Tarzán el indómito (17 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el indómito
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Volaba demasiado bajo para hacer otra cosa más que aterrizar, y tenía que hacerlo pronto, mientras aún tuviera campo abierto accesible, pues directamente al este se hallaba un gran bosque en el que un motor calado sólo le reportaría heridas seguras y una probable muerte; y así descendió en la vega junto al sinuoso río y allí se dispuso a tratar de reparar el motor.

Mientras trabajaba tarareaba una melodía, un aire de
music-hall
que fue popular en Londres el año anterior, de modo que uno diría que se hallaba trabajando en la seguridad de un campo de vuelo inglés rodeado por innumerables camaradas, en lugar de solo en el corazón de una región africana inexplorada. Era típico del hombre ser completamente indiferente a lo que le rodeaba, aunque su aspecto contradecía cualquier suposición de que era de una cepa particularmente heroica.

El teniente Harold Percy Smith-Oldwick tenía el pelo rubio, los ojos azules y un cuerpo esbelto, con un rostro sonrosado e infantil que daba más la impresión de haber sido moldeado por un ambiente de lujo, indolencia y comodidad que por las exigencias más arduas de la vida dura.

Y el joven teniente no sólo se mostraba exteriormente despreocupado con el futuro inmediato y lo que le rodeaba, sino que lo estaba realmente. Que la región pudiera estar infestada de incontables enemigos no parecía habérsele ocurrido en lo más mínimo. Se entregó diligente a la tarea de corregir el desajuste que provocó que el motor se calara, sin echar siquiera un vistazo al paisaje que le rodeaba. El bosque a su derecha y la jungla más distante que bordeaba el sinuoso río podían albergar un ejército de salvajes sedientos de sangre, pero nada de esto provocó ni un fugaz instante de interés por parte del teniente Smith-Oldwick.

Y aunque hubiera mirado, es dudoso que viera la veintena de figuras agazapadas en los matorrales del borde del bosque que les servía de escondrijo. Hay quien tiene fama de estar dotado con lo que a veces, a falta de una mejor apelación, se conoce como sexto sentido…, una especie de intuición que les advierte de la presencia de un peligro que no está a la vista. La mirada concentrada de un observador oculto provoca una sensación de nerviosa inquietud en los que lo poseen que les previene, pero aunque veinte pares de ojos salvajes miraban fijamente al teniente Harold Percy Smith-Oldwick, ese hecho no provocó ninguna sensación de peligro inminente en su plácido pecho. Siguió tarareando tranquilamente y, una vez finalizado su ajuste, probó su motor uno o dos minutos, luego lo apagó y bajó a tierra con intención de estirar las piernas y echar una caladita antes de proseguir su vuelo de regreso al campamento. Ahora, por primera vez, se dio cuenta de lo que le rodeaba, y quedó inmediatamente impresionado por lo agreste y bello del paisaje. En algunos aspectos, la pradera punteada de árboles le recordaba un bosque inglés ajardinado, y que bestias y hombres salvajes pudieran formar parte de un escenario tan tranquilo parecía la más remota de las posibilidades.

Unos vistosos capullos en un arbusto florido, a poca distancia de su aparato, llamaron la atención de su ojo estético, y mientras inhalaba el humo de su cigarrillo, se aproximó para examinar más de cerca las flores. Cuando se inclinó sobre ellas se encontraba quizá a un centenar de metros de su avión, y fue en ese instante cuando Numabo, jefe de los Wamabo, decidió saltar desde su escondite y conducir a sus guerreros en un repentino ataque sobre el hombre blanco.

La primera indicación de peligro que tuvo el joven inglés fue un coro de gritos salvajes procedentes del bosque que había detrás de él. Al volverse vio una veintena de guerreros negros, desnudos, que avanzaban rápidamente hacia él. Se movían en una masa compacta y a medida que se acercaban su velocidad disminuía perceptiblemente. El teniente Smith-Oldwick cayó en la cuenta, echando un rápido vistazo, de que la dirección en que se acercaban y su proximidad le privaban de toda oportunidad de retirarse a su avión, y también comprendió que su actitud era absolutamente belicosa y amenazadora. Vio que iban armados con lanzas, arcos y flechas, y estaba bastante seguro de que, pese a ir armado con una pistola, podían vencerle sin dificultad. Lo que no sabía de su táctica era que ante cualquier muestra de resistencia ellos se retirarían, lo que entra en la naturaleza de los negros nativos, pero que tras numerosos avances y retiradas, durante los cuales se entregarían a un frenesí de rabia mediante gritos, saltos y danzas, al final efectuarían un ataque decidido y definitivo.

Numabo iba al frente, hecho que, tomado en relación con su talla considerablemente mayor y aspecto más belicoso, le señalaba como el objetivo natural, y fue a Numabo a quien el inglés apuntó su primer disparo. Lamentablemente para él, falló, ya que la muerte del jefe habría dispersado para siempre a los demás. La bala pasó de largo de Numabo y fue a alojarse en el pecho de un guerrero que iba detrás de él, y cuando el tipo se abalanzó con un grito, los otros se volvieron y se retiraron; pero para desgracia del teniente, corrieron en dirección del avión en lugar de volver hacia el bosque, de modo que siguió sin poder llegar a su aparato.

Entonces se detuvieron y volvieron a enfrentarse con él. Hablaban en voz muy alta y gesticulaban mucho, y al cabo de un momento uno de ellos saltó en el aire, blandiendo su lanza y profiriendo unos salvajes gritos de guerra que pronto produjeron efecto en sus compañeros, de modo que enseguida todos estuvieron participando en aquel bárbaro espectáculo de salvajismo, que estimularía su desvaneciente valor y les animaría a efectuar otro ataque.

La segunda carga les acercó más al inglés, y aunque derribó a otro con su pistola, no fue antes de que le hubieran arrojado dos o tres lanzas. Ahora le quedaban cinco balas y había dieciocho guerreros de los que dar cuenta, de modo que si no lograba asustarles para que se retiraran, era evidente que su destino estaba trazado.

Que tuvieran que pagar el precio de una vida por todos los intentos de acabar con la de él causó su efecto en ellos, y ahora tardaron más en iniciar un nuevo ataque, y cuando lo hicieron fue con más orden y habilidad que los anteriores, pues se dispersaron en tres bandas que, rodeándole parcialmente, se acercaron al mismo tiempo hacia él desde diferentes direcciones, y aunque él vació su pistola con tino, al fin llegaron hasta él. Parecían saber que se le había terminado la munición, pues formaron un círculo apretado en torno suyo con la evidente intención de cogerle vivo, ya que podían haberse deshecho de él fácilmente con sus afiladas lanzas sin correr ningún riesgo.

Durante dos o tres minutos permanecieron en círculo alrededor del teniente hasta que, a una palabra de Numabo, se acercaron simultáneamente, y aunque el ágil y joven teniente empezó a golpear a derecha e izquierda, pronto fue vencido por el número superior y derribado con las puntas de las lanzas.

Estaba casi inconsciente cuando por fin le obligaron a ponerse en pie y, después de atarle las manos a la espalda, le fueron empujando con brusquedad para que avanzara delante de ellos hacia la jungla.

Mientras el guardia le pinchaba para que siguiera el estrecho sendero, el teniente Smith-Oldwick no podía sino preguntarse por qué deseaban cogerle vivo. Sabía que se hallaba demasiado tierra adentro para que su uniforme tuviera algún significado para esta tribu nativa a la que probablemente jamás había llegado el más mínimo indicio de la guerra mundial, y sólo podía suponer que había caído en manos de los guerreros de algún salvaje potentado, de cuyo real capricho pendería su destino.

Llevaban caminando quizá media hora cuando el inglés vio al frente, en un pequeño claro en la orilla del río, los techos de paja de unas chozas indígenas que asomaban por una tosca pero sólida empalizada; y entonces le hicieron entrar en una calle de la aldea donde inmediatamente se vio rodeado por un grupo de mujeres, niños y guerreros. Aquí pronto se convirtió en el centro de una excitada multitud cuya intención parecía ser despacharle lo antes posible. Las mujeres eran más virulentas que los hombres, y le golpeaban y le arañaban cada vez que podían llegar a él, hasta que al fin Numabo, el jefe, se vio obligado a intervenir para salvar a su prisionero de cualquier intención a la que estuviera destinado.

Mientras los guerreros empujaban a la multitud para que se apartara, abriendo un espacio a través del cual el hombre blanco fue conducido hacia una cabaña, el teniente Smith-Oldwick vio que venía, del extremo opuesto de la aldea, un grupo de negros vistiendo piezas sueltas de uniformes alemanes. Esto no le sorprendió lo más mínimo, y su primer pensamiento fue que al fin entraba en contacto con alguna porción del ejército que se rumoreaba que cruzaba desde la costa oeste y cuyas señales había estado buscando.

Una triste sonrisa acudió a sus labios cuando contempló las lamentables circunstancias que rodeaban su acceso a esta información, pues aunque estaba lejos de haber perdido la esperanza, comprendía que sólo por pura casualidad podría escapar de aquella gente y recuperar su aparato.

Entre los negros parcialmente uniformados se encontraba un tipo enorme con la guerrera de un sargento, y cuando los ojos de este hombre se posaron en el oficial británico, un fuerte grito de regocijo brotó de sus labios, e inmediatamente sus seguidores captaron el grito y avanzaron para acosar al prisionero.

—¿Dónde has cogido al inglés? —preguntó Usanga, el sargento negro, al jefe Numabo—. ¿Hay muchos más con él?

—Ha venido del cielo —respondió el jefe nativo—, en una cosa extraña que vuela como un pájaro y que al principio nos ha asustado mucho; pero hemos estado largo rato observando y hemos visto que no parecía vivo, y cuando este hombre blanco lo ha abandonado le hemos atacado y, aunque ha matado a algunos de mis guerreros, le hemos cogido, pues los wamabos son hombres valientes y grandes guerreros.

Usanga abrió grandes ojos.

—¿Ha venido volando por el cielo? —preguntó.

—Sí —respondió Numabo—. Ha bajado volando del cielo en una cosa grande que parecía un pájaro. La cosa aún está allí, junto a— los cuatro árboles cerca del segundo recodo del río. Lo hemos dejado porque, como no sabíamos qué era, teníamos miedo de tocarlo y aún estará allí si no se ha marchado volando otra vez.

—No puede volar sin el hombre —dijo Usanga—. Es una cosa terrible que llenaba de terror los corazones de nuestros soldados, porque volaba sobre nuestros campamentos por la noche y dejaba caer bombas sobre nosotros. Está bien que hayáis capturado a este hombre blanco, Numabo, porque con su gran pájaro esta noche habría sobrevolado vuestras aldeas y matado a toda tu gente. Estos ingleses son blancos muy perversos.

—No volará —más dijo Numabo—. El hombre no está para volar por el aire; sólo los perversos demonios hacen estas cosas y Numabo, el jefe, se ocupará de que este blanco no vuelva a hacerlo —y con estas palabras empujó al joven oficial bruscamente hacia una choza situada en el centro de la aldea, donde lo dejó vigilado por dos fornidos guerreros.

Durante una hora o más dejaron que el prisionero hiciera lo que quisiera, que consistió en vanos e infatigables esfuerzos por aflojar las ataduras que le sujetaban las muñecas, y luego fue interrumpido por la aparición del sargento negro Usanga, que entró en su cabaña y se acercó a él.

—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó el inglés—. Mi país no está en guerra con esta gente. Tú hablas su lengua. Diles que no soy un enemigo, que mi gente son amigos de los negros y que deben dejarme ir en paz.

Usanga se echó a reír.

—Ellos no distinguen un inglés de un alemán —respondió—. A ellos les importa un bledo lo que tú seas, salvo que eres blanco y un enemigo.

—Entonces, ¿por qué me han cogido vivo? —preguntó el teniente.

—Ven —dijo Usanga, y condujo al inglés al umbral de la choza—. Mira —dijo señalando con un negro dedo índice hacia el final de la calle de la aldea, donde un espacio más ancho entre las chozas formaba una especie de plazoleta.

Aquí el teniente Harold Percy Smith-Oldwick vio a un número de negros ocupados colocando haces de leña en torno a una estaca y preparando fuego bajo varias grandes ollas. La siniestra sugerencia de la escena era demasiado evidente.

Usanga miraba de cerca al hombre blanco, pero si esperaba la recompensa de alguna señal de miedo, estaba destinado a sufrir una decepción, pues el joven teniente apenas se volvió hacia él encogiéndose de hombros:

—Vamos, hombre, ¿tenéis intención de comerme?

—Mi gente no —respondió Usanga—. No comemos carne humana, pero los wamabos sí. Ellos te comerán, pero nosotros te mataremos para el banquete, inglés.

El inglés permaneció de pie en el umbral de la choza, interesado espectador de los preparativos de la orgía prevista, que de un modo tan horrible pondría fin a su existencia en la tierra. Apenas cabe suponer que no sintiera ningún miedo; sin embargo, si lo sintió lo ocultó perfectamente bajo una máscara imperturbable de frialdad. Incluso el brutal Usanga debió de quedar impresionado por la valentía de su víctima, ya que, aunque había insultado y posiblemente torturado a su indefenso prisionero, ahora no hizo nada de esto, contentándose tan sólo con censurar a los blancos como raza y a los ingleses de un modo especial, debido al terror que los aviadores británicos causaba en las tropas nativas de Alemania en África oriental.

—Tu aparato ya no volará más sobre nuestra gente, sembrando la muerte entre ellos desde los cielos —dijo para concluir—. Usanga se ocupará de ello —y bruscamente se marchó hacia un grupo de sus propios soldados que se hallaban congregados cerca de la estaca, donde reían y bromeaban con las mujeres.

Unos minutos más tarde el inglés les vio salir de la aldea, y una vez más centró sus pensamientos en diversos e inútiles planes de fuga.

Varios kilómetros al norte de la aldea, en una pequeña elevación del terreno cerca del río donde la jungla, interrupiéndose en la base de un montículo, dejaba unos cuantos acres de tierra cubierta de hierba y algunos árboles desparramados, un hombre y una muchacha estaba ocupados en la construcción de una pequeña
boma
, en cuyo centro ya habían levantado una cabaña con el tejado de paja.

Trabajaban casi en silencio, hablando sólo para dar instrucciones o preguntar.

Salvo por un taparrabos, el hombre iba desnudo y su suave piel era de un marrón oscuro por la acción del sol y el viento. Se movía con la agilidad de un felino de la jungla y cuando levantaba grandes pesos, parecía hacerlo con tan poco esfuerzo como si levantara las manos vacías.

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