Incluso mentalmente debilitado como se hallaba, el hombre-mono aún era dueño de su apetito y por tanto comió poco, guardando el resto, y luego, con la sensación de que ahora podría salir sano y salvo del apuro, se volvió de lado y se quedó dormido.
La lluvia, que le golpeaba con fuerza, le despertó; Tarzán se sentó e hizo un cuenco con las manos para atrapar las preciosas gotas que trasladó a su reseca garganta. Sólo lograba coger un poco cada vez, pero era mejor así. Los pocos bocados de Ska que había comido, junto con la sangre y el agua de la lluvia y el sueño le habían refrescado en gran manera y proporcionado nueva fuerza a sus cansados músculos.
Ahora veía de nuevo las colinas y se hallaban cerca y, aunque no hacía sol, el mundo aparecía brillante y alegre, pues Tarzán sabía que estaba salvado. El pájaro que le habría devorado y la lluvia providencial le salvaron en el instante en que la muerte parecía inevitable.
Tras comerse unos bocados más de la poco sabrosa carne de Ska, el buitre, el hombre-mono se levantó con algo de su antigua fuerza y se puso en camino con paso regular hacia las colinas de promesa que se elevaban, tentadoras, al frente. La oscuridad cayó antes de que llegara a ellas; pero siguió adelante hasta que notó que el terreno empezaba a ascender, lo que proclamaba su llegada a la base de las colinas, y luego se tumbó y esperó hasta que la mañana revelara el paso más fácil a la tierra que había más allá. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía nublado, de modo que ni siquiera sus aguzados ojos podían penetrar la oscuridad a más de unos pasos. Y allí durmió, tras volver a comer lo que quedaba de Ska, hasta que el sol matinal le despertó con una nueva sensación de fuerza y bienestar.
Al fin salió del valle de la muerte a través de las colinas y penetró en una tierra de exuberante belleza, rica en caza. A sus pies se extendía un profundo valle a través del cual la densa vegetación de la jungla señalaba el curso de un río, más allá del cual se extendía una selva primitiva de varios kilómetros que terminaba al pie de elevadas montañas de cumbre nevada. Era una región que Tarzán jamás había visto, ni era probable que los pies de otro hombre blanco la hubieran pisado jamás, a menos que en una época muy anterior, el aventurero cuyo esqueleto había encontrado blanqueándose en el cañón las hubiera cruzado.
Ska forcejeó, pero no podía vencer
TARZÁN Y LOS GRANDES SIMIOS
Tres días pasó el hombre-mono descansando y recuperándose, comiendo frutos y nueces y los animales más pequeños que eran más fáciles de coger, y al cuarto emprendió camino para explorar el valle e ir en busca de los grandes simios. El tiempo era un factor sin importancia en la ecuación de la vida; a Tarzán le era igual llegar a la costa occidental en un mes o en un año o en tres años. Todo el tiempo era suyo, y toda África. Gozaba de libertad absoluta; el último vínculo que le ataba a la civilización y a la costumbre había sido cortado. Estaba solo pero no se sentía exactamente solo. La mayor parte de su vida la había pasado así, y aunque no había nadie más de su especie, se hallaba en todo momento rodeado de los habitantes de la jungla hacia los cuales la familiaridad no había generado desprecio en su seno. El más ínfimo de ellos le interesaba y, también, estaban aquellos de los que siempre se hacía amigo con facilidad, y estaban sus enemigos hereditarios cuya presencia animaba la vida, que de otro modo sería aburrida y monótona.
El cuarto día partió para explorar el valle en busca de los simios. Había avanzado una corta distancia hacia el sur cuando su olfato se vio asaltado por el olor del hombre, de gomangani, el hombre negro. Había muchos, y mezclados con su olor había otro…, el de una tarmangani.
Saltando de árbol en árbol, Tarzán se aproximó a los poseedores de estos inquietantes olores. Se acercó con cautela desde el flanco, pero sin prestar atención al viento, pues sabía que el hombre, con sus sentidos embotados, sólo podría captar su presencia con los ojos o los oídos, y aun entonces sólo cuando se encontrara relativamente cerca. De haber estado acechando a Numa o a Sheeta habría dado un rodeo hasta que su presa se hallara en la parte de donde sopla el viento, con toda la ventaja a su favor hasta el momento en que estuviera al alcance del oído o la vista; pero al acechar al hombre se acercaba casi con desdeñosa indiferencia, de modo que toda la jungla sabía que él pasaba…, menos los hombres a los que seguía.
Desde el denso follaje de un gran árbol les observó pasar: una vergonzosa multitud de negros, algunos ataviados con el uniforme de las tropas nativas del África oriental alemana, otros con una única prenda del mismo uniforme, mientras muchos habían vuelto al simple atuendo de sus antepasados, es decir, casi la desnudez. Iban con ellos muchas mujeres negras, riendo y hablando mientras seguían el paso de los hombres, todos ellos armados con rifles alemanes y equipados con cinturones y munición alemanes.
No había oficiales blancos, pero resultaba evidente a Tarzán que estos hombres procedían de algún mando nativo alemán, y suponía que habían matado a sus oficiales y permanecían en la jungla con sus mujeres, o habían saqueado algunas de las aldeas por las que debían de haber pasado. Era evidente que estaban poniendo tanta tierra como les era posible entre ellos y la costa, y sin duda buscaban alguna fortaleza impenetrable en el vasto interior donde pudieran inaugurar un reinado de terror entre los habitantes armados de forma primitiva y, mediante ataques, saqueos y violaciones, hacerse ricos en mercancías y mujeres a expensas de la región en la que se asentaran.
Entre dos de las mujeres negras marchaba una esbelta muchacha blanca. Iba sin sombrero y con las prendas sucias y hechas jirones que antes fueron a todas luces un elegante traje de montar. La chaqueta había desaparecido y la cintura casi había sido arrancada de su cuerpo. De vez en cuando y sin provocación aparente uno u otro de los negros la golpeaba o la empujaba con aspereza. Tarzán les observó con los ojos entrecerrados. Su primer impulso fue saltar sobre ellos y arrancar a la chica de sus crueles garras. La había reconocido de inmediato, y debido a este hecho dudaba.
¿Qué le importaba a Tarzán de los Monos lo que el destino deparara a esta espía del enemigo? Él fue incapaz de matarla por una debilidad inherente que no le permitía poner las manos sobre una mujer, lo cual, por supuesto, no tenía relación alguna con lo que otros pudieran hacerle. Que su destino sería ahora infinitamente más horrible que la rápida e indolora muerte que el hombre-mono le habría infligido, sólo interesaba a Tarzán en la medida en que cuanto más horrible fuera el final de un alemán, más de acuerdo estaría con lo que todos ellos merecían.
Así pues dejó pasar a los negros con Fräulein Bertha Kircher en medio, o al menos hasta que el último guerrero rezagado sugirió a su mente los placeres de atormentar a los negros, una diversión y un deporte en los que era cada vez más experto desde aquel lejano día en que Kulonga, el hijo de Mbonga, el jefe, había lanzado su infortunada lanza a Kala, la madre adoptiva del hombre-mono.
El último hombre, que debió de pararse con algún propósito, se hallaba unos buenos cuatrocientos metros más atrás que el grupo. Se apresuraba para atraparlos cuando Tarzán le vio, y cuando pasó por debajo del árbol en el que estaba encaramado el hombre-mono, un silencioso nudo corredizo cayó hábilmente en torno a su cuello. El grueso del grupo aún se hallaba a la vista, y cuando el aterrado hombre lanzó un estridente grito de terror, miraron atrás y vieron su cuerpo elevarse en el aire como por arte de magia y desaparecer entre el espeso follaje del árbol.
Por un momento los negros se quedaron paralizados por el asombro y el miedo; pero luego el corpulento sargento Usanga, que dirigía la marcha, se dio media vuelta y echó a correr por el sendero, gritando a los demás que le siguieran. Cargando sus armas mientras se acercaban, los negros corrieron en socorro de su compañero, y a la orden de Usanga formaron una hilera que luego rodeó por entero el árbol en el que su camarada había desaparecido.
Usanga llamó pero no recibió respuesta; luego avanzó lentamente con el rifle a punto, atisbando hacia lo alto del árbol. No vio a nadie, no vio nada. El círculo se cerró hasta que cincuenta negros estuvieron buscando entre las ramas con sus aguzados ojos. ¿Qué había pasado con su compañero? Le habían visto elevarse y penetrar en el árbol, y desde entonces muchos ojos estaban clavados allí, y sin embargo no había señales de él. Uno, más osado que los demás, se ofreció voluntario para trepar al árbol e investigar. Se marchó pero uno o dos minutos después, cuando cayó al suelo, juró que allí no había señales de criatura alguna.
Perplejos, y para entonces un poco atemorizados, los negros se alejaron lentamente del lugar y, con muchas miradas atrás y menos risas que antes, prosiguieron su camino hasta que, aproximadamente a un kilómetro y medio del lugar donde su compañero había desaparecido, los que encabezaban la marcha le vieron atisbando desde detrás de un árbol a un lado del camino, justo delante de ellos. Con gritos a sus compañeros de que le habían encontrado, echaron a correr; pero los primeros en llegar al árbol se detuvieron en seco y retrocedieron, girando sus ojos temerosos primero en una dirección y luego en la otra como si esperaran que algún horror sin nombre saltara sobre ellos.
Tampoco su temor carecía de fundamento. Empalada en el extremo de una rama quebrada, la cabeza de su compañero estaba apoyada detrás del árbol de tal manera que daba la impresión de estar mirándoles desde el lado opuesto del tronco.
Fue entonces cuando muchos desearon volver atrás, argumentando que habían ofendido a algún demonio del bosque cuyos dominios cruzaron; pero Usanga se negó a escucharles y les aseguró que si volvían y caían en manos de sus crueles amos alemanes, les esperaba una inevitable tortura y la muerte. Al fin prevaleció el razonamiento de que una banda aterrada y silenciosa se movía como un rebaño de ovejas, avanzando por el valle, y sin rezagados.
Es una feliz característica de la raza negra, que Posee en común con los niños pequeños, el que su espíritu raras veces permanece deprimido durante un considerable espacio de tiempo una vez desaparecida la causa inmediata de la depresión, y por eso en media hora la banda de Usanga empezaba de nuevo a adquirir su antigua apariencia de alegre despreocupación. Las densas nubes del miedo se disipaban poco a poco cuando tras un recodo del sendero tropezaron de pronto con el cuerpo sin cabeza de su antiguo compañero, que yacía en el centro de su camino, y de nuevo se sumergieron en las profundidades del miedo y los lúgubres presentimientos.
Tan absolutamente inexplicable y misterioso fue todo el incidente, que ni uno de ellos pudo hallar un rayo de consuelo al penetrar en la negrura absoluta del ominoso presagio que eso representaba. Lo que había ocurrido a uno de su grupo lo concebía cada uno como un sino completamente posible para sí mismo; en realidad, su probable sino. Si semejante cosa podía suceder a plena luz del día, qué cosa espeluznante no podría suceder cuando la noche les hubiera envuelto en su manto de negrura. Temblaban sólo de pensarlo.
La muchacha blanca que iba en medio de ellos no estaba menos perpleja, pero mucho menos conmovida, puesto que la muerte repentina era el destino más misericordioso que ahora podía esperar. Hasta ahora había estado sometida a las insignificantes crueldades de las mujeres, mientras que, por otra parte, era la presencia de las mujeres lo que le había salvado de un tratamiento peor a manos de algunos de los hombres, sobre todo las del brutal sargento negro, Usanga. Su propia mujer formaba parte del grupo —una verdadera giganta, una arpía de primera magnitud— y ella era a todas luces lo único en el mundo que sobrecogía a Usanga. Aun cuando se mostraba particularmente cruel con la joven mujer, ésta creía que ella era la única protección de que disponía contra el degradado tirano negro.
A media tarde la banda llegó a una pequeña aldea vallada compuesta de cabañas con techo de paja, situada en un claro de la jungla junto a un plácido río. Al verlos acercarse, los aldeanos empezaron a salir y Usanga se adelantó con dos de sus guerreros para parlamentar con el jefe. Las experiencias del día habían alterado tanto los nervios del sargento negro que estaba dispuesto a hacer un trato con esa gente en lugar de tomar su aldea por la fuerza de las armas, como de ordinario prefería; pero ahora influyó en él la vaga convicción de que en esa parte de la jungla vigilaba un poderoso demonio que poseía un poder milagroso para ejercer el mal contra los que le ofendían. Primero Usanga se enteraría de qué relaciones mantenían estos aldeanos con el dios salvaje, y si gozaban de su buena voluntad Usanga tendría el máximo cuidado para tratarles con delicadeza y respeto.
En la conversación que mantuvieron se enteró de que el jefe de la aldea tenía comida, cabras y aves de corral de las que gustoso se desprendería por un pago adecuado; pero como el pago significaría entregarles preciados rifles y munición, o la ropa que llevaban a la espalda, Usanga empezó a ver que después de todo quizá se viera obligado a librar batalla para conseguir comida.
Se llegó a una feliz solución con la sugerencia de uno de sus hombres: que los soldados fueran a cazar para los aldeanos al día siguiente, y trajeran carne fresca a cambio de su hospitalidad. El jefe accedió a esto, estipulando el tipo y cantidad de caza que debían entregar a cambio de harina, cabras y aves de corral, y cierto número de cabañas que debían prepararse para los visitantes. Una vez fijados los detalles, al cabo de una hora o más de ese tipo de discusión que tanto gusta al africano nativo, los recién llegados entraron en la aldea donde les asignaron sus cabañas.