Inmóvil como una estatua de bronce el astuto hombre-mono esperaba, pues sabía muy bien cuán cauto era Pisah, el pez. El más mínimo movimiento le ahuyentaría y sólo con infinita paciencia se le podía capturar. Tarzán dependía de su propia celeridad y de lo imprevisto de su ataque, pues no tenía cebo ni anzuelo. Su conocimiento de las costumbres de los habitantes del agua le indicaba dónde esperar a Pisah. El pez podría tardar un minuto o una hora en entrar en el pequeño remanso sobre el que él estaba agazapado, pero tarde o temprano lo haría. El hombre-mono lo sabía, y con la paciencia de la bestia de rapiña esperaba a su presa.
Al fin vio un reflejo de brillantes escamas. Pisah se acercaba. En un instante estaría al alcance de la mano y entonces, con la rapidez del rayo, dos fuertes manos de color tostado se hundirían en el agua y lo atraparían, pero justo en el momento en que el pez estaba a punto de ponerse a su alcance, hubo un gran crujido en la maleza detrás del hombre-mono. Al instante Pisah desapareció y Tarzán, gruñendo, se giró en redondo para ver si se trataba de alguna criatura que pudiese ser una amenaza para él. En cuanto se giró vio que el autor de la distracción era Zu-tag
—¿Qué quiere Zu-tag? —preguntó el hombre-mono.
—Zu-tag viene al agua a beber —respondió el simio.
—¿Dónde está la tribu? —quiso saber Tarzán.
—Están buscando comida en la selva —respondió Zu-tag
—¿Y la hembra y el macho tarmangani… —preguntó Tarzán— están a salvo?
—Se han marchado —respondió Zu-tag—. Kudu ha salido de su guarida dos veces desde que se marcharon.
—¿La tribu les hizo marchar? —preguntó Tarzán.
—No —respondió el simio—. No les vimos irse. No sabemos por qué se marcharon.
Tarzán fue saltando a través de los árboles hacia el claro. La choza y la
boma
se hallaban tal como las había dejado, pero no había rastro ni de la mujer ni del hombre. Cruzó el claro y entró en la
boma
y luego en la choza. Ambas estaban vacías, y su aguzado olfato le indicó que hacía al menos dos días que se habían ido. Cuando estaba a punto de salir de la choza, vio un papel clavado en la pared con una astilla de madera; lo cogió y leyó:
Después de lo que me contaste de la señorita Kircher, y como sé que ella te desagrada, me ha parecido que no es justo para ella y para ti que sigamos abusando. Sé que nuestra presencia te impide proseguir tu viaje hacia la costa, y por eso he decidido que es mejor que intentemos llegar a los asentamientos de blancos inmediatamente, sin abusar más de ti. Los dos te agradecemos tu amabilidad y protección. Si de algún modo pudiera pagarte lo que siento que te debo, estaría encantado de hacerlo.
Estaba firmado por el teniente Harold Percy Smith-Oldwick.
Tarzán se encogió de hombros, arrugó la nota y la arrojó a un lado. Experimentó cierta sensación de alivio de la responsabilidad y se alegró de que le quitaran el asunto de las manos. Se habían marchado y olvidarían, pero por alguna razón él no podía olvidar. Salió y cruzó la
boma
… Se sentía inquieto, desasosegado, y emprendió viaje hacia el norte como respuesta a una repentina determinación de seguir su camino hacia la costa oeste. Seguiría el sinuoso río hacia el norte unos kilómetros, donde su curso torcía al oeste, y luego seguía hacia su fuente cruzando una meseta boscosa y ascendía a las colinas y las montañas. Al otro lado de la cadena montañosa buscaría un río que bajara hacia la costa oeste, y así, siguiendo los ríos, tendría la seguridad de conseguir caza y agua.
Pero no llegó muy lejos. Dio quizá una docena de pasos y de pronto se detuvo.
—Es un inglés —murmuró— y el otro es una mujer. Jamás podrán llegar a los asentamientos sin mi ayuda. No pude matarla con mis propias manos cuando lo intenté, y si les dejo ir solos, la habré matado con la misma seguridad que si le hubiera clavado mi cuchillo en el corazón. No —y meneó la cabeza de nuevo—. Tarzán de los Monos es un necio y un débil —y retrocedió dirigiéndose de nuevo hacia el sur.
Manu, el mono, vio pasar a los dos tarmangani dos días antes. Con su parloteo se lo contó a Tarzán, habían ido en dirección a la aldea de los gomangani, eso lo vio Manu con sus propios ojos, así que el hombre-mono fue saltando de rama en rama a través de la jungla en dirección al sur y, aunque no se esforzaba mucho por seguir el rastro de aquellos a los que seguía, encontró numerosas pruebas de que habían pasado por allí; leves insinuaciones de su olor se aferraban ligeramente a una hoja, una rama o un tronco que habían tocado; o en la tierra, las huellas donde sus pies habían pisado, y donde el camino serpenteaba por la sombría profundidad de la selva, la impresión de sus zapatos aún se notaba ocasionalmente en la masa húmeda de vegetación putrefacta que alfombraba el camino.
Una inexplicable necesidad incitó a Tarzán a aumentar la velocidad. La misma vocecita que le regañaba por haberles descuidado parecía susurrarle sin cesar que ahora se hallaban en dificultades. La conciencia de Tarzán le estaba causando problemas, lo que explicaba el hecho de que se comparara a sí mismo con una mujer débil y anciana, pues el hombre-mono, criado en el salvajismo y acostumbrado a las penalidades y la crueldad, detestaba admitir cualquiera de los rasgos más amables que en realidad le correspondían por nacimiento.
El sendero daba un rodeo hacia el este de la aldea de los wamabos, y luego volvía al ancho camino de elefantes más cerca del río, donde proseguía en dirección sur durante varios kilómetros. Allí llegó a los oídos del hombre-mono un extraño zumbido palpitante. Por un instante se detuvo, escuchando con atención.
—¡Un aeroplano! —murmuró, y reemprendió la marcha a mayor velocidad.
Cuando Tarzán de los Monos llegó por fin al borde de la pradera donde el avión de Smith-Oldwick había aterrizado, captó toda la escena de un rápido vistazo y comprendió la situación, aunque apenas podía dar crédito a sus ojos. Atado e indefenso, el oficial inglés yacía en el suelo a un lado de la pradera, rodeado de un grupo de desertores negros del mando alemán. Tarzán había visto antes a estos hombres y sabía quiénes eran. Acercándose por la pradera había un aeroplano pilotado por el negro Usanga, y en el asiento posterior se encontraba la muchacha blanca, Bertha Kircher. Tarzán no lograba explicarse cómo era posible que el ignorante salvaje fuera capaz de hacer funcionar el avión, ni tenía tiempo para especular sobre el tema. Lo que sabía de Usanga, junto con la posición del hombre blanco, le indicó que el sargento negro trataba de llevarse a la muchacha blanca. Por qué lo hacía cuando la tenía en su poder y había capturado y maniatado a la única criatura en la jungla que podría desear defenderla, que el negro supiera Tarzán no lo entendía, pues nada sabía de las veinticuatro esposas del sueño de Usanga ni del miedo que el negro sentía de Naratu, su actual compañera. No sabía, pues, que Usanga había decidido huir con la muchacha blanca para jamás regresar, y poner tanta distancia entre él y Naratu que esta última jamás le encontrara; pero esto mismo era lo que estaba en la mente del negro aunque ni siquiera sus guerreros lo sospecharan. Les dijo que llevaría a la cautiva a un sultán del norte y allí obtendría un elevado precio por ella, y que cuando regresara recibirían parte del botín.
Todas estas cosas Tarzán no las sabía. Lo único que sabía era lo que veía: un negro intentando huir en avión con una muchacha blanca. El aparato ya se iba separando poco a poco del suelo. En un instante se elevaría velozmente y quedaría fuera de su alcance. Al principio Tarzán pensó en poner una flecha en su arco y matar a Usanga, pero enseguida abandonó la idea porque sabía que en el momento en que el piloto muriera, el aparato quedaría sin control y arrastraría a la muchacha a la muerte, estrellándose entre los árboles.
Sólo había una manera de socorrerla, una manera que si fracasaba le enviaría a la muerte instantánea y, sin embargo, no vaciló en intentar ponerla en práctica.
Usanga no le vio, demasiado concentrado en las obligaciones desacostumbradas de piloto, pero los negros al otro lado de la pradera le vieron y echaron a correr hacia él con fuertes gritos salvajes y amenazadores rifles para interceptarle. Vieron a un gigantesco hombre blanco saltar de las ramas de un árbol a la hierba y correr a toda velocidad hacia el avión. Le vieron coger una larga soga de hierba que llevaba enrollada a los hombros mientras corría. Vieron oscilar el nudo corredizo formando un ondulante círculo por encima de su cabeza. Vieron a la muchacha blanca en el aparato mirar hacia abajo y descubrirle.
Veinte pies por encima del hombre-mono que corría se elevaba el enorme avión. El nudo abierto salió disparado hacia arriba para unirse con el aparato y la muchacha, medio adivinando las intenciones del hombre-mono, alargó el brazo y cogió el nudo, se afianzó y se aferró a él con todas sus fuerzas. Al mismo tiempo, Tarzán era izado en el aire y el avión se ladeó como respuesta a la nueva tensión. Usanga se agarró con fuerza al control y el aparato salió disparado hacia arriba formando un extraño ángulo. Colgado en el extremo de la soga, el hombre-mono oscilaba como un péndulo en el espacio. El inglés, que yacía atado en el suelo, fue testigo de todo esto. El corazón se le paró cuando vio el cuerpo de Tarzán en el aire en dirección a los árboles entre los cuales, inevitablemente, se estrellaría; pero el avión iba elevándose con gran rapidez, por lo que el hombre bestia quedó por encima de la mayoría de ramas altas de los árboles. Luego, poco a poco, trepó hacia el fuselaje. La muchacha, que se agarraba desesperadamente al nudo corredizo, tensó todos los músculos para sujetar el gran peso que colgaba del extremo inferior de la soga.
Usanga, ajeno a lo que estaba ocurriendo detrás de él, elevaba el avión cada vez más en el aire.
Tarzán miró abajo. Las copas de los árboles y el río quedaron atrás enseguida, y sólo una delgada soga de hierba y los músculos de una frágil muchacha se interponían entre él y la muerte que le esperaba miles de pies más abajo.
A Bertha Kircher le parecía que perdía los dedos de las manos. El entumecimiento le iba subiendo por los brazos y le llegaba hasta los codos. Era incapaz de predecir cuánto rato podría permanecer agarrada a la tensa soga. Le parecía que aquellos dedos sin vida se relajarían en cualquier instante y entonces, cuando estaba a punto de perder las esperanzas, vio una fuerte mano marrón que se asía al costado del fuselaje. Al instante desapareció el peso de la soga, y un momento más tarde Tarzán de los Monos alzó su cuerpo por encima del costado y pasó una pierna por el borde. Miró a Usanga y luego, acercando la boca al oído de la muchacha, gritó:
—¿Alguna vez has pilotado un avión?
La muchacha asintió con la cabeza al instante.
—¿Te atreves a colocarte ahí delante, al lado del negro, y coger el control mientras yo me ocupo de él?
La muchacha miró hacia Usanga y se estremeció.
—Sí —respondió—, pero tengo los pies atados.
Tarzán sacó su cuchillo de caza de su funda y cortó las ataduras de los tobillos de la muchacha. Luego ésta se desabrochó la correa que la sujetaba a su asiento. Tarzán agarró el brazo de la muchacha y la sujetó mientras los dos se arrastraban muy despacio por encima del fuselaje para llegar al asiento delantero. Un mínimo movimiento de ladeo del avión les arrojaría a ambos a la eternidad. Tarzán comprendió que sólo por un milagro del azar podrían llegar a Usanga y efectuar el cambio de pilotos, y sin embargo sabía que tenían que correr ese riesgo, pues en los breves momentos desde que vio el avión por primera vez, se dio cuenta de que el negro apenas tenía experiencia como piloto y que la muerte les aguardaba con toda seguridad, en cualquier caso, si el sargento negro seguía en el control.
La primera pista que tuvo Usanga de que no todo iba bien fue que la muchacha se deslizó a su lado y cogió el control y, al mismo tiempo, unos dedos como el acero le agarraron la garganta. Una mano de color marrón le cayó encima con una afilada hoja y cortó la correa que le sujetaba por la cintura, y unos músculos gigantescos le levantaron del asiento. Usanga arañó el aire y lanzó un alarido, pero estaba indefenso como un bebé. Mucho más abajo, los observadores que permanecían en la pradera vieron que el areroplano se inclinaba en el cielo, pues con el cambio de control había caído en picado. Lo vieron enderezarse y, efectuando un breve círculo, regresar en su dirección, pero estaba tan por encima de ellos y la luz del sol era tan fuerte, que no vieron nada de lo que estaba sucediendo en el fuselaje. El teniente Smith-Oldswick exhaló un jadeo de desaliento cuando vio que un cuerpo humano se desplomaba desde el avión. Cayó girando y retorciéndose, cobrando cada vez mayor velocidad, y el inglés contuvo el aliento cuando se precipitaba hacia ellos.
Con un ruido sordo, se estrelló contra el suelo cerca del centro de la pradera, y cuando al fin el inglés logró reunir coraje suficiente para volver a dirigir la mirada hacia allí, murmuró una ferviente plegaria de agradecimiento, pues la masa informe que yacía en el ensangrentado suelo estaba cubierta con una piel del color del ébano. Usanga había recibido su recompensa.
El avión voló una y otra vez en círculos por encima de la pradera. Los negros, consternados al principio por la muerte de su caudillo, trabajaban ahora con furioso frenesí y determinación para vengarse. La muchacha y el hombre-mono les vieron apiñarse en torno al cuerpo de su jefe caído. Mientras volaban en círculos sobre la pradera vieron que los negros los amenazaban agitando los puños y blandiendo sus rifles. Tarzán seguía aferrado al fuselaje justo detrás del asiento del piloto. Su rostro estaba muy cerca del de Bertha Kircher, y con todas sus fuerzas, para que ella le oyera a pesar del ruido de la hélice, el motor y el tubo de escape, le gritó unas instrucciones al oído.
Cuando la muchacha comprendió el significado de sus palabras palideció, pero apretó los labios y sus ojos brillaron con un súbito destello de determinación mientras hacía bajar el avión hasta pocos metros del suelo en el extremo opuesto de la pradera, donde se encontraban los negros, y después a toda velocidad se abalanzó sobre éstos. El avión llegó tan deprisa que los hombres de Usanga no tuvieron tiempo de escapar al darse cuenta del peligro. El aparato tocó el suelo golpeándoles y pasando por entre ellos, un verdadero monstruo de destrucción. Cuando se detuvo en la linde de la selva, el hombre-mono bajó al suelo de un rápido salto y corrió hacia el joven teniente, y mientras lo hacía no dejaba de mirar el lugar donde estaban los guerreros, dispuesto a defenderse en caso necesario, pero no hubo ninguno que se enfrentara a él. Muertos y agonizantes, yacían en el suelo esparcidos en un radio de quince metros.