Tarzán miró a la muchacha, con una expresión burlona en el rostro. De nuevo le había impuesto una obligación, y Tarzán de los Monos no deseaba tener ninguna con una espía alemana; sin embargo, en su corazón honrado no podía sino admitir cierta admiración por el valor de la muchacha, rasgo que siempre impresionaba en gran manera al hombre-mono, siendo él mismo la personificación del valor.
—Aquí está la caza —dijo, recogiendo del suelo el cuerpo de Bara—. Supongo que querréis cocer vuestra parte, pero Tarzán no estropea la carne con fuego.
Le siguieron a la
boma
donde cortó varios trozos de carne para ellos, quedándose con una pata para él. El joven teniente preparó un fuego y la muchacha ejerció los primitivos derechos culinarios de su sencilla comida. Ella se quedó un poco apartada y el teniente y el hombre-mono la observaron.
—Es maravillosa, ¿no te parece? —murmuró Smith-Oldwick.
—Es una espía alemana —dijo Tarzán.
El inglés se volvió rápido hacia él.
—¿Qué quieres decir? —exclamó.
—Quiero decir lo que he dicho —respondió el hombre-mono—. Es alemana y es espía.
—¡No lo creo! —replicó el aviador.
—No tienes por qué hacerlo —le aseguró Tarzán—. A mí me da lo mismo que lo creas o no. La vi de charla con el general tudesco y su estado mayor en el campamento situado cerca de Taveta. Todos la conocían y la llamaban por su nombre, y ella le entregó un papel. Después volví a verla dentro de las líneas británicas, disfrazada, y volví a verla hablando con un oficial alemán en Wilhelmstal. Es alemana y es espía, pero es mujer y por lo tanto no puedo destruirla.
—¿De veras crees que lo que dices es cierto? —preguntó el joven teniente—. ¡Dios mío! No puedo creerlo. Es tan dulce, valiente y buena.
El hombre-mono se encogió de hombros.
—Es valiente —dijo—, pero incluso Pamba, la rata, debe de tener alguna cualidad buena, pero ella es lo que te he dicho y por lo tanto la odio, y tú también deberías odiarla.
El teniente Harold Percy Smith-Oldwick escondió el rostro en las manos.
—Que Dios me perdone —dijo al fin—, no puedo odiarla.
El hombre-mono lanzó una mirada de desprecio a su compañero y se levantó.
—Tarzán vuelve a ir a cazar —dijo—. Tenéis comida suficiente para dos días. Para entonces habrá vuelto.
Los dos le observaron hasta que desapareció en el follaje de los árboles, en el otro lado del claro.
Cuando se marchó, la muchacha sintió una vaga sensación de miedo que nunca había experimentado cuando Tarzán estaba con ellos. Las amenazas invisibles que les acechaban en la lúgubre jungla parecían más reales y mucho más inminentes ahora que el hombre-mono ya no estaba cerca. Mientras estaba con ellos, hablando, la pequeña choza de tejado de paja y la
boma
de espinos que la rodeaban parecían el lugar más seguro que el mundo podía proporcionar. Desearía que se quedara; dos días parecían una eternidad, dos días de constante miedo, dos días, cada instante de los cuales estaría cargado de peligro. La muchacha se volvió a su compañero.
—Ojalá se hubiera quedado elijo. —Siempre me siento mucho más segura cuando él está cerca. Es muy serio y terrible, y sin embargo me siento más a salvo con él que con cualquier hombre que jamás haya conocido. Da la impresión de que le desagrado y, sin embargo, sé que no permitiría que me ocurriera nada malo. No puedo comprenderle.
—Yo tampoco le comprendo —comentó el inglés—, pero sé esto: nuestra presencia aquí interfiere en sus planes. Le gustaría deshacerse de nosotros, y casi imagino que preferiría descubrir, cuando regrese, que hemos sucumbido a uno de los peligros que siempre nos acechan en esta tierra salvaje.
»Creo que deberíamos intentar regresar a los asentamientos de blancos. Este hombre no nos quiere aquí, y tampoco es razonable suponer que podamos sobrevivir mucho tiempo en semejante región salvaje. He viajado y cazado en varias partes de África, pero nunca he visto ni oído hablar de ningún lugar tan lleno de bestias salvajes y nativos peligrosos. Si partiéramos hacia la costa este enseguida, correríamos poco más peligro que aquí, y si pudiéramos sobrevivir a un día de marcha, creo que encontraríamos la manera de llegar a la costa en pocas horas, pues mi avión debe de hallarse aún en el mismo lugar donde aterricé, justo antes de que los negros me capturaran. Por supuesto, aquí no hay nadie que sepa hacerlo funcionar ni existe ninguna razón por la que puedan haberlo destruido. En realidad, los nativos tendrían tanto miedo y recelarían tanto de una cosa tan extraña e incomprensible, que lo más probable es que no se atrevieran a acercarse. Sí, tiene que estar donde lo dejé, preparado para llevarnos a salvo a uno de los asentamientos.
—Pero no podemos marcharnos —dijo la muchacha— hasta que él regrese. No podemos irnos sin darle las gracias o despedirnos. Le debemos demasiado.
El hombre la miró un momento en silencio. Se preguntó si sabía lo que Tarzán pensaba de ella, y él mismo empezó a especular sobre la veracidad de las acusaciones del hombre-mono. Cuanto más miraba a la muchacha, menos fácil le resultaba aceptar la idea de que era una espía enemiga. Estaba a punto de preguntárselo a bocajarro pero no se atrevió, y al fin decidió esperar hasta que el tiempo y un mejor conocimiento revelaran la verdad o falsedad de la acusación.
—Creo —dijo retomando la conversación— que cuando vuelva ese hombre se alegraría mucho de ver que nos hemos marchado. No es necesario poner en peligro nuestra vida durante dos días más para darle las gracias, por mucho que apreciemos los servicios que nos ha prestado. Tú has más que equilibrado la balanza de tus obligaciones hacia él y, por lo que me contó, creo que tú en especial no deberías permanecer más tiempo aquí.
La chica le miró con cara de asombro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No quiero contártelo dijo el inglés, cavando con la punta de un palo en el suelo con gesto nervioso, —pero tienes mi palabra de que él preferiría que no estuvieras aquí.
—Cuéntame lo que te ha dicho —insistió ella—. Tengo derecho a saberlo.
El teniente Smith-Oldwick cuadró los hombros y alzó la mirada hacia los ojos de la muchacha.
—Me ha dicho que te odia —reveló—. Sólo te ha ayudado por un sentido del deber, porque eres mujer.
La muchacha palideció y luego enrojeció.
—Estaré lista para marcharnos enseguida —dijo—. Será mejor que nos llevemos un poco de esta carne. No sabemos cuándo podremos conseguir más.
Los dos emprendieron camino hacia el sur. El hombre llevaba la lanza corta que Tarzán había dejado con la muchacha, mientras que ella iba completamente desarmada, salvo por un palo que cogió de entre los que abandonó después de construir la choza. Antes de partir insistió en que el hombre dejara una nota a Tarzán dándole las gracias por haber cuidado de ellos y despidiéndose. La dejaron clavada en la pared interior de la choza con una pequeña astilla de madera.
Era necesario que estuvieran constantemente alerta, ya que nunca sabían qué peligro les saldría al encuentro tras el siguiente recodo del sinuoso sendero de la jungla, o qué podía permanecer oculto entre los enmarañados arbustos a ambos lados. También existía el peligro siempre presente de tropezarse con algunos de los guerreros negros de Numabo, y como la aldea se hallaba directamente en su línea de marcha, tuvieron que dar un amplio rodeo antes de llegar a ella con el fin de pasar por la zona sin ser descubiertos.
—No tengo tanto miedo de los negros nativos —dijo la muchacha— como de Usanga y su gente. Él y sus hombres estaban muy vinculados a un regimiento nativo alemán. Me trajeron con ellos cuando desertaron, con la intención de pedir un rescate por mí o de venderme al harén de uno de los sultanes negros del norte. Usanga es mucho más temible que Numabo, porque tiene la ventaja de haber recibido entrenamiento militar europeo y está armado con armas y munición más o menos modernas.
—Qué suerte para mí —observó el inglés— que fuera el ignorante Numabo quien me descubriera y capturara en lugar de ese sabio y viajado de Usanga. Él tendría menos miedo de la gigantesca máquina voladora y sabría cómo estropearla.
—Recemos para que el sargento negro no lo haya descubierto —dijo la muchacha.
Se dirigieron hacia un punto que suponían se encontraba aproximadamente a dos kilómetros por encima de la aldea, luego giraron para entrar en la maraña de maleza hacia el este. Tan densa era la vegetación en muchos puntos que precisaban realizar grandes esfuerzos para abrirse camino, a veces avanzando a cuatro patas y pasando por encima de numerosos troncos de árboles caídos. Enredados con las ramas muertas y con las vivas había las enredaderas, duras como cuerdas, que formaban una red enmarañada que les obstaculizaba el paso.
En una tierra de pradera abierta, al sur de donde ellos se encontraban, un grupo de guerreros negros estaban reunidos en torno a un objeto que despertaba muchos comentarios admirativos. Los negros iban vestidos con fragmentos de lo que en otro tiempo fueron uniformes de un mando nativo. Era un grupo de lo más feo, y destacaba entre ellos, en autoridad y aspecto repulsivo, el sargento negro Usanga. El objeto de su interés era un aeroplano inglés.
Inmediatamente después de que el inglés fuera llevado a la aldea de Numabo, Usanga había salido en busca del avión, incitado en parte por la curiosidad y en parte por la intención de destruirlo, pero cuando lo encontró, algún nuevo pensamiento le impidió llevar a cabo su plan. Aquella cosa tenía un valor considerable, como bien sabía, y se le ocurrió que de algún modo podía transformar su trofeo en beneficio. Volvía cada día a él y, si bien al principio le provocaba considerable temor, al final lo contempló con el ojo acostumbrado de un propietario, así que ahora trepó al fuselaje e incluso llegó a desear saber hacerlo funcionar.
¡Qué hazaña sería volar como un pájaro muy por encima de la copa del árbol más alto! ¡Cuánto llenaría de sobrecogimiento y admiración a sus compañeros menos favorecidos! Si Usanga pudiera volar, sería tan grande el respeto de todos los hombres de las tribus que vivían en las diferentes aldeas del gran interior, que le considerarían poco menos que un dios.
Usanga se frotó las manos y chasqueó los labios. Entonces sí que sería muy rico, pues todas las aldeas le pagarían tributo, e incluso podría tener hasta una docena de esposas. Con ese pensamiento, sin embargo, acudió a su mente una imagen de Naratu, la termagani negra, que le gobernaba con mano de hierro. Usanga hizo una mueca y procuró olvidar la docena de esposas, pero la seductora idea permaneció en él y le atrajo con tanta fuerza que se sorprendió razonando con toda lógica que un dios no sería un dios con menos de veinticuatro esposas.
Toqueteó los instrumentos y el control, medio esperando y medio temiendo dar con la combinación que pusiera la máquina en funcionamiento. A menudo había observado a los pilotos británicos elevarse por encima de las líneas alemanas, y parecía tan sencillo que estaba seguro de que él podría hacerlo si alguien pudiera enseñárselo. Siempre existía, claro está, la esperanza de que el hombre blanco que había venido en la máquina y que había huido de la aldea de Numabo cayera en manos de Usanga, y entonces sí podría aprender a volar. Con esta esperanza, Usanga pasaba mucho tiempo en las proximidades del avión, razonando que al final el hombre blanco regresaría en su busca.
Y al fin fue recompensado, pues ese mismo día, después de haber abandonado la máquina y penetrado en la jungla con sus guerreros, oyó voces al norte y cuando él y sus hombres se escondieron en el espeso follaje a ambos lados del sendero, Usanga se vio inundado de alegría por la aparición del oficial británico y la muchacha blanca a quien el sargento negro cogió cautiva y que huyó de él.
El negro apenas pudo ahogar un grito de alegría, pues no había esperado que el destino fuera tan bueno como para poner en su poder al mismo tiempo a esos dos, a quienes tanto deseaba.
Cuando los dos se acercaban por el sendero, ajenos al peligro inminente, el hombre estaba explicando que debían de encontrarse muy cerca del punto en el que el avión había aterrizado. Toda su atención se centraba en el sendero que discurría directamente delante de ellos, ya que esperaban que desembocara en la pradera donde estaban seguros que verían el avión que significaba la vida y la libertad para ambos.
El sendero era ancho y ellos caminaban uno al lado del otro, de modo que en un agudo recodo el claro parecido a un parque se les mostró simultáneamente a los perfiles del aparato que buscaban.
De sus labios escaparon exclamaciones de alivio y placer, y en ese mismo instante Usanga y sus guerreros negros se levantaron tras los arbustos de alrededor.
EL AVIADOR NEGRO
El terror y la decepción dejaron anonadada a la muchacha. Estar tan cerca de la seguridad y ver arrebatada toda esperanza por un cruel golpe del destino parecía algo imposible de soportar. El hombre también se sentía decepcionado, pero más que nada estaba furioso. Observó los restos de los uniformes que llevaban los negros y pidió de inmediato saber dónde estaban sus oficiales.
—No te entienden dijo la muchacha, y en la lengua bastarda que usaban los alemanes y los negros de su colonia, ella repitió la pregunta del hombre blanco.
Usanga sonrió.
—Sabes dónde están, mujer blanca —respondió—. Están muertos, y si este hombre blanco no hace lo que le digo, también él estará muerto.
—¿Qué queréis de él? —preguntó la muchacha.
—Quiero que me enseñe a volar como un pájaro —respondió Usanga.
Bertha Kircher le miró con asombro, pero repitió la petición al teniente.
El inglés reflexionó un momento.
—Quiere que le enseñe a volar, ¿no? —repitió—. Pregúntale si nos dará la libertad si le enseño a volar.
La muchacha formuló la pregunta a Usanga, quien, envilecido, astuto y completamente carente de principios, siempre estaba dispuesto a prometer cualquier cosa, tanto si tenía intención de cumplirla como si no, y de inmediato aceptó la propuesta.
—Que el hombre blanco me enseñe a volar —dijo— y os llevaré de nuevo cerca de los asentamientos de vuestra gente, pero a cambio de ello me quedaré con el gran pájaro —y apuntó una mano negra en la dirección del aeroplano.
Cuando Bertha Kircher repitió la proposición de Usanga al aviador, este último se encogió de hombros y, con expresión irónica, por fin accedió.