Y que tuviera que destruirla, ¡destruirla él! Era demasiado espantoso: ¡era increíble, impensable! Si hasta entonces se había sentido lleno de aprensión, ahora sin duda estaba inquieto.
—No creo que pueda hacerlo, Bertha —dijo.
—¿Ni siquiera para salvarme de algo peor? —preguntó ella.
Él hizo un gesto de negación con la cabeza, abatido.
—Jamás podría hacerlo.
La calle que seguían se abrió de pronto a una ancha avenida, y ante ellos se extendió una gran y bella laguna, cuya superficie tranquila reflejaba el claro color azulado del cielo. Aquí el aspecto de todo lo que les rodeaba era distinto. Los edificios eran más altos y mucho más pretenciosos en cuanto a diseño y ornamentación. La calle misma estaba pavimentada con mosaicos de dibujos bárbaros pero asombrosamente hermosos. En la ornamentación de los edificios había mucho color y una gran cantidad de lo que parecían hojas doradas. En todas las decoraciones se utilizaba en formas diversas la figura convencional del loro y, en menor medida, la del león y el mono.
Sus capturadores les condujeron por el pavimento que seguía la orilla de la laguna durante un breve trecho y luego les hicieron cruzar un umbral arqueado para entrar en uno de los edificios que daban a la avenida. Aquí, justo después de la entrada había una gran habitación amueblada con robustos bancos y mesas, muchos de los cuales exhibían, talladas a mano, las figuras inevitables del loro, el león o el mono, predominando siempre el loro.
Detrás de una de las mesas se sentaba un hombre que, a ojos de los cautivos, no se diferenciaba en nada de los que les acompañaban. El grupo se detuvo ante esta persona, y uno de los hombres que les había llevado hizo lo que pareció un informe oral. Si se hallaban ante un juez, un oficial militar o un dignatario civil, no tenían modo de saberlo, pero era evidente que se trataba de un hombre con autoridad, pues, tras escuchar la perorata que le dirigían mientras escrutaba atentamente a los dos cautivos, hizo un sólo intento vano de conversar con ellos y luego emitió algunas órdenes escuetas al que le había hecho el informe. Casi inmediatamente, dos de los hombres se acercaron a Bertha Kircher y le hicieron señas de que les acompañara. Smith-Oldwick hizo ademán de seguirla pero fue interceptado por uno de sus guardias. La muchacha se detuvo entonces y se volvió, al tiempo que miraba al hombre sentado ante la mesa y le hacía señas de que deseaba que Smith-Oldwick permaneciera con ella, pero el tipo se limitó a hacer un gesto de negación con la cabeza e indicó a los guardias que se la llevaran. El inglés volvió a intentar seguirles pero se lo impidieron. Estaba demasiado débil e indefenso incluso para intentar cumplir sus deseos. Pensó en la pistola que llevaba debajo de la camisa y luego en la inutilidad de tratar de vencer a una ciudad entera con las pocas balas que le quedaban.
Hasta entonces, con la única excepción del ataque de que había sido objeto, no tenía razón para creer que pudieran no recibir un trato justo por parte de sus capturadores, y pensó que sería más sensato evitar enfrentarse con ellos hasta que estuviera completamente convencido de que sus intenciones eran hostiles. Vio que sacaban a la muchacha del edificio y, justo antes de que desapareciera de su vista, ella se volvió y se despidió con la mano:
—¡Buena suerte! —le deseó, y se marchó.
Los leones que entraron en el edificio con el grupo fueron sacados del apartamento a través de una puerta que había detrás de él durante el examen efectuado por el hombre ante la mesa. Hacia esta misma puerta dos de los hombres condujeron ahora a Smith-Oldwick. Se encontró entonces en un corredor a cuyos lados había puertas, que presumiblemente daban a otros aposentos del edificio. En el otro extremo del corredor vio una pesada reja tras la cual aparecía un patio abierto. El prisionero fue conducido a este patio, y cuando entró en él con los dos guardas se encontró en un recinto al aire libre limitado por las paredes interiores del edificio. Era como un jardín en el que crecían numerosos árboles y arbustos floridos. Bajo varios árboles había bancos, uno de ellos junto a la pared sur, pero lo que le llamó más la atención fue que los leones que habían intervenido en su captura y que les habían acompañado en su regreso a la ciudad yacían desmadejados en el suelo o paseaban inquietos de un lado a otro.
Justo al cruzar la puerta el guardia que le conducía se detuvo. Los dos hombres intercambiaron unas palabras y luego se volvieron y entraron de nuevo en el corredor. El inglés quedó horrorizado al comprender la terrible situación en que se encontraba. Se volvió y se agarró a la reja en un intento por abrirla y ponerse a salvo en el corredor, pero descubrió que estaba cerrada con llave y era imposible abrirla por mucho que se esforzara, y entonces llamó a los dos hombres que se retiraban dentro. La única respuesta que recibió fue una estridente carcajada carente de alegría, y luego los dos cruzaron la puerta situada al fondo del corredor y se quedó solo de nuevo con los leones.
LA HISTORIA DE LA REINA
Entretanto, Bertha Kircher era conducida por la plaza hacia el edificio más grande y más ostentoso. El edificio cubría la anchura completa de un extremo de la plaza. Tenía varios pisos de altura y se accedía a la entrada principal por una amplia escalinata de piedra, cuya parte inferior estaba guardada por enormes leones de piedra, mientras que en lo alto flanqueaban la entrada dos pedestales en los que había la imagen en piedra de un gran loro. A medida que la muchacha se acercaba a estas últimas imágenes, vio que el capitel de cada columna representaba un cráneo humano sobre el que se posaban los loros. Sobre la puerta de arco y en las paredes del edificio había figuras de otros loros, de leones y de monos. Algunas estaban talladas en bajorrelieve; otras estaban dibujadas en mosaicos, mientras otras daban la impresión de haber sido pintadas en la superficie de la pared.
Los colores de los últimos parecían mucho más estropeados por el tiempo, con lo que el efecto general era suave y hermoso. Los trabajos de escultura y de mosaico estaban finamente ejecutados, lo que ponía de manifiesto un alto grado de habilidad artística. A diferencia del primer edificio al que la habían conducido, cuya entrada carecía de puerta, unas robustas puertas cerraban la entrada a la que ahora se acercaba. En los huecos formados por las columnas que soportaban el arco de la puerta, y alrededor de la base de los pedestales de los loros de piedra, así como en otros diversos lugares de la ancha escalinata, había una veintena de hombres armados. Sus túnicas eran de un vivo color amarillo y en el pecho y la espalda de cada una estaba bordada la figura de un loro.
Mientras la conducían por la escalinata, uno de estos guerreros vestidos de amarillo se aproximó e hizo parar a los guías en lo alto de la escalera. Intercambiaron unas palabras, y mientras hablaban la muchacha reparó en que el que les detuvo, así como los compañeros que ella veía, daban la impresión de poseer, si es posible, una inteligencia menor que la de sus capturadores.
Su cabello áspero y tieso les nacía tan abajo en la frente que, en algunos casos, casi se unía a las cejas, mientras que los iris eran más pequeños y dejaban al descubierto mayor cantidad de blanco del ojo.
Tras un breve parlamento el hombre encargado de la puerta, pues esto parecía ser, se volvió y golpeó una de las hojas con la punta de su lanza, al tiempo que llamaba a varios de sus compañeros, que se levantaron y se acercaron. Pronto las grandes puertas empezaron a girar lentamente en sus goznes y después, cuando se separaron, la muchacha vio detrás de ella la fuerza motriz que hacía funcionar las pesadas puertas: media docena de negros desnudos para cada puerta.
En el umbral sus dos guardias fueron despedidos y ocuparon su lugar media docena de soldados de túnica amarilla que le hicieron cruzar la puerta que los negros, tirando de gruesas cadenas, cerraron detrás de ellos. Mientras la muchacha les observaba vio con horror que las pobres criaturas estaban encadenadas por el cuello a las puertas. Ante ella se abría un amplio salón en cuyo centro había un pequeño estanque de agua cristalina. También aquí en suelo y paredes se repetían en nuevas y siempre distintas combinaciones y diseños los loros, los monos y los leones, pero ahora muchas de las figuras eran de un material que la muchacha estaba convencida que era oro. Los muros del corredor consistían en una serie de arcos a través de los cuales, a ambos lados, se veían otros espaciosos aposentos. El salón estaba completamente vacío de muebles, pero las habitaciones a ambos lados contenían bancos y mesas. Vislumbres de algunas de las paredes le revelaron que estaban cubiertas de colgaduras de algún tejido de colores, mientras en los suelos había gruesas alfombras de diseños bárbaros y pieles de leones negros y leopardos de hermosas manchas.
La habitación situada directamente a la derecha de la entrada estaba llena de hombres que vestían la misma túnica amarilla, mientras que en las paredes colgaban numerosas lanzas y sables. En el otro extremo del corredor un breve tramo de escalera conducía a otra puerta cerrada. También aquí hicieron que el guardia se detuviera. Uno de los guardias de esta puerta, tras recibir el informe de uno de los que la custodiaban, pasó por la puerta y les dejó a ellos fuera. Tardó unos buenos quince minutos en regresar, sustituyó al guardia que la había llevado hasta allí y condujo a la muchacha a la cámara siguiente.
Tuvo que cruzar otras tres cámaras y otras tres robustas puertas, en cada una de las cuales cambió su guardia, antes de que la hicieran entrar en una habitación comparativamente pequeña; en ella paseaba arriba y abajo un hombre con una túnica escarlata, en cuyas partes delantera y trasera lucía un enorme loro bordado, y con un bárbaro tocado coronado por un loro disecado. Las paredes de esta habitación quedaban completamente ocultas por colgaduras sobre las cuales estaban bordados centenares, incluso miles, de loros. Grabados en el suelo había loros dorados, mientras, con todo el grosor con que pudieron pintarlos, en el techo había loros de brillantes tonos con las alas extendidas, como si volaran.
El hombre mismo era de mayor estatura que todos los que ella había visto hasta entonces en la ciudad. Su piel apergaminada estaba arrugada por la edad, y era mucho más gordo que cualquiera de los de su clase que ella había visto. Sus brazos desnudos, sin embargo, daban la impresión de ser muy fuertes, y su manera de andar no era la de un anciano. Su expresión facial denotaba casi la imbecilidad absoluta y era la criatura más repulsiva que Bertha Kircher jamás había visto.
Durante varios minutos no pareció consciente de que ella se encontraba allí, sino que siguió paseando inquieto arriba y abajo. De pronto, sin el menor aviso, y cuando se hallaba en el otro extremo de la habitación, de espaldas a ella, giró en redondo y se precipitó como un loco hacia la muchacha. Involuntariamente, dio un paso atrás extendiendo las manos abiertas hacia aquella espantosa criatura, como para mantenerla a distancia, pero los hombres que la flanqueaban, los dos que la habían acompañado hasta ese aposento, la agarraron y la retuvieron.
Aunque el hombre se precipitó con violencia hacia ella, se detuvo sin tocarla. Por un momento sus horribles ojos rodeados de blanco la miraron a la cara con aire escrutador, e inmediatamente estalló en enloquecidas carcajadas. Durante dos o tres minutos la criatura se entregó a la alegría y luego, cesando de reír de un modo tan súbito como había comenzado, se puso a examinar a la prisionera. Le palpó el pelo, la piel, la textura de la ropa que llevaba y, mediante signos, le hizo entender que abriera la boca. Pareció interesarse mucho por ésta, llamó la atención de una guardia hacia sus dientes caninos, y después exhibió sus propios agudos colmillos para que los viera la prisionera.
Entonces volvió a pasearse arriba y abajo de la sala, y transcurrieron quince minutos antes de que se fijara de nuevo en ella; entonces emitió una escueta orden a los guardias, quienes de inmediato sacaron a la muchacha del aposento. Los guardias la condujeron a través de una serie de corredores y aposentos hasta una estrecha escalera de piedra que llevaba al piso superior, y por fin se pararon ante una pequeña puerta en la que estaba apostado un negro desnudo, armado con una lanza. A una palabra de uno de los guardias, el negro abrió la puerta y el grupo entró en un aposento de techo bajo, cuyas ventanas llamaron de inmediato la atención de la muchacha por sus gruesos barrotes. La habitación estaba amueblada de forma similar a las que había visto en otras partes del edificio; los mismos bancos y mesas tallados, las alfombras en el suelo, la decoración de las paredes, aunque en todos los aspectos era más sencilla que todo lo que había visto en el piso de abajo. En un rincón había un sofá bajo cubierto con una alfombra similar a las del suelo excepto en que era de un tejido más ligero, y sentada en él se hallaba una mujer.
Cuando los ojos de Bertha Kircher se posaron en la ocupante de la habitación, la muchacha ahogó un pequeño grito de asombro, pues reconoció enseguida que era una criatura más próxima a su propia especie que cualquiera de las que había visto dentro de las murallas de la ciudad. Era una anciana que la miró con unos ojos azules claros, hundidos en un rostro arrugado y sin dientes. Pero los ojos eran los de una criatura cuerda e inteligente, y la cara arrugada era la de una mujer blanca.
Al ver a la muchacha la anciana se levantó y se acercó a ella; su paso era tan débil e inestable que se veía obligada a apoyarse en un largo báculo que agarraba con las dos manos. Uno de los guardas habló unas pocas palabras con ella y después los hombres se volvieron y salieron del apartamento. La muchacha se quedó junto a la puerta esperando en silencio lo que pudiera sucederle a continuación. La anciana cruzó la habitación y se paró ante ella, alzando sus débiles y acuosos ojos hacia el lozano rostro de la joven recién llegada. Luego la examinó de la cabeza a los pies y una vez más los viejos ojos se posaron en el rostro de la muchacha. Bertha Kircher no fue menos franca en su examen de la menuda anciana. Esta última habló primero. Lo hizo con una voz débil y quebrada, vacilante, trémula, como si empleara palabras poco conocidas y hablara en una lengua extranjera.
—¿Eres del mundo exterior? —preguntó en inglés—. Que Dios permita que hables y entiendas esta lengua.
¿Inglés? —preguntó la muchacha—. Claro que hablo inglés.