Cuando Tarzán liberó al inglés, la muchacha se reunió con ellos. Intentó expresar su agradecimiento al hombre-mono, pero él la hizo callar con un gesto.
—Te has salvado tú misma —insistió—, pues si no hubieras sido capaz de pilotar el avión, yo no habría podido ayudarte, y ahora —dijo—, vosotros dos disponéis de un medio para regresar a los asentamientos. El día aún es joven. Fácilmente podéis cubrir la distancia en pocas horas si tenéis suficiente combustible.
Miró interrogativamente al aviador. Smith-Oldwick hizo un gesto de asentimiento.
—Hay suficiente.
—Entonces marchaos enseguida —dijo el hombre-mono—. Ninguno de los dos pertenece a la jungla.
Una leve sonrisa asomó a sus labios.
La muchacha y el inglés también sonrieron.
—Esta jungla no es lugar para nosotros —dijo Smith-Oldwick—, y no es lugar para ningún otro hombre blanco. ¿Por qué no regresas a la civilización con nosotros?
Tarzán meneó la cabeza.
—Prefiero la jungla —dijo.
El aviador hundió un dedo del pie en el suelo y, sin levantar la mirada, farfulló algo que evidentemente le desagradaba decir.
—Si se trata de ganarte la vida, amigo… —dijo— dinero…, ya sabes…, bueno…
Tarzán se echó a reír.
—No —dijo—. Sé lo que tratas de decirme. No es eso. Nací en la jungla. He vivido toda mi vida en la jungla y moriré en la jungla. No deseo vivir o morir en otro sitio.
Los otros menearon la cabeza. No podían comprenderle.
—Id —dijo el hombre-mono—. Cuanto antes os marchéis, antes llegaréis a lugar seguro.
Se dirigieron hacia el avión juntos. Smith-Oldwick estrechó la mano del hombre-mono y se encaramó al asiento del piloto.
—Adiós —se despidió la muchacha tendiéndole la mano a Tarzán—. Antes de irme, ¿no me dirás que ya no me odias?
El rostro de Tarzán se ensombreció. Sin una palabra cogió a la muchacha y la alzó para subirla al avión detrás del inglés. Una expresión de pesar cruzó el rostro de Bertha Kircher. El motor se puso en marcha y un momento después los dos volaban rápidamente hacia el este.
El hombre-mono permaneció en el centro de la pradera, observándoles.
—Qué lástima que sea una espía alemana —dijo—, porque es muy difícil odiarla.
Tarzán era izado en el aire y el avión se ladeó.
EL LEÓN NEGRO
Numa, el león, estaba hambriento y era muy salvaje. Llevaba dos días sin comer y ahora cazaba con el peor de los humores. Numa ya no rugía desafiando al mundo sino que se movía en silencio, pisando con suavidad para que ninguna ramita crujiera y traicionara su presencia a la presa de aguzado oído que andaba buscando.
Las huellas de Bara, el ciervo, en el sendero trillado que seguía Numa eran recientes. No había transcurrido una hora desde que Bara pasara por allí; el tiempo podía medirse en minutos y por eso el gran león redobló la cautela de su avance al seguir a su presa.
Un ligero viento soplaba entre los pasillos de la jungla y llevaba hasta los ollares del ansioso carnívoro el fuerte olor del ciervo, excitando su ya ávido apetito-hasta el punto de convertirse en un dolor corrosivo. Sin embargo, Numa no se dejó arrastrar por su impaciencia a un ataque prematuro como el que recientemente le había hecho perder la jugosa carne de Pacco, la cebra. Apretando un poco el paso, siguió el tortuoso camino hasta que de pronto, ante él, donde el camino se torcía en torno al tronco de un enorme árbol, vio a un joven gamo que se movía despacio delante de él.
Numa calculó la distancia con sus aguzados ojos, que ahora relucían como dos terribles manchas de amarillo fuego en su rostro arrugado. Podía lograrlo; esta vez estaba seguro. Un terrorífico rugido que paralizaría a la pobre criatura obligándola a una momentánea inacción, un ataque simultáneo de la rapidez del rayo y Numa, el león, se alimentaría. La sinuosa cola, que se ondulaba despacio en su copetuda extremidad, se quedó erecta de pronto. Era la señal para el ataque, y los órganos vocales estaban a punto de emitir el estruendoso rugido cuando, surgiendo de un cielo despejado, Sheeta, la pantera, saltó al sendero y se interpuso entre Numa y el ciervo.
Un estúpido ataque, el de Sheeta, pues con el primer crujido que produjo su cuerpo manchado a través del follaje que convergía en el sendero, Bara echó una única mirada desconcertada hacia atrás y desapareció.
El rugido destinado a paralizar al ciervo se quebró de forma horrible en la profunda garganta del gran felino: un furioso rugido contra la entrometida Sheeta que le privaba de su presa, y el ataque previsto para Bara fue lanzado contra la pantera; pero ahí Numa estaba destinado a la decepción, pues con las primeras notas de su temible rugido Sheeta, reconsiderando sus posibilidades, saltó a un árbol cercano.
Media hora más tarde, un furioso Numa captó inesperadamente el olor del hombre. Hasta entonces el señor de la jungla había menospreciado la insípida carne del desdeñado hombre-cosa. Aquella carne sólo era para los viejos, los desdentados y los decrépitos que ya no podían cazar sus presas entre los omnívoros de ágiles patas. Bara, el ciervo,
Horta, el
verraco y, la mejor, Pacco, la cebra, eran para los jóvenes, los fuertes y los ágiles, pero Numa tenía hambre, más de la que jamás tuvo en los cinco cortos años de su vida.
¿Y qué si era una bestia joven, poderosa, astuta y feroz? Frente al hambre, que hace iguales a todos, él era como los viejos, los desdentados y los decrépitos. Su vientre gritaba de angustia y sus quijadas se morían de ganas de morder carne. La cebra o el ciervo o el hombre, ¿qué importaba mientras fuera carne, roja por los calientes jugos de la vida? Incluso Dango, la hiena, que comía lo que los demás dejaban, sería una golosina para Numa en aquellos momentos.
El gran león conocía las costumbres y las debilidades del hombre, aunque nunca había cazado a uno para comer. Sabía que despreciaba al gomangani por ser la criatura más lenta, más estúpida y más indefensa. No se precisaba saber nada de la jungla, ni poseer astucia ni cautela para cazar al hombre, y tampoco tenía Numa el estómago ni para entretenerse ni para guardar silencio.
Su rabia había ido aumentando con el hambre, de modo que ahora, cuando su delicado olfato captó el reciente paso del hombre, bajó la cabeza y lanzó un resonante rugido, y a paso rápido, sin preocuparse del ruido que hacía, siguió el camino de su pretendida presa.
Majestuoso y terrible, regiamente despreocupado de lo que le rodeaba, el rey de las bestias avanzaba por el sendero trillado. La precaución natural que es inherente a todas las criaturas de la jungla le había abandonado. ¿Qué tenía que temer él, el señor de la jungla?, y si sólo podía cazar al hombre, ¿qué necesidad tenía de ser cauto? Y así no vio ni olió lo que un cauteloso Numa descubriría enseguida hasta que, con el crujido de unas ramitas y el ruido sordo de algo que caía a tierra, se precipitó a un hoyo astutamente excavado en el centro del sendero por los mañosos wamabos sólo con este fin.
Tarzán de los Monos se quedó en el centro del claro observando el avión, que iba disminuyendo de tamaño hasta convertirse en un diminuto objeto, del tamaño de un juguete, en el cielo oriental. Suspiro con alivio cuando lo vio elevarse a salvo, con el piloto británico y Fräulein Bertha Kircher a bordo. Durante semanas le pesó la responsabilidad del bienestar de ambos en aquella tierra salvaje, donde su absoluta indefensión les habría convertido en presa fácil de los salvajes carnívoros o los crueles wamabos. Tarzán de los Monos amaba la libertad sin trabas, y ahora que ellos dos se hallaban a salvo fuera de sus manos, sentía que podía continuar su viaje hacia la costa oeste y la cabaña largo tiempo deshabitada de su padre muerto.
Y sin embargo, mientras permanecía allí de pie observando la pequeñísima mancha en el este, otro suspiro escapó de su ancho pecho, y no fue éste un suspiro de alivio, sino más bien una sensación que Tarzán no había esperado volver a sentir jamás y que ahora le desagradaba admitir incluso ante sí mismo. No era posible que él, hijo de la jungla, que renunció para siempre a la sociedad del hombre para volver a sus amadas bestias salvajes, sintiera algo parecido al pesar ante la partida de aquellos dos, o la más mínima soledad ahora que se habían ido. A Tarzán le gustaba el teniente Harold Percy Smith-Oldwick, pero a la mujer a quien conoció como espía alemana la había odiado, aunque nunca tuvo valor para asesinarla como había jurado hacer con todos los boches. Había atribuido esta debilidad al hecho de que se trataba de una mujer, aunque le perturbó bastante la aparente inconsistencia de su odio hacia ella y su repetida protección cuando acechaba el peligro.
Con un gesto irritado de la cabeza, de pronto giró en redondo hacia el oeste, como si volviendo la espalda al avión que rápidamente desaparecía pudiera borrar de su memoria el recuerdo de sus pasajeros. En el borde del claro se detuvo; un árbol gigantesco se erguía delante de él y, como si actuara por un impulso súbito e irresistible, saltó a las ramas y trepó con la agilidad de un simio a las ramas más altas. Allí, balanceándose ligeramente sobre una rama que oscilaba, buscó, en dirección al horizonte oriental, la diminuta mancha que seria el avión británico que se llevaba a los últimos miembros de su raza y especie que esperaba volver a ver jamás.
Al fin sus ojos aguzados captaron el aparato que volaba a considerable altitud al este, muy lejos. Durante unos segundos lo observó dirigirse en línea recta hacia el este, cuando, para su horror, vio que de pronto el aparato descendía en picado. La caída le pareció interminable y se dio cuenta de cuán grande debía de ser la altitud del avión antes de que comenzara la caída. Justo antes de desaparecer de la vista, su impulso hacia abajo pareció disminuir de pronto, pero aún descendía en picado cuando por fin desapareció de la vista, tras las colinas lejanas.
Durante medio minuto, el hombre-mono se quedó observando las distantes señales del terreno en el que el avión caído parecía haber, pues en cuanto se dio cuenta de que aquellas dos personas volvían a hallarse en apuros, su innato sentido del deber hacia los de su especie le impulsó una vez más a abandonar sus planes e intentar ayudarles.
El hombre-mono temió, por lo que juzgaba era la ubicación del aparato, que había caído entre las gargantas casi imposibles de atravesar de la región árida, justo más allá de la fértil cuenca que estaba limitada a su derecha por las colinas. Él cruzó aquella tierra agostada y desolada y sabía por experiencia, y porque a punto estuvo de sucumbir a su implacable crueldad, que ningún hombre podía esperar abrirse paso hasta un lugar seguro desde una distancia considerable de sus límites. Recordaba nítidamente los huesos blanqueados del guerrero muerto tanto tiempo atrás en la parte inferior de la accidentada garganta que había sido una trampa también para él. Vio el casco de latón, el peto de acero corroído, la larga espada recta en su vaina y el antiguo arcabuz, mudos testigos de la poderosa psique y el espíritu belicoso del que de alguna manera había logrado llegar, mal protegido y lamentablemente armado, al centro de la salvaje y antigua África; y vio al delgado joven inglés y la figura menuda de la muchacha arrojada a la misma fatídica trampa de la que este gigante de la Antigüedad había sido incapaz de escapar; arrojada allí, herida y fracturada, quizá, si no muerta.
Su criterio le indicó que esta última posibilidad era la más probable, y sin embargo existía una posibilidad de que hubieran aterrizado sin heridas mortales, y así, con esa débil probabilidad en mente, emprendió lo que sabía sería un arduo viaje, plagado de penalidades y peligros indecibles, para intentar salvarles si aún vivían.
Había recorrido quizá un kilómetro y medio cuando sus oídos captaron el ruido de movimiento rápido en el sendero de caza justo delante de él. El ruido, cuyo volumen iba en aumento, proclamaba que, fuera lo que fuese lo que lo causaba, se movía en su dirección y se movía deprisa. No pasó mucho rato antes de que sus entrenados sentidos le convencieran de que las pisadas correspondían a Bara, el ciervo, en rápida huida. Confundidos de modo inextricable en el carácter de Tarzán se hallaban los atributos del hombre y los de las bestias. La larga experiencia le había enseñado que pelea mejor o viaja más rápido el que está bien nutrido, y por tanto, con pocas excepciones, Tarzán podía aplazar su asunto más urgente para aprovechar la oportunidad de matar y alimentarse. Ésta era quizá su mejor característica. La transformación de un caballero inglés, impulsado por los motivos más humanitarios, en una bestia salvaje agazapada en la protección de un denso matorral dispuesta a saltar sobre la presa que se acercaba, era instantánea.
Y así, cuando llegó Bara, escapando de las garras de Numa y Sheeta, su terror y su prisa le impelieron percibir que otro enemigo igualmente formidable le había tendido una emboscada; un cuerpo marrón claro saltó de los espesos matorrales, unos fuertes brazos rodearon el débil cuello del joven gamo y unos dientes potentes se le clavaron en la blanda carne. Juntos rodaron por el sendero y un momento más tarde el hombre-mono se levantó y, con un pie sobre su presa, lanzó el grito de victoria del simio macho.
Como un reto, pronto llegó a los oídos del hombre-mono el fuerte rugido de un león, un espantoso rugido enojado en el que Trazan creyó distinguir una nota de sorpresa y terror. En el seno de las cosas salvajes de la jungla, como en los senos de sus hermanos y hermanas más ilustrados de la raza humana, la característica de la curiosidad está bien desarrollada. Tarzán no lo ignoraba. La nota extraña en el rugido de su enemigo íntimo despertó el deseo de investigar y, así, el hombre-mono se echó el cuerpo muerto de Bara, el ciervo, al hombro, descendió a las terrazas inferiores de la selva y avanzó rápidamente en la dirección de la que procedía el sonido, que se hallaba en línea recta con el sendero que habían tomado.
A medida que la distancia disminuía, el ruido aumentaba de volumen, lo que indicaba que se estaba aproximando a un león muy enojado, y entonces, en un punto del sendero que incontables miles de patas con cascos y almohadilladas habían gastado y convertido en un profundo surco quizá durante incontables eras, vio la trampa que los wamabos habían cavado para cazar leones y en él, saltando inútilmente para liberarse, un león como Tarzán de los Monos jamás había visto antes. Una bestia imponente que miraba con ojos furiosos al hombre-mono, grande, poderoso y joven, con una enorme cabellera negra y un manto peludo, tan oscuro que en las profundidades del foso parecía casi negro: ¡un león negro!
Tarzán, que estuvo a punto de mofarse de su enemigo cautivo y vilipendiarlo, de pronto sintió franca admiración por la belleza de aquella espléndida bestia. ¡Qué criatura! En comparación con ella, el león corriente de la selva quedaba reducido a la insignificancia. Allí se encontraba, sin duda, uno que merecía ser llamado rey de las bestias. Al primer vistazo supo el hombre-mono que no había oído ninguna nota de terror en aquel rugido inicial; sorpresa, sin duda, pero las cuerdas vocales de aquella poderosa garganta jamás habían reaccionado al miedo.
Con creciente admiración le llegó un sentimiento de rápida piedad por la desventurada situación en que se hallaba aquel gran bruto, reducido a la inutilidad y la indefensión por los engaños de los gomangani. Aunque la bestia era enemiga, era menos enemigo para el hombre-mono que aquellos negros que le habían atrapado, pues aunque Tarzán de los Monos contaba con muchos amigos leales entre ciertas tribus de nativos africanos, había otros de carácter envilecido y costumbres bestiales que él contemplaba con absoluto odio, y entre éstos se encontraban los caníbales del jefe Numabo. Por un momento Numa, el león, miró con ferocidad al hombre-cosa desnudo en la rama del árbol por encima de él. Aquellos ojos amarillo-verdosos se clavaron con firmeza en los claros ojos del hombre-mono, y luego los sensibles ollares captaron el aroma de la sangre fresca de Bara y los ojos se dirigieron hacia el animal muerto que yacía sobre el hombro marrón, y de las cavernosas profundidades de la garganta salvaje surgió un leve gemido.
Tarzán de los Monos sonrió. De un modo inconfundible, como si hablara una voz humana, el león le había dicho: «Tengo hambre; más que eso. Me estoy muriendo de inanición», y el hombre-mono miró hacia el león y sonrió, una lenta sonrisa intrigante, y luego pasó el animal muerto del hombro a la rama que tenía delante, sacó el gran cuchillo que perteneció a su padre y diestramente cortó un cuarto trasero, secó la ensangrentada hoja en el suave pelaje de Bara y lo guardó de nuevo. Numa, al que la boca se le hacía agua, alzó la mirada hacia la tentadora carne y volvió a gemir; el hombre-mono esbozó su lenta sonrisa y, levantando el cuarto trasero con sus fuertes manos, clavó los dientes en la tierna y jugosa carne.