Tarzán el indómito (26 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el indómito
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Por tercera vez, Numa, el león, dejó escapar aquel suplicante gemido y luego, meneando la cabeza con aire arrepentido y lleno de asco, Tarzán de los Monos alzó lo que quedaba del resto de Bara, el ciervo, y lo arrojó a la hambrienta bestia de abajo.

—Una vieja —murmuró el hombre-mono—. Tarzán se ha vuelto una débil vieja. Dentro de poco derramará lágrimas porque ha matado a Bara, el ciervo. No puede ver a
Numa, su
enemigo, tan hambriento, porque el corazón de Tarzán se está convirtiendo en agua debido al contacto con las débiles y blandas criaturas de la civilización.

Pero sonreía; tampoco lamentaba haber cedido a los dictados de un impulso bondadoso.

Mientras Tarzán desgarraba la carne de aquella porción de la presa que se guardó para él, sus ojos se fijaban en cada detalle de la escena que se desarrollaba abajo. Vio la avidez con que Numa devoraba el animal muerto; observó con creciente admiración los puntos más magníficos de la bestia, y también la astuta construcción de la trampa. La trampa para cazar leones corriente que Tarzán conocía tenía estacas clavadas en el fondo, sobre cuyas puntas afiladas el indefenso león quedaría empalado, pero este foso no estaba hecho así. Aquí las cortas estacas estaban colocadas con intervalos de unos treinta centímetros alrededor de las paredes, cerca de la parte superior, con las puntas afiladas inclinadas hacia abajo, de modo que el león había caído en la trampa sin herirse pero no podía salir porque, cada vez que lo intentaba, su cabeza se ponía en contacto con la punta afilada de una estaca.

Evidentemente, pues, el objetivo de los wamabos era capturar un león vivo. Como esta tribu no tenía contacto de ninguna clase con hombres blancos, que Tarzán supiera, sus motivos sin duda se debían a un deseo de torturar a la bestia hasta la muerte para disfrutar al máximo con su agonía.

Después de alimentar al león, a Tarzán se le ocurrió que su acción sería inútil cuando abandonara a la bestia a merced de los negros, y entonces también se le ocurrió que podía obtener más placer desconcertando a los negros que abandonando a Numa a su destino. Pero ¿cómo iba a liberarlo? Si retiraba dos estacas quedaría suficiente espacio para que el león saltara fuera del foso, que no era muy profundo. Sin embargo, ¿qué seguridad tenía Tarzán de que Numa no estaría fuera en el instante en que tuviera abierto el camino a la libertad, antes de que el hombre-mono pudiera llegar a protegerse en los árboles? Independientemente del hecho de que Tarzán no tenía el miedo al león que usted o yo podríamos tener en circunstancias semejantes, no obstante, estaba imbuido del sentido de la precaución que resulta necesario a todas las criaturas de la tierra salvaje, si quieren sobrevivir. En caso necesario, Tarzán podía hacer frente a Numa peleando, aunque no era tan egoísta como para pensar que era capaz de superara un león adulto en combate mortal, aparte de hacerlo por accidente o mediante la utilización de la astucia que poseía su mente humana superior. Ponerse en peligro de muerte inútilmente lo consideraba tan censurable como rehuir el peligro en época de necesidad; pero cuando Tarzán decidía hacer una cosa, solía encontrar la manera de llevarla a cabo.

Ahora estaba absolutamente decidido a liberar a Numa, y como lo había decidido, lo llevaría a cabo aunque supusiera un riesgo personal considerable. Sabía que el león estaría ocupado durante algún tiempo alimentándose, pero también sabía que, mientras comiera, le molestaría el doble cualquier distracción. Por tanto, Tarzán debía actuar con precaución. Bajó a tierra al lado del foso, examinó las estacas y al hacerlo le sorprendió observar que Numa no daba muestras de ira por su aproximación. Dirigió una mirada escrutadora hacia el hombre-mono y luego volvió a ocuparse de la carne de Bara. Tarzán palpó las estacas y las probó con su peso. Tiró de ellas con los músculos de sus fuertes brazos y descubrió que moviéndolas hacia adelante y hacia atrás podía aflojarlas; luego se le ocurrió un nuevo plan y se puso a excavar con su cuchillo en un punto por encima de donde una de las estacas estaba clavada. La marga era blanda y salia con facilidad, y Tarzán no tardó mucho en dejar al descubierto la parte de una de las estacas que estaba incrustada en la pared del hoyo, dejando clavado únicamente lo suficiente para impedir que la estaca cayera en la excavación. Luego volvió su atención a una estaca contigua y pronto la tuvo expuesta de forma similar, tras lo cual lanzó su lazo de cuerda de hierba por encima de las dos y saltó de inmediato a la rama del árbol que quedaba más cerca. Allí recogió la parte floja de la cuerda, se afianzó contra el tronco del árbol y tiró hacia arriba. Poco a poco, las estacas salieron de la trinchera en la que estaban incrustadas y ello despertó las sospechas de Numa, que se puso a gruñir.

¿Era esto una nueva usurpación de sus derechos y sus libertades? Estaba desconcertado y, como todos los leones, como tenía muy mal genio, se irritó. No le importó que el tarmangani se agazapara en el borde del hoyo y le mirara desde allí, pues ¿no le había alimentado, ese tarmangani? Pero ahora estaba ocurriendo otra cosa que alimentó los recelos de la bestia salvaje. Sin embargo, mientras observaba, Numa vio que las estacas se elevaban poco a poco hasta colocarse en una posición erecta, desplomarse una sobre otra y luego caer hacia atrás hasta perderse de vista en la superficie de la tierra, arriba. El león comprendió al instante las posibilidades de la situación y, también, quizá percibió el hecho de que el hombre-cosa había abierto deliberadamente el camino para que huyera. Numa, el león, cogió entre sus grandes fauces los restos de Bara, saltó ágilmente fuera de la trampa de los wamabos y Tarzán de los Monos se fundió en la jungla hacia el este.

En la superficie de la tierra o a través de las ramas oscilantes de los árboles, el rastro de un hombre o una bestia era un libro abierto para el hombre-mono, pero incluso sus aguzados sentidos estaban desconcertados por la falta de rastro de olor del avión. ¿De qué servían los ojos, las orejas o el sentido del olfato para seguir una cosa cuyo camino se había abierto a través del aire a miles de pies por encima de los árboles? En su búsqueda de un avión estrellado, Tarzán sólo podía confiar en su sentido de la orientación. Ni siquiera podía juzgar con exactitud la distancia a la que podía encontrarse, y sabía que en el momento en que desapareció detrás de las colinas podía haber viajado una considerable distancia en ángulo recto, con su rumbo original, antes de estrellarse. Si sus ocupantes estaban muertos o gravemente heridos, el hombre-mono podría tardar un buen rato buscando en vano en las proximidades antes de encontrarles.

No podía hacer más que una cosa, y era viajar hasta un punto lo más cercano posible a donde creía que el avión había aterrizado y luego seguir en círculos cada vez más grandes hasta que captara su rastro de olor. Y esto es lo que hizo.

Antes de dejar el valle de la abundancia cobró varias piezas y se llevó los mejores pedazos de carne, abandonando todo el peso muerto de los huesos. La densa vegetación de la jungla terminaba al pie de la vertiente oriental y cada vez era menos abundante a medida que se acercaba a la cima, tras la cual había una escasa vegetación de matorrales marchitos y hierbas agostadas por el sol, con algún ocasional árbol nudoso y resistente que había soportado las vicisitudes de una existencia casi sin agua.

Desde la cumbre de las colinas los ojos aguzados de Tarzán escrutaron el árido paisaje que se extendía ante él. A lo lejos distinguió las accidentadas líneas que señalaban el serpenteante curso de las espantosas gargantas que mellaban la ancha planicie con intervalos; las terribles gargantas, que habían estado a punto de cobrarse su vida como castigo por la temeridad de intentar invadir la santidad de su antigua soledad.

Durante dos días Tarzán buscó inútilmente alguna pista del paradero del aparato o de sus ocupantes. Escondió porciones de carne en diferentes puntos y construyó mojones de piedras para señalar su ubicación. Cruzó la primera garganta profunda y caminó en ancho círculo alrededor de ella. De vez en cuando se detenía y les llamaba con voz potente, aguzando el oído por si había respuesta, pero sólo el silencio le contestaba. Un silencio siniestro que sus gritos sólo acentuaban.

A última hora de la tarde del segundo día llegó a la garganta que recordaba bien, en la que se encontraban los huesos limpios del antiguo aventurero, y allí, por primera vez, Ska, el buitre, le siguió la pista.

—Esta vez no, Ska —gritó el hombre-mono en tono burlón—, porque ahora Tarzán es de veras Tarzán. Antes, seguiste el triste esqueleto de un tarmangani y aun así lo perdiste. No pierdas el tiempo con Tarzán de los Monos cuando está en la plenitud de sus fuerzas.

Aun así, Ska volaba en círculos y se remontaba por encima de él, y el hombre-mono, pese a sus alardes, sintió un escalofrío de aprensión. En su cerebro oía un persistente y lúgubre cántico al que involuntariamente puso dos palabras, repetidas una y otra vez en una horrible monotonía: «¡Ska sabe!, ¡Ska sabe!» hasta que, sacudiéndose furioso, cogió una roca y la lanzó al siniestro carroñero.

Tarzán descendió por el abrupto precipicio medio trepando y medio resbalando hasta el lecho arenoso. Había llegado casi al punto exacto por el que había ascendido semanas atrás, y allí vio, tal como lo había dejado, igual como, sin duda alguna, había permanecido durante siglos, el horrible esqueleto y su horrible armadura.

Contemplando los siniestros restos de otro hombre fuerte que había sucumbido a los crueles poderes del desierto, le llamó la atención y le desconcertó el ruido de un arma de fuego procedente de las profundidades del barranco al sur de donde se encontraba, y que reverberó en las empinadas paredes de la estrecha grieta.

CAPÍTULO XV

HUELLAS MISTERIOSAS

Cuando el avión británico, pilotado por el teniente Harold Percy Smith-Oldwick, se elevó por encima de la jungla donde la vida de Bertha Kircher tan a menudo estuvo a punto de ser extinguida, y cobró velocidad en dirección al este, la muchacha sintió una repentina contracción de los músculos de la garganta. Intentó con todas sus fuerzas tragar algo que no encontraba. Le parecía extraño que sintiera nostalgia al dejar atrás tantos peligros espantosos, y sin embargo le resultaba evidente que así era, pues dejaba atrás algo más que los peligros que la habían amenazado: una figura única que había entrado en su vida y por la que sentía una atracción inexplicable.

Ante ella, en el asiento del piloto, se hallaba un caballero y oficial inglés quien, lo sabía, la amaba, y sin embargo ella se atrevía a sentir nostalgia en su compañía al abandonar el territorio de una bestia salvaje.

El teniente Smith-Oldwick, por su parte, se hallaba en el séptimo cielo. Volvía a estar en posesión de su querido avión, volaba velozmente en dirección a sus camaradas y su deber, y con él iba la mujer a la que amaba. Lo malo era, sin embargo, la acusación que Tarzán hizo contra esta mujer. Dijo que era alemana y que era espía, y desde las alturas de la felicidad el oficial inglés de vez en cuando se sumergía en las profundidades de la desesperación al contemplar lo inevitable, en caso de que las acusaciones del hombre-mono resultaran ciertas. Se encontraba dividido entre sentimientos de amor y de honor. Por una parte, no podía entregar a la mujer a la que amaba al destino cierto que le aguardaría si en verdad era una espía enemiga, mientras que, por la otra, le resultaría igualmente imposible, como inglés y como oficial, prestarle ayuda o protección.

El hombre joven rechazaba con repetidas negaciones mentales la culpabilidad de la mujer. Trataba de convencerse de que Tarzán estaba equivocado, y cuando evocaba el rostro de la muchacha que llevaba detrás, estaba doblemente seguro de que aquellas líneas de dulce feminidad y carácter, aquellos ojos claros y honrados, no podían pertenecer a la odiada raza ajena.

Y así se dirigieron hacia el oeste, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Abajo vieron que la densa vegetación de la jungla daba paso a la vegetación más escasa en la ladera de las montañas, y después apareció ante ellos la profunda cicatriz que formaban las estrechas gargantas que ríos desaparecidos mucho tiempo atrás habían cortado en alguna era olvidada.

Poco después de pasar la cima de la colina que formaba el límite entre el desierto y la región fértil, Ska, el buitre, que volaba a gran altitud hacia su nido, vislumbró un extraño nuevo pájaro de gigantescas proporciones que invadía los límites de sus dominios. Con intención de presentar batalla al intruso, o simplemente impulsado por la curiosidad, Ska se elevó de pronto para acercarse al avión. Sin duda alguna calculó mal la velocidad del recién llegado, pero sea como fuere, la punta de la hoja de la hélice le tocó y sucedieron muchas cosas simultáneamente. El cuerpo sin vida de Ska, desgarrado y sangrante, cayó a plomo hacia el suelo; un poco de hueso astillado fue impulsado hacia atrás y golpeó al piloto en la frente; el avión se estremeció y tembló, y mientras el teniente Harold Percy Smith-Oldwick se inclinaba hacia adelante inconsciente por un momento, el aparato se hundió de cabeza hacia la tierra.

El piloto sólo estuvo inconsciente un instante, pero ese instante casi resultó ser su ruina. Cuando despertó y se dio cuenta del peligro, también descubrió que el motor se había calado. El aparato había alcanzado un impulso espantoso y la tierra parecía estar demasiado cerca para tener esperanzas de enderezarlo a tiempo para efectuar un aterrizaje seguro. Bajo él se abría una profunda grieta en la meseta, una estrecha garganta cuyo lecho estaba aparentemente nivelado y cubierto de arena. En el breve instante en que debía tomar una decisión, el plan más seguro parecía ser el de intentar un aterrizaje en la garganta, y eso es lo que hizo, pero no sin considerables daños para el avión y una fuerte sacudida para él y su pasajero.

Afortunadamente, ninguno de los dos resultó herido, pero sus circunstancias parecían realmente desesperadas. Una cuestión grave era si el hombre podría reparar su avión y proseguir el viaje, y parecía igualmente cuestionable la capacidad de ambos de avanzar a pie hasta la costa o deshacer el camino hasta la región que acababan de abandonar. El hombre estaba seguro de que no podían esperar cruzar la región desierta situada al este afrontando el hambre y la sed, mientras detrás de ellos, en el valle de la abundancia, acechaba un peligro casi igual en forma de carnívoros y de los belicosos nativos.

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