Tarzán de los Monos estaba de pie ante la entrada de la caverna, con el cuchillo en la mano, aguardando el ataque. El hombre-mono no esperaba una acción concertada como la que ahora veía que sus vigilantes emprendían. Hacía un rato que sabía que otros hombres se habían unido a los que ya se encontraban con los leones por la tarde, y cuando se puso de pie lo hizo porque sabía que los leones y los hombres avanzaban cautelosamente hacia él y su grupo. Podría haberles esquivado con facilidad, pues vio que la cara del risco que se elevaba por encima de la boca de la caverna podía ser escalada por un escalador experto como él. Quizá fuese más sensato intentar escapar, pues sabía que en semejantes circunstancias incluso él se hallaba indefenso, pero permaneció en su sitio; aunque dudo que hubiera sabido decir por qué.
No le debía nada ni por deber ni por amistad a la muchacha que dormía en la caverna, tampoco podía ya servirles de protección a ella ni a su compañero. Sin embargo, algo le retuvo allí en absurda autoinmolación.
El gran tarmangani ni siquiera tuvo la satisfacción de propinar un golpe autodefensivo. Una verdadera avalancha de bestias salvajes se abalanzó sobre él y le arrojó pesadamente al suelo. Al caer se golpeó la cabeza con la rocosa superficie del precipicio y quedó aturdido.
Era de día cuando recuperó el conocimiento. La primera impresión que tuvo al despertar fue una confusión de ruidos salvajes que poco a poco se fueron convirtiendo en los gruñidos de leones y luego, gradualmente, acudieron a él los recuerdos de lo que había precedido al golpe que le derribó.
Percibía con fuerza el olor de Numa, el león, y en una pierna desnuda notaba el pelaje de algún animal. Tarzán abrió los ojos lentamente. Estaba tumbado de costado, y cuando miró hacia la parte inferior de su cuerpo vio que un gran león se hallaba a horcajadas sobre él; un gran león que gruñía de un modo espantoso a algo que Tarzán no veía.
Cuando recuperó plenamente sus sentidos, el olfato de Tarzán le indicó que la bestia que tenía encima era el Numa de la trampa de los wamabo. Tranquilizado, el hombre-mono habló al león y al mismo tiempo hizo un movimiento como si fuera a levantarse. De inmediato Numa se apartó de él. Cuando Tarzán alzó la cabeza vio que aún yacía donde había caído, ante la abertura de la cueva donde la muchacha dormía, y que Numa, apoyado en la pared del precipicio, al parecer le defendía de otros dos leones que paseaban arriba y abajo a poca distancia de su pretendida víctima. Y entonces Tarzán volvió los ojos hacia la cueva y vio que la muchacha y Smith-Oldwick habían desaparecido.
Sus esfuerzos no habían servido para nada. Con un gesto enojado de cabeza, el hombre-mono se volvió a los dos leones que seguían paseando arriba y abajo a pocos metros de él. Numa, el león del foso, echó una mirada amistosa en dirección a Tarzán, se frotó la cabeza en el costado del hombre-mono, y luego dirigió la mirada hacia los dos cazadores mientras gruñía.
—Creo —dijo Tarzán a Numa— que tú y yo juntos podemos hacer muy infelices a estas bestias.
Habló en inglés, que, por supuesto, Numa no entendía en absoluto, pero debía de haber algo tranquilizador en el tono de voz, porque Numa gimió suplicante y empezó a moverse impaciente de un lado a otro como sus antagonistas.
—Vamos —dijo Tarzán de pronto.
Cogió al león por la cabellera con la mano izquierda y se dirigió hacia los otros leones, con su compañero a su lado. Mientras ellos dos avanzaban los otros se retiraron lentamente y al fin se separaron, yendo cada uno por un lado. Tarzán y Numa pasaron entre ellos, pero ni el león de cabellera negra ni el hombre dejaron de mantener un ojo puesto en la bestia que tenían más cerca para que no les cogieran desprevenidos cuando, como ante una señal acordada de antemano, los dos felinos atacaron simultáneamente desde direcciones opuestas. El hombre-mono recibió el ataque de su agresor con el mismo estilo de lucha que había empleado en sus encuentros anteriores con Numa y Sheeta. Tratar de recibir el impacto pleno del ataque de un león habría sido suicida incluso para el gigantesco tarmangani. En cambio, recurrió a la agilidad y la astucia, pues si rápidos eran los grandes felinos, más lo era Tarzán de los Monos.
Numa saltó con las garras sacadas y enseñando los colmillos sobre el pecho desnudo del hombre-mono. Tarzán lanzó hacia arriba su brazo izquierdo como un boxeador esquivaría un golpe, golpeó la pata delantera izquierda del león y, simultáneamente, arremetió con un hombro bajo el cuerpo del animal al tiempo que clavaba su cuchillo en el pellejo ámbar oscuro detrás del hombro. Con un rugido de dolor Numa giró en redondo; era la personificación de la furia bestial. Ahora sí que exterminaría a este presuntuoso hombre-cosa que se atrevía incluso a pensar que podía frustrar los deseos del rey de las bestias. Pero al girarse, su pretendida presa giró con él, unos dedos marrones enredados en la espesa cabellera del fuerte cuello y de nuevo la hoja del cuchillo se clavó profundamente en el costado del león.
Fue entonces cuando Numa se puso furioso de odio y dolor, y en el mismo instante el hombre-mono saltó de lleno sobre su lomo. Muchas veces había entrelazado fácilmente sus piernas bajo el vientre de un león mientras se aferraba a su larga cabellera y le acuchillaba hasta que llegaba a su corazón. Tan fácil parecía antes que experimentó una punzada de resentimiento por no ser capaz de hacerlo ahora, pues los rápidos movimientos del león se lo impedían y después, para su desaliento, mientras el león saltaba para sacárselo de encima, el hombre-mono se dio cuenta de que estaba oscilando inevitablemente bajo aquellas terribles garras.
Con un esfuerzo final se arrojó del lomo de Numa al suelo y procuró, con su agudeza, esquivar a la frenética bestia durante el instante que le permitiría recuperar pie y volver a recibir al animal mejor afianzado. Pero esta vez Numa fue demasiado rápido para él, y sólo estaba parcialmente levantado cuando una gran garra le golpeó en un costado de la cabeza y le hizo caer. Al caer vio una raya negra que pasaba por encima de él y otro león que se lanzaba sobre su adversario. Tarzán salió rodando de debajo de los dos leones que peleaban y se puso en pie, aunque estaba medio aturdido y tambaleante a causa del impacto del terrible golpe que había recibido. Detrás de él vio a un león inerte que yacía desgarrado y ensangrentado sobre la arena, y ante él Numa estaba atacando salvajemente al segundo león.
El del pelaje negro era tremendamente superior a su contrincante en tamaño y en fuerza, así como en ferocidad. Las bestias que peleaban se hicieron unas cuantas fintas y unos pases la una a la otra antes de que la más grande lograra clavar sus colmillos en la garganta de su oponente, y entonces, como un gato sacude a un ratón, el león más grande sacudió al más pequeño, y cuando su moribundo enemigo quiso rodar y arañar a su conquistador con las garras delanteras, el otro le recibió a medio camino de la misma manera; y cuando las grandes garras se hundieron en la parte inferior del pecho del otro y luego bajaron con toda la fuerza terrorífica de las potentes patas traseras, la batalla terminó.
Numa dejó a su segunda víctima y se sacudió, Tarzán no pudo dejar de observar de nuevo las magníficas proporciones y la simetría de la bestia. Los leones a los que habían vencido eran ejemplares espléndidos y Tarzán observó que en su pelaje se insinuaba el color negro, que era una característica tan notable del Numa del foso. Sus cabelleras eran un poquito más oscuras que las del león de pelo negro corriente, pero en sus pelajes predominaba el matiz ambarino. Sin embargo, el hombre-mono se dio cuenta de que eran una especie distinta de todas las que había visto, como si hubieran surgido de un cruce entre el león de la selva que él conocía y una raza de la que el Numa del foso podía ser un típico ejemplar.
Eliminada la inmediata obstrucción en su camino, Tarzán iba a emprender la búsqueda del rastro de la muchacha y de Smith-Oldwick, para descubrir su destino. De pronto se sintió tremendamente hambriento, y mientras recorría en círculos el arenoso suelo buscando entre la enmarañada red de pisadas las de sus
protégés
, de forma involuntaria brotó de sus labios el gemido de una bestia hambrienta. Inmediatamente el Numa del foso alzó las orejas y, mirando fijamente al hombre-mono un momento, respondió a la llamada del hambre y echó a andar con paso vivo hacia el sur, deteniéndose de vez en cuando para ver si Tarzán le seguía.
El hombre-mono comprendió que la bestia le conducía hacia donde había comida, decidió seguirle y mientras le seguía sus aguzados ojos y sensible olfato buscaban alguna indicación de la dirección tomada por el hombre y la muchacha. Al fin, entre la masa de huellas de león, Tarzán distinguió las de muchos pies con sandalias y el rastro de olor de los miembros de la extraña raza, como había hecho con los leones la noche anterior, y luego captó débilmente el rastro de olor de la muchacha y un poco más tarde el de Smith-Oldwick. Después las pisadas se fueron haciendo más escasas y las de la muchacha y el inglés se hicieron muy marcadas.
Habían caminado uno junto al otro y habían tenido leones y hombres a derecha e izquierda, delante y detrás. El hombre-mono estaba desconcertado por las posibilidades que las huellas sugerían, pero a la luz de toda experiencia previa no podía explicarse satisfactoriamente qué indicaba lo que percibía.
Hubo pocos cambios en la formación de la garganta; seguía su errático curso entre precipicios. En algunos lugares se ensanchaba y volvía a estrecharse y siempre se hacía más profunda cuanto más al sur viajaban. Después el fondo del desfiladero empezó a hacer pendiente. De vez en cuando había indicaciones de antiguos rápidos y cascadas. El camino se hizo más difícil pero estaba bien señalado y mostraba indicios de gran antigüedad, y en algunos lugares, de la mano del hombre. Habían recorrido aproximadamente un kilómetro cuando, al doblar un recodo de la garganta, Tarzán vio ante él un estrecho valle cortado en la roca viva de la corteza terrestre, con elevadas cadenas montañosas que limitaban con el sur. Hasta qué distancia se extendía hacia el este y el oeste no lo veía, pero al parecer no eran más de cinco o seis kilómetros hacia el centro del valle. Pájaros de voz estridente y brillante plumaje chillaban entre las ramas, mientras innumerables monos parloteaban por encima de él.
La selva parecía hervir de vida, y sin embargo el hombre-mono tenía una sensación de indecible soledad, una sensación que nunca había experimentado en su amada jungla. Todo era irrealidad alrededor suyo; en el valle mismo, oculto y olvidado en lo que se suponía era un árido desierto. Los pájaros y los monos, aunque de tipo similar a muchos con los que estaba familiarizado, no eran idénticos a ninguno, y tampoco la vegetación carecía de peculiaridades. Era como si de pronto estuviera en otro mundo y sentía un extraño desasosiego que fácilmente podría ser una premonición de peligro.
Entre los árboles crecían frutos y vio que Manu, el mono, comía de ellos. Como tenía hambre, saltó a las ramas inferiores y, entre un gran parloteo de los monos, se puso a comer frutos, pues vio que los monos lo hacían y no les pasaba nada. Cuando hubo satisfecho parcialmente su hambre, pues sólo la carne podía hacerlo plenamente, miró alrededor en busca del Numa y descubrió que el león se había marchado.
LA CIUDAD AMURALLADA
Saltó al suelo de nuevo y siguió la pista de la muchacha y sus capturadores, que iban por un sendero trillado. No tardó mucho en llegar a un pequeño arroyo, donde aplacó su sed, y después vio que el sendero seguía en la dirección del arroyo, hacia el sudoeste. De vez en cuando encontraba pistas que se cruzaban y otras que se unían a la avenida principal, y siempre en cada una de ellas había huellas y el olor de los grandes felinos, de Numa, el león, y Sheeta, la pantera.
Con la excepción de unos cuantos pequeños roedores, no parecía haber otra vida salvaje en la superficie del valle. No había indicios de Bara, el ciervo, ni de Horta, el verraco, ni de Gorgo, el búfalo, Buto, Tantor o Duro. Histah, la serpiente, estaba allí. La vio en los árboles en números mayores de los que jamás había visto; y una vez, junto a una charca llena de cañas, había captado un olor que únicamente podía pertenecer a Gimla, el cocodrilo, pero el tarmangani no quería comerse a ninguno de ellos.
Y así, ansiando comer carne, volvió su atención a los pájaros que volaban por encima suyo. Los que le habían asaltado la noche anterior no le habían desarmado. Debido a la oscuridad o debido al ataque de los leones, el enemigo humano no le había visto o quizá le había considerado muerto; pero fuera cual fuese la razón, la cuestión es que aún conservaba sus armas: su lanza y su largo cuchillo, su arco y sus flechas y su cuerda de hierba.
Tarzán colocó una flecha en el arco y aguardó una oportunidad de abatir uno de los pájaros más grandes, y cuando por fin se le presentó, dirigió la flecha directa a su blanco. Cuando la criatura de alegre plumaje cayó a tierra aleteando, sus compañeros y los pequeños monos iniciaron un coro de gemidos y gritos de protesta de lo más terrorífico. La selva entera se convirtió de pronto en una babel de roncos gritos y estridentes chillidos.
A Tarzán no le habría sorprendido que uno o dos de los pájaros que se hallaban en las proximidades expresara terror mientras volaba, pero que toda la vida de la jungla se entregara a una protesta tan extraña le llenó de disgusto. Volvió un rostro airado a los monos y pájaros que de pronto provocaron en él una salvaje inclinación a manifestar su desagrado y su respuesta a lo que consideraba un desafío. Y por eso se oyó por primera vez en esta jungla el horrible grito de victoria y desafío de Tarzán. El efecto que produjo en las criaturas que volaban sobre él fue instantáneo. Donde antes el aire temblaba con el estruendo de sus voces, ahora reinó el silencio absoluto y un momento más tarde el hombre-mono se encontraba solo con su insignificante captura.
El silencio que siguió al anterior tumulto causó una impresión siniestra en el hombre-mono, lo que aumentó aún más su ira. Cogió el pájaro de donde había caído, le arrancó la flecha y la devolvió a su carcaj. Luego, rápida y diestramente, le quitó la piel y las plumas con el cuchillo. Comió con furia, gruñendo como si le amenazara algún enemigo, y quizá, también, sus gruñidos eran inducidos en parte por el hecho de que no le gustaba la carne de pájaro. Sin embargo, era mejor esto que nada y, por lo que sus sentidos le indicaron, en las proximidades no había carne de la que a él le gustaba y a la que estaba acostumbrado. ¡Cómo habría disfrutado con un jugoso pedazo de Pacco, la cebra, o un trozo de la pata de Gorgo, el búfalo! Sólo de pensarlo se le hacía la boca agua y aumentaba su resentimiento contra aquella selva no natural, que no albergaba semejantes deliciosas presas.