que iban a embestirles. Se encogió cerca del hombre y se aferró a él y, aun desarmado e indefenso como estaba, el inglés la empujó detrás de él para protegerla con su cuerpo y afrontó erguido la embestida de la pantera. Tarzán observó ese acto y, aunque estaba acostumbrado a los actos de valor, le emocionó la desesperada e inútil muestra de valentía del hombre.
La pantera avanzaba rápidamente y la distancia que la separaba del matorral en el que se había ocultado de los objetos de su deseo no era grande. En el tiempo que uno podría tardar en leer y comprender una docena de palabras, el felino de fuertes patas podría cubrir la distancia completa y dar caza a su presa, sin embargo, si Sheeta era veloz, más lo era Tarzán. El teniente inglés vio al hombre-mono pasar por su lado como el viento. Vio el gran felino girar en su ataque como para eludir al salvaje desnudo que se precipitaba hacia él, ya que la intención evidente de Sheeta era dar cuenta de su caza antes de intentar protegerse de Tarzán.
El teniente Smith-Oldwick vio estas cosas y luego, con creciente asombro, vio que el hombre-mono también giraba y saltaba hacia el felino moteado como un jugador de rugby salta sobre un corredor. Vio los brazos fuertes y morenos rodeando el cuerpo del carnívoro, el brazo izquierdo delante del hombro izquierdo de la bestia y el brazo derecho detrás de la pata delantera derecha, y con el impacto los dos rodaron juntos sobre el suelo. Oyó los gruñidos provocados por aquel bestial combate, y con una sensación de no poco horror comprendió que los ruidos que salían de la garganta humana del hombre apenas podían distinguirse de los de la pantera.
Superado el primer momento de terror, la muchacha se soltó del brazo del inglés.
—¿No podemos hacer nada? —preguntó—. ¿No podemos ayudarle antes de que esa bestia le mate?
El inglés examinó el suelo en busca de algún misil con el que atacar a la pantera, y entonces la muchacha profirió una exclamación y echó a correr hacia la cabaña.
—Espera aquí dijo por encima del hombro. —Iré a buscar la lanza que él me dejó.
Smith-Oldwick vio que la pantera buscaba con las garras la carne del hombre y el hombre, por su parte, tensaba cada músculo y utilizaba todos los artificios para mantener su cuerpo fuera de su alcance. Los músculos de sus brazos sobresalían bajo la morena piel. Las venas también se le destacaban en el cuello y la frente mientras, cada vez con más fuerza, trataba de acabar con la vida del gran felino. El hombre-mono tenía los dientes clavados en el cogote de Sheeta y ahora logró rodear el torso de la bestia con sus piernas, que cruzó y enlazó bajo el vientre del felino. Saltando y gruñendo, Sheeta se esforzaba por deshacerse del hombre-mono. Se arrojó al suelo y rodó una y otra vez. Se puso sobre sus patas traseras y se echó hacia atrás, pero la criatura salvaje siempre se aferraba tenaz a su espalda, y siempre los poderosos brazos marrones le apretaban el pecho cada vez con más fuerza.
Y entonces la muchacha, jadeando a causa de la rápida carrera, regresó con la lanza corta que Tarzán le dejara como única arma de protección. No esperó a entregársela al inglés, que corrió hacia ella para recibirla, sino que pasó de largo y de un salto se plantó cerca de la masa de pelo amarillo y suave piel marrón que gruñía y daba tumbos. Varias veces intentó clavar la punta en el cuerpo del felino, pero el miedo a poner en peligro al hombre-mono siempre la hizo desistir, pero al fin los dos permanecieron inmóviles un momento, mientras el carnívoro buscaba un instante de descanso del agotador ejercicio de la batalla, y fue entonces cuando Bertha Kircher clavó la punta de la lanza en el costado y lo hundió en el corazón de la bestia salvaje.
Tarzán se levantó de encima del cuerpo muerto de Sheeta y se sacudió como hacen los animales que están completamente cubiertos de pelo. Como otros muchos de sus rasgos y actitudes, esto era consecuencia del ambiente más que de herencia o regresión, y aunque externamente era un hombre, el inglés y la muchacha quedaron impresionados por la naturalidad con que lo hizo. Fue como si Numa, al dar fin a una pelea, se hubiera sacudido para arreglar su despeinada melena y pelaje, y también había algo extraño en ello como lo hubo cuando de aquellos labios bien definidos salieron gruñidos salvajes y espantosos rugidos.