Una vez atendidas estas cosas, y las colgaduras de nuevo sobre el diván para ocultar aquella horrible cosa que había debajo, la muchacha volvió a arrojar sus brazos en torno al cuello del inglés y le arrastró hacia las suaves y lujosas almohadas sobre el lugar donde se encontraba el hombre muerto. Agudamente consciente del horror de su posición, lleno de asco, repugnancia y un indignado sentido de la decencia, Smith-Oldwick también era agudamente consciente de lo que la autoconservación le exigía. Le parecía que tenía que comprar su vida casi a cualquier precio; pero había un punto en el que su naturaleza más delicada se rebelaba.
Fue en este momento cuando sonó un fuerte golpe en la puerta de la habitación exterior. La muchacha dio un brinco, cogió al hombre del brazo y lo arrastró tras ella hasta la pared que estaba junto a la cabecera del diván. Aquí apartó una de las cortinas y quedó al descubierto un pequeño nicho, en el cual empujó al inglés y corrió las cortinas ante él, ocultándole eficazmente de la observación desde las habitaciones. El hombre la oyó cruzar la alcoba hasta la puerta de la habitación exterior, oyó el ruido del cerrojo al ser retirado y después la voz de un hombre mezclada con la de la muchacha. El tono de ambos parecía racional, como si se tratara de una conversación corriente en alguna lengua extranjera. Sin embargo, con las horribles experiencias del día no pudo sino esperar alguna explosión de locura desde el otro lado de las cortinas.
Por los ruidos se dio cuenta de que los dos habían entrado en la alcoba y, incitado por un deseo de saber con qué clase de hombre tal vez se viera obligado a pelear, separó ligeramente los gruesos pliegues que le ocultaban de la vista y les vio sentados en el diván abrazándose, la muchacha con la misma sonrisa inexpresiva con que le había obsequiado a él. Descubrió que podía colocar las cortinas de tal modo que una pequeña rendija entre las dos le permitía observar las acciones de los que estaban en la alcoba sin revelar su presencia ni aumentar el riesgo de ser descubierto. Vio que la chica prodigaba sus besos sobre el recién llegado, un hombre mucho más joven que aquel al que Smith-Oldwick había despachado. Luego la muchacha se liberó del abrazo de su amante como si de pronto se acordara de algo. Frunció las cejas como sumida en sus pensamientos y luego, con expresión sobresaltada, echó una mirada atrás, hacia el nicho oculto donde se encontraba el inglés. Susurró algo a su compañero, sacudiendo de vez en cuando la cabeza en dirección al nicho y en varias ocasiones haciendo un movimiento con una mano y el dedo índice, que Smith-Oldwick podía identificar con un intento de describir su pistola y su empleo.
Le resultó evidente entonces que ella le estaba traicionando, y sin perder más tiempo volvió su espalda a las cortinas e inició un rápido examen de su escondrijo. En la alcoba el hombre y la muchacha hablaban en susurros, y luego, con cautela y gran sigilo, el hombre se levantó y sacó su sable curvado. Se acercó de puntillas a las cortinas, mientras la muchacha le seguía sin hacer ruido. Ahora nadie hablaba, ni se oía ningún ruido en la habitación. La muchacha dio un salto adelante y con el brazo extendido y señalando con el dedo indicó un punto de la cortina a la altura del pecho de un hombre. Luego se hizo a un lado y su compañero alzó la espada hasta colocarla en posición horizontal, se abalanzó hacia adelante y con todo el peso de su cuerpo y de su brazo derecho metió la afilada punta por las cortinas y en el nicho, hasta el fondo.
Bertha Kircher, que sabía que sus forcejeos eran inútiles y comprendió que debía conservar sus fuerzas por si se le presentaba la oportunidad de escapar, desistió de sus esfuerzos por deshacerse del apretón del príncipe Metak cuando el tipo huyó con ella por los corredores apenas iluminados del palacio. El príncipe atravesó muchas cámaras con su trofeo en brazos. Para la muchacha era evidente que, aunque su capturador era el hijo del rey, no se encontraba por encima de la captura y el castigo por sus actos, pues de lo contrario no habría dado muestras de tanta ansiedad por escapar con ella, así como de las consecuencias de su acto.
Por el hecho de que volvía constantemente su mirada asustada hacia atrás, y miraba con recelo en todos los recodos y rincones por los que pasaban, ella supuso que el castigo del príncipe podría ser rápido y terrible si era atrapado. Por la ruta que tomaron supo que debían de haber vuelto atrás varias veces, aunque había perdido todo sentido de la orientación; pero no sabía que el príncipe se hallaba tan confundido como ella, y que en realidad corría de una manera errática, sin rumbo, esperando dar finalmente con un lugar que les sirviera de refugio.
No es de extrañar que este hijo de maníacos tuviera dificultades para orientarse en el sinuoso laberinto de palacio diseñado por maníacos para un rey maníaco. Ahora un corredor torcía gradual y casi imperceptiblemente en una nueva dirección, volvía a torcer hacia atrás y se cruzaba a sí mismo; aquí el suelo se elevaba poco a poco hasta el nivel de otro piso, o de nuevo podía hacer una escalera en espiral hacia abajo por la que el loco príncipe se precipitaba con su carga. Ni siquiera Metak tenía idea del piso en que estaban o en qué parte del palacio hasta que, deteniéndose bruscamente ante una puerta cerrada, la abrió empujándola y entró en una cámara profusamente iluminada llena de guerreros, en uno de cuyos extremos se hallaba sentado el rey en un gran trono; a su lado, para sorpresa de la muchacha, había otro trono donde estaba sentada una enorme leona, que le hizo recordar las palabras de Xanila que, cuando las había pronunciado, no causaron ninguna impresión en ella: «Pero tenía otras muchas reinas, y no todas eran humanas».
Al ver a Metak y a la muchacha el rey se levantó de su trono y les miró, desapareciendo toda apariencia de realeza en la pasión incontrolable del maníaco. Y mientras se acercaba chillaba dando órdenes e instrucciones con toda la fuerza de sus pulmones. En cuanto Metak abrió la puerta de este avispero de un modo tan poco cauto se retiró de inmediato y, dando media vuelta, volvió a huir a todo correr en otra dirección. Pero ahora un centenar de hombres les pisaban los talones, riendo, chillando y posiblemente profiriendo maldiciones. Corría de aquí para allá dándoles esquinazo, distanciándose en varios minutos hasta que, al pie de una larga pasarela que se inclinaba en fuerte pendiente hacia abajo, entró en un aposento subterráneo iluminado con muchas llamas.
En el centro de la habitación había un estanque de tamaño considerable, cuyo nivel del agua se hallaba a pocos centímetros por debajo del suelo. Los que iban detrás del príncipe y su cautiva entraron en el aposento a tiempo de ver a Metak saltar al agua con la muchacha y desaparecer bajo la superficie llevándose consigo a su cautiva, pero aunque esperaron excitados en torno al borde del estanque, ninguno de los dos emergió.
Cuando Smith-Oldwick se volvió para investigar su escondrijo, sus manos, palpando la pared posterior, tropezaron de inmediato con los paneles de madera de una puerta y un cerrojo como el que cerraba la puerta de la habitación exterior. Con cuidado y en silencio, retiró la barra de madera y empujó con suavidad la puerta, que se abrió fácil y silenciosamente hacia la oscuridad más absoluta. A tientas y avanzando con cautela salió del nicho y cerró la puerta tras de sí. Palpando descubrió que se encontraba en un estrecho corredor que siguió con atención unos metros hasta que de pronto tropezó con lo que parecía una escalerilla al otro lado del pasadizo. Palpó la obstrucción atentamente hasta que estuvo seguro de que realmente se trataba de una escalera y que detrás había una pared sólida que ponía fin al corredor. Por lo tanto, como no podía seguir adelante y la escalera terminaba en el suelo donde él se encontraba, y como no deseaba deshacer lo andado, no le quedaba otra alternativa que ascender y esto es lo que hizo, con la pistola a punto en el bolsillo lateral de su camisa. No había subido más que dos o tres peldaños cuando su cabeza chocó de pronto y dolorosamente con una superficie dura. Palpando con una mano por encima de la cabeza descubrió que el obstáculo parecía cubrir una trampilla en el techo que, con un poco de esfuerzo, logró levantar unos cinco centímetros, y ver en la rendija las estrellas de una clara noche africana.
Se apresuró a salir por la abertura, volvió a colocar la tapa y se dispuso a orientarse. Directamente al sur de él el tejado bajo donde se encontraba colindaba con una parte mucho más alta del edificio, que se elevaba varios pisos por encima de su cabeza. Unos metros al oeste vio la vacilante luz de las lámparas de una tortuosa calle y hacia allí se encaminó.
Desde el borde del tejado miró abajo, hacia la vida nocturna de la disparatada ciudad. Vio a hombres, mujeres, niños y leones, y todo lo que vio le indicó que sólo los leones estaban cuerdos. Con la ayuda de las estrellas distinguió fácilmente los puntos de la brújula, y siguiendo atentamente con la memoria los pasos que le habían conducido a la ciudad y al tejado sobre el que ahora se encontraba, supo que la calle que ahora contemplaba era la misma por la que él y Bertha Kircher habían sido conducidos como prisioneros aquel mismo día.
Si pudiera llegar a ella tal vez tuviera ocasión de pasar sin ser descubierto, en las sombras de la arcada, hasta la puerta de la ciudad. Ya había abandonado por inútil la idea de buscar a la muchacha e intentar socorrerla, pues sabía que sólo con las pocas balas que le quedaban no podía hacer nada contra aquella ciudad llena de hombres armados. Que él pudiera vivir para cruzar la selva infestada de leones situada más allá de la ciudad era dudoso, y tras haber vencido, por algún milagro, al desierto que se extendía después, su sino estaría sin duda sellado; sin embargo, le consumía un solo deseo: dejar atrás lo más lejos posible aquella horrible ciudad de maníacos.
Vio que los tejados se elevaban al mismo nivel que se encontraba él hacia el norte hasta el siguiente cruce de calles. Justo debajo había una lámpara. Para llegar al pavimento a salvo era necesario que encontrara una porción de la avenida lo más oscura posible. Y por tanto buscó por el borde de los tejados un lugar relativamente oculto por donde descender.
Había recorrido un pequeño trecho después de un punto en que la calle se curvaba bruscamente hacia el este antes de descubrir un lugar lo bastante de su gusto. Pero incluso aquí se vio obligado a esperar una cantidad de tiempo considerable para hallar un momento satisfactorio para su descenso, el cual había decidido efectuar por uno de los pilares de la arcada. Cada vez que se preparaba para bajar por el borde de los tejados, se acercaban pasos de una dirección u otra que le detenían, y casi llegó a la conclusión de que tendría que esperar a que toda la ciudad durmiera antes de proseguir su huida. Pero al fin llegó un momento que le pareció propicio y, aunque con escrúpulos, inició con calma el descenso a la calle.
Cuando por fin se encontró bajo la arcada, se estaba felicitando por el éxito que habían tenido sus esfuerzos hasta ese momento cuando, al oír un leve ruido detrás de él, se volvió y distinguió una alta figura con la túnica amarilla de un guerrero que se encaraba con él.
A su lado había otro trono donde estaba sentada una enorme leona.
FUERA DEL NICHO
¿Qué pensamientos cruzaron por aquella enorme cabeza? ¿Quién lo sabe? Pero ahora no había rabia ni desconcierto cuando el gran león se volvió y se dirigió con paso majestuoso hacia el este junto a la muralla. En el extremo oriental de la ciudad torció hacia el sur, prosiguiendo su camino hasta el lado sur de la muralla junto a la cual se encontraban los corrales de los animales domesticados dentro de la ciudad. Los grandes leones negros de la selva se alimentaban casi con igual imparcialidad de la carne de los grandes hervíboros y del hombre. Como el Numa del foso, de vez en cuando efectuaban excursiones por el desierto hasta el valle fértil de los wamabos, pero principalmente conseguían su comida en los rebaños de la ciudad amurallada de Herog, el rey loco, o atrapaban alguno de sus infortunados súbditos.
En algunos aspectos el Numa del foso era una excepción a la regla que guiaba a sus compañeros de la selva, pues cuando era cachorro había sido capturado y transportado a la ciudad, donde lo criaban con fines de reproducción, pero escapó en su segundo año. Intentaron enseñarle en la ciudad de los maníacos que no debía comer la carne del hombre, y el resultado de sus enseñanzas fue que sólo atacaba al hombre cuando se enfurecía o en aquella ocasión en que se vio impulsado por las garras del hambre.
Los corrales de los animales de los maníacos estaban protegidos por un muro exterior o empalizada de troncos verticales, cuyos extremos inferiores estaban clavados en el suelo y los troncos mismos estaban colocados lo más cerca entre sí posible y reforzados y unidos con mimbre. A intervalos había puertas a través de las cuales, durante el día, los rebaños pasaban a la tierra de pasto al sur de la ciudad. Es en estas ocasiones cuando los leones negros de la selva cogen su mayor botín de los rebaños, y es infrecuente que un león intente entrar en los corrales por la noche. Pero el Numa del foso, que había olido el rastro de olor de su benefactor, estaba decidido a entrar en la ciudad amurallada, y con esa idea en su astuto cerebro se arrastró con sigilo por el lado exterior de la empalizada, probando cada entrada con una pata almohadillada hasta que al fin descubrió una que parecía mal cerrada. Bajando su gran cabeza presionó contra la puerta, empujó con todo su enorme peso y la fuerza de sus gigantescos tendones, un potente esfuerzo, y Numa se halló dentro del corral.
El recinto contenía un rebaño de cabras que después de la entrada del carnívoro iniciaron una estampida hacia el extremo opuesto del corral, que estaba limitado por la pared sur de la ciudad. Numa había estado anteriormente en un corral semejante, de modo que sabía que en algún punto de la pared había una pequeña puerta a través de la cual el rebaño de cabras pasaba a la ciudad; se encaminó hacia esta puerta, si por decisión o si por casualidad es difícil de decir, aunque a la luz de los acontecimientos que siguieron parece posible que se tratara de lo segundo.
Para llegar a la puerta debía pasar directamente por en medio del rebaño que se había apretujado asustado cerca de la abertura, por lo que una vez más hubo un furioso estrépito de patas mientras Numa avanzaba deprisa hasta la puerta. Si Numa lo había planeado, lo había planeado bien, pues apenas alcanzó su posición cuando la puerta se abrió y la cabeza de un pastor asomó al recinto, buscando evidentemente una explicación a este alboroto. Es posible que descubriera la causa de la conmoción, pero es dudoso, pues era oscuro y una gran pata con garras cayó y le dio un fuerte golpe que a punto estuvo de separarle la cabeza del cuerpo; se movió tan deprisa y en silencio, que el hombre quedó muerto en una fracción de segundo desde el momento en que había abierto la puerta. Entonces Numa, que ya conocía el camino, cruzó la muralla y entró en las calles apenas iluminadas de la ciudad.
El primer pensamiento de Smith-Oldwick cuando se le acercó la figura de la túnica amarilla de un soldado fue disparar para matar al hombre y confiar en que sus piernas y las tortuosas calles, apenas iluminadas, le permitieran huir, pues sabía que ser abordado era equivalente a ser recapturado, porque ningún habitante de esta extraña ciudad le reconocería como otra cosa que un extraño. Sería sencillo disparar al hombre desde el bolsillo donde tenía la pistola, sin sacar el arma, y con este propósito en mente el inglés deslizó las manos en el bolsillo lateral de la camisa, pero simultáneamente a esta acción su muñeca fue asida con poderosa fuerza y una voz baja le susurró en inglés:
—Teniente, soy yo, Tarzán de los Monos.
El alivio de la tensión nerviosa bajo la que había estado durante tanto tiempo dejó a Smith-Oldwick repentinamente débil como un bebé, de modo que se vio obligado a sujetarse del brazo del hombre-mono, y cuando encontró su voz lo único que pudo hacer fue repetir:
—¿Tú? ¿Tú? ¡Creía que habías muerto!
—No, no estaba muerto —respondió Tarzán—, y veo que tú tampoco lo estás. Pero ¿dónde está la chica?
—No la he visto desde que nos trajeron aquí —respondió el inglés—. Nos llevaron a un edificio de la plaza que hay aquí cerca y allí nos separaron. Se la llevaron unos guardias y a mí me metieron en una leonera. Desde entonces no la he visto.
—¿Cómo has logrado escapar? —preguntó el hombre-mono.
—Los leones no me prestaban mucha atención y sali de allí trepando por un árbol y entrando por una ventana a una habitación del segundo piso. Allí tuve una pequeña escaramuza con un tipo y me escondió una de sus mujeres en un agujero en la pared. La loca esa me traicionó ante otro loco que estaba allí, pero descubrí una salida al tejado, donde he esperado un buen rato la oportunidad de bajar a la calle sin que nadie me viera. Eso es todo lo que sé, pero no tengo ni la más remota idea de dónde buscar a la señorita Kircher.
—¿Adónde ibas ahora? —preguntó Tarzán.
Smith-Oldwick vaciló.
—Yo…, bueno, no podía hacer nada aquí solo e iba a intentar salir de la ciudad y de alguna manera alcanzar las fuerzas británicas del este y traer ayuda.
—No habrías podido hacerlo —dijo Tarzán—. Aunque hubieras cruzado la selva con vida jamás habrías logrado cruzar el desierto sin comida ni agua.
—¿Qué haremos, pues? —preguntó el inglés.
—Veremos si podemos encontrar a la muchacha —respondió el hombre-mono, y después, como si hubiera olvidado la presencia del inglés y estuviera discutiendo para convencerse a sí mismo, añadió—: Quizá sea alemana y espía, pero es una mujer, una mujer blanca, y no podemos dejarla aquí.
—Pero ¿cómo vamos a encontrarla? —preguntó el inglés.
—La he seguido hasta aquí —respondió Tarzán— y si no estoy muy confundido, aún puedo seguirla más lejos.
—Pero yo no puedo acompañarte con esta ropa sin exponernos ambos a ser descubiertos y arrestados —arguyó Smith-Oldwick.
—Conseguiremos otra ropa para ti —dijo Tarzán.
—¿Cómo? —preguntó el inglés.
—Vuelve al tejado junto a la muralla de la ciudad por donde yo he entrado —respondió el hombre-mono con una sonrisa triste— y pregúntale al hombre muerto que está desnudo cómo he conseguido mi disfraz.
Smith-Oldwick miró a su compañero.
—Entiendo —exclamó—. Sé donde hay un tipo que ya no necesita su ropa, y si podemos volver a ese tejado creo que podemos encontrarle y cogerle su ropa sin que se resista mucho. Sólo hay una chica y un joven a quienes fácilmente sorprenderíamos y venceríamos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tarzán—. ¿Cómo sabes que el hombre ya no necesita su ropa?
—Sé que no la necesita porque lo he matado.
—¡Ah! —exclamó el hombre-mono—. Entiendo. Supongo que sería más fácil que atacar a uno de estos tipos en la calle, donde hay más probabilidades de que nos interrumpan.
—Pero no sé cómo podremos subir de nuevo al tejado —observó Smith-Oldwick.
—De la misma manera que has bajado —indicó Tarzán—. Este tejado es bajo y hay un pequeño saliente formado por el capitel de cada columna; lo he observado cuando descendías. Algunos edificios no resultarían tan fáciles.
Smith-Oldwick levantó la mirada hacia los aleros del tejado bajo.
—No es muy alto —dijo—, pero me temo que no puedo hacerlo. Intentaré… estoy un poco débil desde que un león me atacó y los guardias me pegaron, y no he comido desde ayer.
Tarzán pensó un momento.
—Ven conmigo —dijo por fin—, no puedo dejarte aquí. La única oportunidad que tienes de escapar es hacerlo conmigo y yo no puedo ir contigo hasta que hayamos encontrado a la muchacha.
—Quiero ir contigo —dijo Smith-Oldwick—. Ahora no sirvo para mucho, pero dos será mejor que uno.
—De acuerdo, vamos —dijo Tarzán, y antes de que el inglés comprendiera lo que el otro pensaba hacer, Tarzán le había cogido y se lo había echado al hombro—. Ahora, cógete con fuerza a mí —susurró el hombre-mono, y con una corta carrera se encaramó como un simio por la arcada baja. Tan deprisa y fácilmente lo hizo, que el inglés apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo antes de ser depositado sano y salvo sobre el tejado—. Ya está —dijo Tarzán—. Ahora, llévame cuanto antes al sitio del que me has hablado.
Smith-Oldwick no tuvo dificultades en localizar la trampa en el tejado a través de la cual había escapado. Quitó la tapa y el hombre-mono se inclinó, escuchando y oliscando.
—Ven —dijo tras investigar un momento, y descendió por la abertura.
Smith-Oldwick le siguió, y juntos cruzaron la oscuridad hacia la puerta de la pared posterior del hueco en el que la chica ocultó al inglés. Encontraron la puerta entreabierta y al abrirla Tarzán vio una rendija de luz entre las cortinas que separaban la habitación de la alcoba. Acercando el ojo a la abertura vio a la muchacha y al joven que el inglés había mencionado sentados uno enfrente del otro ante una mesa baja sobre la que había comida. Les servía un gigantesco negro y fue a él al que el hombre-mono observó con más atención. Como estaba familiarizado con las idiosincrasias de un gran número de tribus africanas, el tarmangani se sintió al fin razonablemente seguro de que sabía de qué parte de África procedía este esclavo y el dialecto de su pueblo. Sin embargo, existía la posibilidad de que el tipo hubiera sido capturado en su infancia y que, con el correr de los años, al no utilizar su lengua nativa la hubiera olvidado, pero siempre había un elemento del azar en casi todos los sucesos de la vida de Tarzán, así que esperó pacientemente hasta que en la ejecución de sus obligaciones el hombre negro se acercó a una mesita situada cerca del nicho en el que Tarzán y el inglés se escondían.
Cuando el esclavo se inclinó sobre un plato que estaba sobre la mesa, su oreja no quedó lejos de la abertura por la que Tarzán miraba. Aparentemente de una pared sólida, pues el negro no tenía conocimiento de la existencia del nicho, le llegaron en la lengua de su pueblo las siguientes palabras en susurros:
—Si quieres regresar a la tierra de los wamabo no digas nada, haz lo que te diga.
El negro dirigió los aterrados ojos hacia la cortina. El hombre-mono le vio temblar y por un momento temió que su terror les traicionara.
—No temas —susurró—, somos amigos.
Al fin el negro habló en un murmullo bajo, apenas audible incluso a los aguzados oídos del hombre-mono.
—¿Qué puede hacer el pobre Otobu —preguntó— por el dios que le habla desde la sólida pared?
—Esto respondió Tarzán: —Vamos a entrar dos en esta habitación. Ayúdanos a impedir que este hombre y esta mujer escapen o den la voz de alarma para que vengan otros en su ayuda.
—Os ayudaré a mantenerles en esta habitación —accedió el negro—, pero no temáis que sus gritos traigan a otros. Estas paredes están construidas de tal manera que ningún sonido las puede atravesar, y aunque lo hiciera, no importaría en esta ciudad que constantemente se llena de gritos de sus locos habitantes. No temáis sus gritos. Nadie se percatará de ellos. Haré lo que me pedís.
Tarzán vio que el negro cruzaba la habitación hasta la mesa sobre la que colocó otro plato de comida ante los comensales. Luego fue a un lugar detrás del hombre y mientras lo hacía alzó los ojos a un punto de la pared desde el que le había llegado la voz del hombre-mono y dijo:
—Amo, estoy listo.
Sin más dilación, Tarzán apartó de golpe las cortinas y entró en la habitación. Al hacerlo el hombre joven se levantó de la mesa y al instante fue agarrado por detrás por el esclavo negro. La muchacha, que estaba de espaldas al hombre-mono y su compañero, al principio no se dio cuenta de su presencia sino que vio tan sólo el ataque del esclavo a su amante, y lanzando un fuerte grito dio un salto hacia adelante para ayudar a este último. Tarzán se puso a su lado y colocó una fuerte mano sobre su brazo antes de que ella pudiera interferir en las atenciones de Otobu hacia el joven. Al principio, cuando ella se volvió hacia el hombre-mono, su rostro sólo reflejó una rabia demente, pero casi al instante ésta se convirtió en la insípida sonrisa que Smith-Oldwick ya conocía, y sus delgados dedos iniciaron una suave apreciación del recién llegado.
Casi de inmediato descubrió a Smith-Oldwick, pero no había sorpresa ni ira en su semblante. Evidentemente la pobre criatura demente no conocía más que dos estados de ánimo y pasaba de uno a otro con la rapidez del rayo.
Vigílala un momento —dijo Tarzán al inglés— mientras yo desarmo a ese tipo —y se puso al lado del joven, a quien Otobu tenía problemas para reducir, y le quitó el sable—. Diles, si hablas su lengua —ordenó al negro—, que no les haré daño si nos dejan marcharnos en paz.
El negro había estado mirando a Tarzán con grandes ojos, a todas luces sin comprender cómo este dios podía aparecer de una forma tan material, con la voz de un
bwana
y el uniforme de un guerrero de esta ciudad a la que era evidente que no pertenecía. Pero, no obstante, su primera confianza en la voz que le ofrecía libertad no disminuyó e hizo lo que Tarzán le ordenaba.