Fue con ella hasta la
boma
y cuando entró, él cerró la abertura con espinos y se marchó hacia el bosque. La muchacha le observó cruzar el claro, fijándose en el paso fácil, como de felino, y la elegancia de cada movimiento, que armonizaba tan bien con la simetría y perfección de su figura. En el borde del bosque le vio saltar ágil a un árbol y desaparecer de la vista, y luego, como era mujer, entró en la cabaña y, arrojándose al suelo, prorrumpió en sollozos.
EN MANOS DE LOS SALVAJES
Tarzán buscó a Bara, el ciervo, o a Horta, el verraco, pues de todos los animales de la jungla dudaba que alguno fuera más sabroso para la mujer blanca, pero aunque su aguzado olfato estaba siempre alerta, viajó lejos sin ser recompensado ni con el más mínimo rastro de la caza que buscaba. Se mantuvo cerca del río, donde esperaba encontrar a Bara o a Horta acercándose a un lugar donde beber o abandonándolo, y por fin le llegó el fuerte olor de la aldea wamabo, y como siempre estaba dispuesto a realizar una indeseada visita a sus enemigos hereditarios, los gomangani, dio un rodeo y apareció en la parte posterior de la aldea. Desde un árbol que colgaba por encima de la empalizada miró hacia la calle donde vio los preparativos que se estaban realizando y que, por su experiencia, le indicaron que iban a celebrar uno de aquellos espantosos festines cuya
pièce de résistence
era la carne humana.
Una de las principales diversiones de Tarzán consistía en fastidiar a los negros. Obtenía más satisfacción molestándoles y aterrorizándoles que de cualquier otra fuente de diversión que la jungla le ofreciera. Robarles su festín de algún modo que les llenara el corazón de terror le produciría a él el mayor de los placeres, y así exploró la aldea con los ojos en busca de alguna indicación del paradero del prisionero. Su vista estaba limitada por el denso follaje del árbol en el que estaba sentado y, para poder obtener una mejor vista, se encaramó un poco más y se movió con cautela hacia afuera sobre una delgada rama.
Tarzán de los Monos poseía unos conocimientos de la selva que rozaban la perfección, pero ni siquiera los maravillosos sentidos de Tarzán eran infalibles. La rama sobre la que había avanzado no era más pequeña que muchas que habían soportado su peso en otras muchas ocasiones. Aparentemente era fuerte y estaba sana y llena de follaje; tampoco podía saber Tarzán que cerca del tallo un insecto horadador se había comido la mitad del corazón de la sólida madera de debajo de la corteza. Y así, cuando llegó a la punta, la rama se partió cerca del tronco del árbol sin previo aviso. Debajo de él no había ramas más grandes a las que pudiera agarrarse y mientras se desplomaba su pie quedó atrapado en una enredadera, de modo que dio una vuelta completa y aterrizó de espaldas en el centro de la calle de la aldea.
Al oír el ruido de la rama que se partía y el estrépito del cuerpo que caía a través de las ramas, los desconcertados negros se apresuraron a ir a sus cabañas en busca de armas, y cuando los más valientes salieron, vieron la forma inmóvil de un hombre blanco semidesnudo que yacía donde había caído. Envalentonados por el hecho de que no se movía se aproximaron a él, y cuando sus ojos no descubrieron señales de otros de su misma especie en el árbol, se abalanzaron hacia él hasta que una docena de guerreros le rodearon con las lanzas a punto. Al principio creían que la caída lo había matado, pero al examinarle más de cerca descubrieron que el hombre sólo estaba aturdido. Uno de los guerreros quería clavarle una lanza en el corazón, pero Numabo, el jefe, no lo permitió:
Atadle —ordenó—. Esta noche tendremos un buen festín.
Le ataron las manos y los pies con correas de tripa y le llevaron a la cabaña donde el teniente Harold Percy Smith-Oldwick esperaba su destino. El inglés también estaba atado de manos y pies, por miedo a que en el último momento escapara y les privara de su festín. Una gran multitud de nativos se congregaba en torno a la choza intentando vislumbrar al nuevo prisionero, pero Numabo dobló la guardia ante la entrada por temor a que alguno de los suyos, en la embriaguez de su salvaje alegría, cometiera algún acto que impidiera a los demás disfrutar de los placeres de la danza de la muerte que precedería a la matanza de las víctimas.
El joven inglés había oído el ruido causado por el cuerpo de Tarzán al estrellarse en el suelo y el alboroto que inmediatamente se formó en la aldea, y ahora estaba de pie con la espalda apoyada en la pared de la cabaña y miró al compañero prisionero que los negros hicieron entrar y arrojaron al suelo con sentimientos mezclados de sorpresa y compasión. Se dio cuenta de que nunca había visto un ejemplar más perfecto de hombre que aquella figura inconsciente que tenía ante sí, y se preguntó a qué tristes circunstancias debía el hombre su captura. Era evidente que el nuevo prisionero era tan salvaje como sus capturadores si la vestimenta y las armas eran algún criterio para juzgarlo; sin embargo, también resultaba evidente que se trataba de un hombre blanco y, por su cabeza bien formada y facciones bien parecidas, no era uno de esos desdichados bobos que tan a menudo caen en un estado de salvajismo, incluso en el corazón de las comunidades civilizadas.
Mientras observaba al hombre vio que sus párpados se movían. Poco a poco los abrió y un par de ojos grises miraron alrededor sin expresión alguna. Al recuperar la conciencia, los ojos adoptaron su expresión natural de inteligencia y, un momento más tarde, con esfuerzo, el prisionero rodó de costado y se incorporó hasta sentarse. Se hallaba de cara al inglés y, al ver los tobillos atados y los brazos fuertemente sujetos a la espalda del otro, una lenta sonrisa iluminó sus facciones.
—Esta noche llenarán sus estómagos —dijo.
El inglés sonrió.
—A juzgar por el jaleo que han armado —dijo—, esos pobres diablos están terriblemente hambrientos. Me habrían comido vivo cuando me han traído aquí. ¿Cómo te han cogido a ti?
Tarzán meneó la cabeza con aire triste.
—Ha sido culpa mía —respondió—. Merezco que me coman. Me he arrastrado sobre una rama que no ha soportado mi peso, y cuando se ha roto, en lugar de caer de pie, se me ha quedado un pie atrapado en una enredadera y he caído de cabeza. De lo contrario no me habrían cogido… vivo.
—¿No hay escapatoria? —preguntó el inglés.
—He escapado de ellos otras veces —respondió Tarzán— y he visto a otros hacerlo. He visto a un hombre apartarse de la estaca después de que una docena de lanzas le hubieran horadado el cuerpo y el fuego ardiera en torno a sus pies.
El teniente Smith-Oldwick se estremeció.
—¡Dios mío! —exclamó—. Espero no tener que hacer frente a esa situación. Creo que podría soportar cualquier cosa menos la idea del fuego. Me desagradaría enormemente que esos diablos me vieran muerto de miedo en el último momento.
—No te preocupes —dijo Tarzán—. No dura mucho rato y no te morirás de miedo. En realidad, no es ni la mitad horrible de lo que parece. Sólo hay un breve período de dolor antes de perder el conocimiento. Lo he visto muchas veces. Es una manera de morir como cualquier otra. Algún día tenemos que morir. ¿Qué diferencia hay en que sea esta noche, mañana o dentro de un año? Lo importante es lo que se ha vivido… ¡y lo que yo he vivido!
—Tu filosofía puede estar bien, amigo —dijo el joven teniente—, pero no puedo decir que sea exactamente satisfactoria.
Tarzán se rió.
—Acércate —dijo— para que pueda desatarte con los dientes.
El inglés lo hizo y, Tarzán se puso a trabajar en las correas con sus fuertes dientes. Empezó a notar que poco a poco se iban aflojando gracias a sus esfuerzos. En unos instantes se partirían, y entonces sería relativamente fácil para el inglés quitarse las restantes ataduras y las de Tarzán.
En aquel momento entró en la cabaña uno de los guardias. Enseguida vio lo que el nuevo prisionero hacía, alzó su lanza y dio un fuerte golpe en la cabeza del hombre-mono. Luego llamó a los otros guardias y juntos cayeron sobre los infortunados hombres, dándoles patadas y pegándoles sin misericordia, tras lo cual ataron al inglés con más fuerza que antes y les situaron a ambos en lados opuestos de la cabaña. Cuando se marcharon Tarzán miró a su compañero de desgracia.
—Mientras hay vida, hay esperanza —y sonrió al expresar este viejo tópico.
El teniente Harold Percy Smith-Oldwick le devolvió la sonrisa.
—Me parece —dijo— que cada vez tenemos menos de ambas cosas. Debe de ser casi la hora de cenar.
Zu-tag cazaba solo lejos del resto de la tribu de Go-lat, el gran simio. Zu-tag (Cuello grande) era un joven macho recién llegado a la madurez. Era fornido, poderoso y feroz, y al mismo tiempo estaba muy por encima de la media de los de su clase en inteligencia, como demostraba una frente más grande y menos huidiza. Go-lat ya veía en este joven simio un posible contrincante para los laureles de su reinado, y en consecuencia el viejo macho contemplaba a Zu-tag con celos y desaprobación. Posiblemente era por este motivo, como por cualquier otro, por lo que Zu-tag cazaba solo tan a menudo; pero era su absoluta temeridad lo que le permitía vagar muy lejos de la protección que proporcionaba un gran número de grandes simios. Una de las consecuencias de esta costumbre era una mayor cantidad de recursos que aumentaban constantemente su inteligencia y sus poderes de observación.
Hoy había estado cazando hacia el sur y regresaba por un sendero a la orilla del río que a menudo seguía porque conducía a la aldea de los gomangani, cuyas extrañas y casi simiescas acciones y peculiares modos de vida habían despertado su interés y curiosidad. Como había hecho en otras ocasiones, ocupó su posición en un árbol desde el cual podía ver el interior de la aldea y observar a los negros en sus ocupaciones.
Zu-tag apenas se había instalado en su árbol cuando, igual que los negros, se asustó al oír la caída del cuerpo de Tarzán de las ramas, otro gigante de la jungla, al suelo en el interior de la empalizada. Vio a los negros rodear la forma que yacía en el suelo y más tarde llevarla a la cabaña; y entonces se puso en pie sobre la rama en la que estaba agazapado y levantó su cara a los cielos para lanzar una salvaje protesta y un desafío, pues había reconocido en el tarmangani de piel marrón al extraño simio blanco que había llegado adonde se encontraban ellos, una noche o dos antes, cuando celebraban su
dum-dum
, y que tras dominar fácilmente al más grande de ellos, se había ganado el salvaje respeto y admiración de este fiero joven macho.
Pero la ferocidad de Zu-tag estaba templada por cierta astucia y cautela. Antes de expresar su protesta, pensó en la idea de que le gustaría salvar a aquel magnífico simio blanco de su enemigo común, el gomangani, y por eso lanzó su grito de desafío, con la sabia determinación de que podría conseguir más con el secreto y el sigilo que con la fuerza de los músculos y los colmillos.
Al principio pensó penetrar en la aldea solo y llevarse al tarmangani; pero cuando vio lo numerosos que eran los guerreros y que varios estaban sentados frente a la entrada de la guarida que ocupaba el prisionero, se le ocurrió que era una tarea para muchos, y no para uno solo; de modo que con tanto sigilo como había llegado, cruzó el follaje en dirección al norte.
La tribu aún merodeaba por el claro donde se hallaba la cabaña que Tarzán y Bertha Kircher habían construido. Algunos buscaban comida tranquilamente junto al margen de la selva, mientras otros estaban agazapados bajo la sombra de los árboles del claro.
La muchacha había salido de la cabaña, ya sin lágrimas, y escudriñaba ansiosa la jungla en dirección sur, por donde Tarzán había desaparecido. De vez en cuando lanzaba miradas recelosas hacia los enormes antropoides peludos que la rodeaban. Qué fácil sería para una de aquellas grandes bestias entrar en la
boma
y matarla. Qué indefensa se encontraba, incluso con la lanza que el hombre blanco le había dejado, pensó mientras se fijaba por enésima vez en los enormes hombros, los gruesos cuellos y los grandes músculos que sobresalían bajo los lustrosos pelajes. Jamás, pensó, había visto semejante personificación del poder bruto como la que estos poderosos machos representaban. Sus manos enormes partirían aquella ligera lanza como ella podría partir una cerilla, mientras que el más leve de sus golpes a ella la aplastaría y mataría.
Mientras estaba ocupada con estos deprimentes pensamientos, cayó de pronto al claro, desde los árboles del sur, la figura de un poderoso joven macho. A Bertha Kircher, todos los simios le parecían iguales, hasta algún tiempo más tarde no se dio cuenta de que cada uno difería de los demás en características individuales de rostro y figura, como ocurre con los individuos de las razas humanas. Sin embargo, ni aun entonces pudo por menos de fijarse en la gran fuerza y agilidad de esta gran bestia, y cuando se acercaba se sorprendió a sí misma admirando el brillo de su espeso pelaje negro con hebras plateadas.
Resultaba evidente que el recién llegado reprimía una gran excitación. Su conducta y porte lo proclamaban desde lejos, y tampoco fue la chica la única que se fijó en ello. Cuando le vieron acercarse, muchos de los simios se levantaron y avanzaron para ir a su encuentro, erizándose y gruñendo como suelen hacer. Go-lat se encontraba entre estos últimos y avanzó rígido, con los pelos del cogote y del lomo erectos, profiriendo gruñidos bajos y exhibiendo sus colmillos, pues ¿quién podía decir si Zu-tag venía en son de paz o no? El viejo rey había visto a otros simios jóvenes llegar así, llenos de repentina resolución para arrebatarle el reinado a su jefe. Había visto a machos a punto de volverse locos irrumpir así de pronto, procedentes de la jungla, y abalanzarse sobre los miembros de la tribu, y por eso Go-lat no corría riesgos.
Si Zu-tag viniese con indolencia, alimentándose mientras se acercaba, entraría en la tribu sin despertar sospechas, pero cuando uno llega así, precipitadamente, a punto de explotar por alguna emoción que se sale de lo corriente, hay que tener cuidado. Hubo algunos preliminares trazando círculos, gruñéndose y oliéndose, con las patas tensas y el pelo erizado, antes de que cada uno descubriera que el otro no tenía intención de iniciar ningún ataque, y entonces Zu-tag dijo a Go-lat lo que había visto entre los gomangani.
Go-lat gruñó disgustado y se volvió.
—Que el simio blanco se las apañe —dijo.
—Él es un gran simio —dijo Zu-tag—. Vino a vivir en paz con la tribu de Go-lat. Salvémosle de los gomangani.