Tarzán en el centro de la Tierra (32 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Le irritaba y le humillaba tener que reconocer que sentía celos de Thoar, no sólo porque este era su amigo, sino porque se trataba de un salvaje, mientras que él, Jason Gridley, era un producto de miles y miles de años de cultura y civilización.

Thoar, Lajo y los otros dos korsars se alegraron infinitamente al ver que los extraños guerreros, a los que hacía un instante habían mirado como enemigos, se transformaban en amigos y aliados, y cuando escucharon el relato de la batalla con los horibs, experimentaron una nueva alegría, pues ahora, gracias a las terribles armas que portaban los guerreros negros, mucho más mortíferas y potentes que sus viejos arcabuces, el peligro que procedía de aquellos monstruos había disminuido considerablemente, y por tanto, iban por fin a poder escapar de aquel maldito país infestado de aquellos hediondos enemigos.

Descansando de los esfuerzos y las emociones recientes, cada bando narró al otro sus sufrimientos y aventuras, y después empezaron a trazarse planes para el futuro. Pero aquí empezaron a surgir las dificultades: Thoar deseaba regresar a Zoram con Jana; Tarzán, Jason y los guerreros waziris no tenían otra idea que encontrar cuanto antes a sus compañeros del dirigible, mientras que Lajo y los otros dos korsars deseaban a su vez regresar a la embarcación abandonada en el río.

Tarzán y Jason, comprendiendo que no sería prudente informar a los korsars de los verdaderos motivos de su presencia en Pellucidar, luego de averiguar que los korsars estaban familiarizados con la historia de Tanar, les hicieron creer que simplemente estaban buscando el país de Sari, para hacer una visita a Tanar y a su pueblo.

—Sari está muy lejos —declaró entonces Lajo—. Para ir desde aquí a Sari, habría que dormir más de cien veces en el camino, atravesar el Korsar Az, y luego cruzar también extrañas regiones infestadas de enemigos; habría que ir más allá de la Tierra de la Horrible Sombra. Quizá nadie sería capaz de realizar ese viaje.

—¿Pero no se puede ir por tierra? —preguntó Tarzán.

—Sí —contestó Lajo—, y si estuviéramos en Korsar quizá yo mismo podría guiaros o, al menos, indicaros el camino; pero aún así y todo, sería un viaje terrible, porque nadie sabe las tribus salvajes y los territorios plagados de bestias que puede haber entre Korsar y Sari.

—Aparte de que, si nos decidiéramos a ir a Korsar, no seríamos recibidos como amigos —dijo a su vez Jason—. ¿No es así, Lajo?

—En efecto —contestó éste—. No seríais recibidos como amigos, ni mucho menos.

—Sin embargo —medió Tarzán, dirigiéndose a Jason—, creo que si queremos volver a encontrar el dirigible, la mejor posibilidad de conseguirlo es buscándolo en las cercanías de la ciudad de Korsar.

Jason asintió.

—Desde luego —dijo—; pero eso no estaría de acuerdo con los planes de Thoar, porque, si he entendido bien sus palabras, creo que ahora nos encontramos mucho más cerca de Zoram que de Korsar, y si decidimos ir a Korsar, nuestro camino nos alejará de Zoram. Pero, a menos que nosotros les acompañemos con los waziris, dudo que Thoar y Jana consigan llegar vivos a Zoram, al menos si tienen que recorrer la misma ruta que hicimos Thoar y yo al venir hasta aquí desde las Montañas de Thipdars.

Tarzán se volvió entonces hacia Thoar.

—Si venís con nosotros —le dijo—, podríamos llevaros a Zoram más tarde, en caso de que encontrásemos nuestro dirigible. Y si no lo encontrásemos dentro de un tiempo razonable, os acompañaríamos a Zoram de todos modos. En ambos casos, tendréis muchas más posibilidades de regresar a Zoram con nosotros, que si Jana y tú os marcháis solos.

—Os acompañaremos —decidió Thoar tras meditarlo un momento.

Entonces, de repente, su rostro se ensombreció bajo una idea que acababa de cruzar por su mente. Miró un instante a Jason y luego a Jana, para dirigirse finalmente a esta última.

—He olvidado algo importante —dijo—. Antes de marchar con estas gentes como amigos, quiero que me digas, Jana, si este hombre te ha ofendido o te ha molestado de alguna forma mientras te acompañó. Si es así, debo matarle.

Jana no miró a Jason al contestar.

—No tienes que matarle —dijo—. De haber sido necesario, lo habría matado la Flor Roja de Zoram.

—Bien —dijo Thoar—. Me alegró de que sea así, porque le considero mi amigo. Entonces, podemos irnos juntos.

—Nuestro bote debe de estar en el río, en el mismo lugar donde lo dejaron los horibs —medió ahora Lajo—, y si está allí, podremos ir río abajo, hasta el punto del Rela Am en que se encuentra anclado nuestro barco.

—¡Perfecto! —exclamó Jason en tono irónico—. ¡Y entonces seríamos hechos prisioneros por vuestros compañeros! ¿No es así? No, amigo Lajo: las tornas han cambiado, y si queréis continuar con nosotros, será con la condición de que os consideréis nuestros prisioneros.

El korsar, tras meditarlo y mirar a sus compañeros, se encogió de hombros.

—Está bien, a mí no me importa —dijo—. Seguramente nuestro capitán nos mandaría azotar a todos, al enterarse de nuestra derrota y ver que volvíamos con las manos vacías, tras perder un oficial y casi todos los hombres de la expedición.

Finalmente, tras varias propuestas, decidieron que lo mejor era volver al Rela Am y buscar el bote de los korsars. Si lo encontraban, podrían ir río abajo en busca del navío korsar, y luego intentarían negociar con el capitán para que los aceptara como amigos a bordo y los condujera hasta las cercanías de Korsar.

En su regreso hacia el Rela Am, no fueron molestados por los horibs, sin duda escarmentados y conscientes de que habían encontrado unos enemigos más fuertes que ellos en los waziris. Durante la marcha, Jason se esforzó en mantenerse siempre alejado de Jana. La vista de la muchacha recordaba al americano su amor sin esperanza, demasiado grande y humillante para él, y el estar cerca de ella constituía para el muchacho una especie de refinada agonía imposible de resistir. El desprecio y el desdén de la muchacha, que ella además no se molestaba en disimular, irritaban y humillaban más a Jason, que se despreciaba a sí mismo tanto como quería a la Flor Roja, al ver que ni las humillaciones ni los desdenes de Jana conseguían que la dejara de querer... de quererla mucho más de lo que nunca creyó que él sería capaz de querer a una mujer.

Jason se alegró mucho al divisar, por fin, a lo lejos las aguas del ancho Rela Am, pues así terminaba aquella etapa del viaje, que, con sus sombríos pensamientos y el aspecto oscuro y tenebroso de la selva milenaria, había sido uno de los más tristes y angustiosos periodos de su vida.

Con gran alivio, descubrieron que el bote se hallaba varado en el mismo lugar en que lo dejaron los horibs, y, un momento después, todos habían subido a bordo y la nave bogaba sobre las aguas del llamado Río de la Oscuridad, siguiendo el curso de la corriente.

El río se ensanchaba cada vez más, conforme se dirigían hacia el mar, hasta que por fin se hizo necesario colocar un poste e improvisar una vela, con lo que la velocidad de la nave aumentó mucho. Los rifles de los waziris ahuyentaban a los monstruosos saurios que, de vez en cuando, atacaban a la expedición.

El río se hizo tan ancho que, de no haber sido por la corriente, se le podría haber considerado un brazo de mar. De acuerdo con las instrucciones de Lajo, se mantenían cerca de la orilla izquierda, en la que debía hallarse anclado el buque que buscaban. La otra orilla apenas se divisaba en la lejanía, y ello sólo gracias a la curvatura ascendente del horizonte de Pellucidar. En el mundo exterior habría quedado oculta por la curvatura descendente de la Tierra.

A medida que se acercaban al mar, Lajo y los otros dos korsars empezaron a mostrarse inquietos, al no divisar su barco por ninguna parte.

—¡Ya hemos pasado el sitio en el que se encontraba! —exclamó al fin Lajo—. Lo sé por aquella colina llena de árboles que acabamos de cruzar ahora. ¡El barco estaba allí! Me fijé bien en esa colina, para orientarme cuando regresásemos.

—¡Se ha marchado y nos ha abandonado! —dijo otro de los korsars, pronunciando a continuación un epíteto malsonante contra el capitán de la nave.

Continuaron hacia el mar, y cuando ya llegaban a la desembocadura del río, Lajo les señaló una hermosa isla que acababa de surgir ante sus ojos, diciéndoles que era abundante en caza y poseía un agua excelente. Entonces, decidieron desembarcar y acampar allí por algún tiempo, para así reponer provisiones. Era un lugar ideal, puesto que no había bestias ni grandes mamíferos, y al no estar habitada por el hombre, había caza en abundancia.

Discutiendo luego sus planes para el futuro, se acordó finalmente que continuarían en el bote hasta las cercanías de Korsar, ya que Lajo decía que la ciudad se encontraba en la misma costa que divisaban desde la isla.

—Lo que no puedo decir —añadió el korsar—, es si está en esta o en esa dirección, aunque tengo la certeza de que está en esta costa. Tened en cuenta que esta parte de Pellucidar no nos es familiar, pues jamás una de nuestras expediciones había llegado tan lejos, hasta alcanzar el Rela Am.

En previsión del largo viaje hasta Korsar, se prepararon grandes cantidades de carne, que secaron al sol o ahumaron, almacenándola después en vejigas de animales; otras de estas vejigas fueron llenadas de agua fresca, y todo ello fue instalado en el fondo de la embarcación, pues, aunque pensaban ir bordeando la costa, había que tener en cuenta que una tormenta podía empujarles mar adentro.

Al fin, terminados todos los preparativos, el grupo de hombres emprendió el largo viaje hasta Korsar a bordo de la pequeña nave.

Jana había ayudado a los hombres en los preparativos de la expedición, pero aunque trabajaba con frecuencia al lado de Jason, no había depuesto su actitud dura y altiva para con el americano, haciendo como si ignorara su presencia.

—¿Al menos no podremos volver a ser nunca más amigos, Jana? —le preguntó Jason en una ocasión—. Creo que así seríamos los dos mucho más dichosos.

—Ahora soy todo lo dichosa que podría serlo, desde el momento en que Thoar me lleva hacia Zoram— le contestó la muchacha con desdeñosa frialdad.

“Un brazo de hierro se enroscó en el cuello del monstruo, levantándolo en el aire y arrojándolo luego violentamente contra el suelo”. (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo XVII
Reunidos

M
ientras un viento favorable empujaba la pequeña nave hacia su destino, bordeando la costa, el O-220 seguía la misma ruta, trazando de vez en cuando varios círculos tierra adentro, aunque el capitán Zuppner había perdido casi por completo la esperanza de encontrar a los perdidos miembros de su tripulación. Además, no sólo en aquel punto eran remotas sus esperanzas, sino que compartía el silencioso temor del resto de su tripulación de que jamás podrían volver a encontrar la famosa abertura polar que les llevaría de regreso al mundo exterior, pues aunque transportaban a bordo una enorme cantidad de gasolina y aceite, aquellos no podían durar eternamente, y, en consecuencia, si no encontraban en algún momento la abertura, tendrían que resignarse a permanecer en Pellucidar el resto de sus días.

Al fin, el teniente Hines abordó el tema, y los dos oficiales decidieron llamar también a la conferencia al teniente Dorf. De común acuerdo decidieron que, antes de que se les agotara definitivamente el combustible, debían buscar algún país o región que estuviera relativamente libre de tribus salvajes y de la presencia de las enormes bestias de Pellucidar.

Mientras los oficiales del dirigible deliberaban sobre cuestiones tan trascendentales, la inmensa nave aérea surcaba el sereno cielo del extraño mundo de Pellucidar, y el resto de la tripulación cumplía tranquila y metódicamente sus deberes.

Robert Jones, el negro cocinero de Alabama, estaba, no obstante, triste y angustiado. Parecía no poder acostumbrarse jamás a las condiciones de vida de Pellucidar, y a menudo sostenía frecuentes monólogos en voz alta, y paseaba nervioso observando con desconfianza el reloj de la pared, o descolgándolo, se lo acercaba al oído.

Por debajo del dirigible se desarrollaba ahora una espléndida panorámica: una costa magnífica, plagada de hermosas bahías, golfos y ensenadas. También se divisaban graciosas colinas verdes, llanuras de preciosas praderas y soberbias selvas, y, de vez en cuando, el paisaje se veía surcado por las plateadas cintas de unos ríos sinuosos que discurrían tranquila y majestuosamente hacia el mar. Era una vista idílica y encantadora, que si por sí sola era capaz de inspirar los más puros y elevados sentimientos incluso a los más duros y empedernidos corazones, con mayor razón lo conseguía con la mayoría de los elevados espíritus de la tripulación, que se decían que no sería ninguna desgracia permanecer allí eternamente. Pero otros tripulantes de la nave habían dejado seres queridos en el mundo exterior, y hacían intranquilos planes y conjeturas llenas de inquietud para el futuro. En general, todos los hombres que iban a bordo del O-220 eran personas amables e inteligentes, fieles cumplidoras de sus compromisos y de la palabra dada, como lo era el capitán Zuppner, hacia el que todos se mostraban cariñosos y fieles, puesto que estaban seguros de que, fuera cual fuera su suerte, Zuppner la compartiría con ellos. Además, si algún hombre era capaz de sacarles a todos del mal trance en el que se encontraban, aquel hombre era el capitán de su nave. El capitán y sus dos tenientes seguían discutiendo sobre el porvenir, mientras Robert Jones subía por la escalera posterior del dirigible que conducía a la terraza del O-220, a ciento cincuenta pies por encima de las cocinas. Pero Robert no llegó a salir a la estrecha y larga terraza, sino que, asomando la cabeza al exterior, miró al cielo en todas direcciones, y luego se quedó contemplando unos momentos al sol inmóvil en su cénit.

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