—Supongo que no hay otro modo de salir de aquí —dijo—. En cualquier caso, el avión está perdido para el gobierno británico. Si me niego a la petición de este negro sinvergüenza, no cabe duda de que acabará conmigo y el aparato permanecerá aquí hasta que se pudra. Aceptar su oferta, al menos, será la manera de asegurar tu regreso a la civilización sana y salva, y eso —añadió— vale más para mí que todos los aviones del servicio aéreo británico.
La muchacha le echó una rápida mirada. Eran las primeras palabras que le dirigía que podían indicar que sus sentimientos hacia ella eran más que los de un compañero de desgracia. Lamentaba que él hablara como lo había hecho, y también él lo lamentó casi al instante, cuando vio la sombra que cruzó el rostro de la muchacha y comprendió que, sin darse cuenta, había aumentado las dificultades de la situación ya casi insoportable en que ella se encontraba.
—Perdóname —se apresuró a decir—. Por favor, olvida lo que este comentario ha dado a entender. Te prometo que no volveré a ofenderte, si te ofende, hasta que ambos hayamos salido de este aprieto.
Ella sonrió y le dio las gracias, pero aquello se había dicho y jamás podría ser desdicho, y Bertha.
Kircher supo, con mayor seguridad que si el joven se hubiera puesto de rodillas prometiendo devoción eterna, que el oficial inglés la amaba.
Usanga quería tomar su primera clase de aviación enseguida. El inglés trató de disuadirle, pero de inmediato el negro se puso amenazador y ofensivo, ya que, como todos los ignorantes, sospechaba que los demás siempre tenían segundas intenciones, a menos que coincidieran perfectamente con sus deseos.
—De acuerdo, amigo —murmuró el inglés—. Te daré la lección de tu vida —y se volvió a la muchacha—: Convéncele de que te deje acompañarnos. Me da miedo dejarte aquí con estos diabólicos canallas.
Pero cuando lo sugirió a Usanga, el negro sospechó de inmediato algún plan para engañarle, posiblemente llevarle contra su voluntad a los amos alemanes a los que él había abandonado traidoramente, y mirándola con aire salvaje, se negó con obstinación a aceptar la sugerencia.
—La mujer blanca se quedará aquí con mi gente —dijo—. No le harán daño a menos que tú no me devuelvas sano y salvo.
—Dile —dijo el inglés— que si cuando vuelvo no estás a plena vista en esta pradera no aterrizaré, sino que llevaré a Usanga al campamento británico y le haré colgar.
Usanga prometió que la muchacha estaría a la vista cuando regresaran, y enseguida hizo lo necesario para grabar en sus guerreros la idea de que, bajo pena de muerte, no debían hacerle daño a la muchacha. Luego, seguido por otros miembros de su grupo, cruzó el claro hacia el avión con el inglés. Una vez sentado en lo que ya consideraba su nueva posesión, el valor del negro empezó a desaparecer, y cuando el motor se puso en marcha y la gran hélice empezó a zumbar, gritó al inglés que parara aquella cosa y le permitiera apearse, pero el aviador ni le oía ni le entendía con el ruido de la hélice y el tubo de escape. Para entonces el avión avanzaba por el suelo e incluso entonces Usanga estuvo a punto de saltar fuera, y lo habría hecho si fuese capaz de desabrocharse la correa de la cintura. Entonces el avión se elevó del suelo y en un momento empezó a ascender formando un amplio círculo hasta que se situó por encima de los árboles. El sargento negro se hallaba en un verdadero estado de terror. Vio que la tierra se alejaba rápidamente debajo de él. Vio los árboles y el río y, a cierta distancia, el pequeño claro con las chozas de tejado de paja de la aldea de Numabo. Procuró con todas sus fuerzas no pensar en las consecuencias de una caída repentina al suelo que rápidamente retrocedía abajo. Trató de concentrar su mente en las veinticuatro esposas que este gran pájaro le permitiría poseer. El avión subía cada vez más, formando un ancho círculo por encima de la selva, del río y la pradera y entonces, para su gran sorpresa, Usanga descubrió que su terror desaparecía rápidamente, de modo que no tardó mucho en ser consciente de una seguridad absoluta, y fue entonces cuando empezó a darse cuenta de la manera en que el hombre blanco guiaba y manipulaba el avión.
Después de media hora de hábiles maniobras, el inglés ascendió rápidamente a considerable altitud y luego, de pronto, sin previo aviso, efectuó un bucle y voló con el avión invertido durante unos segundos.
—Te he dicho que te daría la lección de tu vida —murmuró cuando oyó, incluso por encima del zumbido de la hélice, el alarido del aterrado negro.
Un momento más tarde, Smith-Oldwick había enderezado el aparato y descendía rápidamente hacia tierra. Voló lentamente en círculo unas cuantas veces por encima de la pradera hasta que estuvo seguro de que Bertha Kircher se encontraba allí y aparentemente ilesa; luego descendió suavemente y el aparato se detuvo a poca distancia de donde la muchacha y los guerreros le aguardaban.
Usanga temblaba y estaba pálido como la cera cuando bajó tambaleándose del fuselaje, pues sus nervios aún estaban de punta como consecuencia de la angustiosa experiencia del rizo; sin embargo, una vez de nuevo en tierra firme, pronto recuperó la compostura. PaVoneándose con gran exageración trató de impresionar a sus seguidores quitando importancia a una hazaña tan insignificante como volar como un pájaro a miles de kilómetros por encima de la jungla, aunque tardó mucho en convencerse a sí mismo de que había disfrutado cada instante del vuelo y ya estaba muy avanzado en el arte de la aviación.
Tan celoso estaba el negro de su recién hallado juguete que no quería regresar a la aldea de Numabo, sino que insistió en acampar cerca del aeroplano, no fuera que de alguna manera inconcebible se lo robaran. Durante dos días acamparon allí, y constantemente, durante las horas diurnas, Usanga obligó al inglés a instruirle en el arte de volar.
Smith-Oldwick, recordando los largos meses de arduo entrenamiento que sufrió antes de ser considerado lo bastante experto para ser llamado piloto, sonrió ante la vanidad del ignorante africano que ya pedía que le permitiera efectuar un vuelo en solitario.
—Si no fuera porque perdería el aparato —explicó el inglés a la muchacha—, dejaría que lo cogiera y se partiera su necia cabeza como le ocurriría al cabo de dos minutos.
Sin embargo, finalmente persuadió a Usanga de que empleara su tiempo en unos días más de instrucción, pero en la mente recelosa del negro existía la creciente convicción de que el consejo del hombre blanco estaba provocado por una segunda intención: que con la esperanza de escapar con el aparato de noche, se negaba a admitir que Usanga era completamente capaz de manejar el aparato solo y por lo tanto no necesitaba más ayuda o instrucción, y así, en la mente del negro se formó la determinación de superar al hombre blanco. La tentación de las veinticuatro seductoras esposas demostró ser en sí misma incentivo suficiente y, además, estaba su deseo de la muchacha blanca a quien hacía tiempo estaba decidido a poseer.
Con estos pensamientos en mente, Usanga se echó a dormir la noche del segundo día. Sin embargo, el, pensamiento de Naratu y su mal genio aparecían constantemente para quitarle la fuerza de sus agradables fantasías. ¡Si pudiera deshacerse de ella! La idea cobró forma y persistió, pero siempre era más que superada por el hecho de que el sargento negro tenía miedo de su mujer, tanto que no se atrevería a ponerla fuera de circulación a menos que pudiera hacerlo en secreto mientras ella dormía. Sin embargo, como la fuerza de sus deseos conjuraba un plan tras otro, al final dio con uno que acudió a él casi con la fuerza de un golpe y le hizo incorporarse entre sus compañeros dormidos.
Cuando amaneció, Usanga apenas podía esperar una oportunidad de poner en práctica su plan, y en cuanto comió, llamó aparte a varios de sus guerreros y habló con ellos unos momentos.
El inglés, que solía mantener un ojo atento sobre su capturador negro, vio ahora que este último explicaba algo con detalle a sus guerreros, y por sus gestos y su actitud era evidente que les estaba persuadiendo de algún nuevo plan y dándoles instrucciones en cuanto a qué tenían que hacer. También vio varias veces los ojos de los negros vueltos hacia él, y en una ocasión destellaron simultáneamente hacia la muchacha blanca.
Todo el incidente, que en sí mismo parecía insignificante, despertó en la mente del inglés la aprensión bien definida de que ocurría algo que no presagiaba nada bueno para él y la muchacha. No podía librarse de esta idea y por eso mantuvo una vigilancia aún más atenta del negro, aunque, como se vio obligado a admitir para sí, estaba bastante indefenso para desviar cualquier peligro que les aguardara. Incluso la lanza que tenía cuando les capturaron le había sido arrebatada, así que ahora se hallaba desarmado y absolutamente a merced del sargento negro y sus seguidores.
El teniente Harold Percy Smith-Oldwick no tuvo que esperar mucho para descubrir algo del plan de Usanga, pues casi inmediatamente después de que el sargento terminara de dar instrucciones, unos cuantos guerreros se acercaron al inglés, mientras tres iban directamente hacia la muchacha.
Sin mediar palabra, los guerreros cogieron al joven oficial y le tumbaron de cara al suelo. Por un momento forcejeó para liberarse y logró dar unos cuantos golpes fuertes a sus asaltantes, pero ellos eran demasiados para esperar que pudiera hacer algo más que retrasar la consecución de su objetivo, que pronto descubriría era atarle firmemente de pies y manos. Cuando por fin le tuvieron atado a su satisfacción, le hicieron ponerse de costado y entonces fue cuando vio a Bertha Kircher, que había sido tratada de forma similar.
Smith-Oldwick yacía en una postura tal que veía casi toda la pradera y el aeroplano a poca distancia. Usanga hablaba con la muchacha, que meneaba la cabeza negando con vehemencia.
—¿Qué dice? —preguntó el inglés a gritos.
—Va a llevarme en el avión —respondió gritando a su vez la muchacha—. Quiere llevarme tierra adentro, a otra región, donde dice que él será rey yo seré una de sus esposas —y entonces, para sorpresa del inglés, ella volvió su sonriente rostro hacia él— pero no hay peligro —prosiguió—, porque ambos estaremos muertos al cabo de pocos minutos; dale tiempo suficiente de poner el aparato en marcha y, si es capaz de elevarlo tres mil metros del suelo, no tendré que temerle nunca más.
—¡Dios mío! —exclamó el hombre—. ¿No hay forma de disuadirle? Prométele cualquier cosa. Lo que quieras. Yo tengo dinero, más dinero del que ese pobre necio podría imaginar que existe en el mundo. Con él podrá comprar cualquier cosa que el dinero pueda comprar, ropa elegante, comida, mujeres, todas las mujeres que quiera. Dile esto y dile que si no se te lleva le doy mi palabra de que se lo daré todo a él.
La muchacha meneó la cabeza.
—Es inútil —dijo—. No lo entendería, y si lo entendiera, no confiaría en ti. Como los negros carecen de principios, no son capaces de imaginar algo como los principios o el honor en los demás, y estos negros desconfían en especial de los ingleses, pues los alemanes les han enseñado a creer que son las personas más traidoras y degradadas. No, es mejor así. Lamento que no puedas venir con nosotros, pues si se eleva lo suficiente, mi muerte será mucho más fácil que la que probablemente te espera a ti.
Usanga estuvo interrumpiendo constantemente esta breve conversación, en un intento de obligar a la chica a traducírsela, pues temía que estuvieran urdiendo algún plan para frustrar los suyos, y para hacerle callar y calmarle, ella le dijo que el inglés simplemente se estaba despidiendo de ella y deseándole buena suerte. De pronto se volvió al negro.
—¿Harás algo por mí —preguntó— si voy contigo de buena gana?
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó él.
—Diles a tus hombres que dejen libre al hombre blanco cuando nos hayamos marchado. No podrá atraparnos nunca. Es lo único que te pido. Si me garantizas su libertad y su vida, iré contigo gustosa.
—Irás conmigo de todos modos —gruñó Usanga—. A mí me da lo mismo que vengas de buena gana o no. Seré un gran rey y tú harás lo que yo te ordene.
Tenía intención de empezar con esta mujer como era debido. No se repetiría su espantosa experiencia con Naratu. Esta esposa y las otras veinticuatro serían elegidas cuidadosamente y bien entrenadas. Después Usanga sería el amo y señor de su propia casa.
Bertha Kircher vio que era inútil negociar con aquel bruto y por eso le dejó en paz, aunque la llenaba de tristeza pensar en el destino que esperaba al joven oficial, apenas más que un muchacho, que de un modo impulsivo le había revelado su amor por ella.
A una orden de Usanga, uno de los negros levantó a la muchacha del suelo y la llevó al aparato, y después que Usanga subió a bordo, la subieron a ella y él le tendió la mano para ayudarla a subir al fuselaje, donde le quitó las ligaduras de las manos y la ató a su asiento, y luego se sentó en el asiento delantero.
La muchacha volvió los ojos hacia el inglés. Estaba muy pálida pero sus labios sonreían valientemente.
—¡Adiós! —gritó.
—¡Adiós, y que Dios te bendiga! —gritó a su vez el joven, la voz en absoluto ronca, y añadió—: Lo que quería decir… ¿puedo decirlo ahora, que estamos tan cerca del final?
Los labios de la muchacha se movieron, pero si expresó su consentimiento o su negativa él no lo supo, pues sus palabras quedaron ahogadas en el zumbido de la hélice.
El negro había aprendido su lección tan bien que el motor se puso en marcha limpiamente y el aparato pronto estuvo cruzando la pradera. Un gruñido escapó de los labios del inglés, aturdido mientras observaba cómo la mujer amada era transportada a una muerte casi segura. Vio que el aeroplano se ladeaba y el aparato se elevó del suelo. Fue un buen despegue, tan bueno como el que el teniente Harold Percy Smith-Oldwick hubiera podido hacer, pero comprendió que fue sólo por casualidad. En cualquier momento el aparato se desplomaría a tierra y aunque, por algún milagro del azar, el negro lograra elevarse por encima de los árboles y efectuar un vuelo satisfactorio, no había ni una posibilidad entre cien mil de que pudiera volver a aterrizar sin matar a su rubia cautiva y a sí mismo.
Pero ¿qué ocurría? El corazón se le paralizó.
LA RECOMPENSA DE USANGA
Durante dos días, Tarzán de los Monos estuvo cazando ocioso, dirigiéndose hacia el norte y, trazando un gran círculo, había regresado y se hallaba a poca distancia del claro donde dejó a Bertha Kircher y al joven teniente. Había pasado la noche en un gran árbol cuyas ramas colgaban sobre el río cerca del claro y ahora, a primera hora de la mañana, estaba agazapado junto a la orilla del río esperando la oportunidad de capturar a Pisah, el pez, pensando que se lo llevaría a la choza donde la muchacha podría cocinarlo para ella y su compañero.