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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (2 page)

BOOK: Tea-Bag
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—¿Qué hacía tu padre en el Kurdistán?

—Negocios.

Fernando ganó.

—No existe El Kurdistán. Al menos oficialmente. Por eso los kurdos abandonan su país.

—¿Cómo pueden abandonar un país que no existe?

Fernando no se sintió capaz de explicarle cómo un país, a pesar de no estar reconocido, podía existir. Le indicó con la mano que no estaba de acuerdo.

—Debería denunciarte por mentir —dijo.

—No miento.

De repente le pareció ver un destello de interés en los ojos de Fernando.

—¿Entonces estás diciendo la verdad?

—Los kurdos no mienten.

El destello en los ojos de Fernando se apagó.

—Márchate —dijo—. Es lo mejor que puedes hacer. ¿Cómo te llamas?

En ese momento decidió ponerse un nombre nuevo. Miró con rapidez la habitación que tenía a su alrededor y vio la taza de té sobre la mesa de Fernando.

—Tea-Bag —contestó.

—¿Tea-Bag?

—Tea-Bag.

—¿Es un nombre kurdo?

—A mi madre le gustaban los nombres ingleses.

—¿Tea-Bag es un nombre?

—Tiene que serlo, yo me llamo así.

Fernando suspiró y la despidió con un torpe movimiento de la mano. Ella abandonó la habitación, manteniendo la sonrisa hasta que hubo salido al jardín y encontrado un sitio, al lado de la valla, donde poder estar sola.

La lluvia continuaba golpeando la lona. Dejó de pensar en Fernando y su frustrado intento de crear una identidad kurda convincente. En vez de eso, trató de recordar los inquietos y violentos sueños que había tenido durante la noche. Pero todo lo que quedaba eran sombras vagas, como ruinas de una casa destrozada, las mismas sombras que la habían rodeado mientras dormía, sombras que parecía que querían salir de su cabeza, interpretar su extraño espectáculo para después volver a desaparecer en los profundos espacios del cerebro. Había visto a su padre encima del tejado de su casa en el pueblo. Había gritado insultos contra alguno de sus enemigos imaginarios, había amenazado con resucitar a los muertos y matar a los vivos, y se había quedado sentado en el tejado hasta que, desmayado de agotamiento, había caído rodando para ir a parar en la arena seca, donde la desesperada madre de Tea-Bag le suplicaba entre lágrimas que volviera a su estado natural y dejara de luchar contra enemigos invisibles.

Pero cuando Tea-Bag despertó ya no quedaba nada de eso. Sólo estaba la imagen negra de su padre encima del tejado. De los otros sueños casi no quedaba nada, sólo algunos perfumes o la huella de personas de cuya identidad no estaba segura.

Tea-Bag tiró de la sucia manta hasta su barbilla. ¿Era ella tal vez la que estaba sentada sobre el tejado, rodeada del mismo dolor que acorralaba a su padre? No lo sabía, no encontraba ninguna respuesta. La lluvia golpeaba la lona, la suave luz que se colaba a través de sus ojos cerrados le decía que eran las siete o tal vez las siete y media. Se palpó la muñeca. Ahí solía llevar el reloj que le robó al ingeniero italiano la tarde antes de iniciar la última etapa de su larga huida. Pero desapareció durante la noche que pasó en la oxidada embarcación, probablemente cuando luchó con todas sus fuerzas para salir de la bodega del barco. Sólo tenía recuerdos vagos de lo que había ocurrido en realidad aquella noche en la que la embarcación chocó contra un arrecife y luego se hundió rápidamente. No recordaba los detalles, sólo su desesperada lucha y la de los otros fugitivos por sobrevivir, evitar hundirse y morir a sólo unos metros de la línea de playa que para ellos significaba la libertad.

Tea-Bag abrió los ojos y miró la lona de la tienda de campaña. Fuera podía oír a personas que tosían o intercambiaban algunas palabras que no entendía. Podía oír que se movían con lentitud, exactamente igual que hacía ella al levantarse, movimientos que sólo podían ser propios de personas sin expectativas. Pasos pesados, sin entusiasmo, sin un destino concreto. Al principio contaba los días que llevaba en el campamento con una fila de pequeñas piedras blancas que recogía en la playa, justo al lado de la valla. Pero luego incluso eso perdió su significado. Durante ese tiempo, tras llegar al campamento, compartió tienda de campaña con otras dos mujeres, una era de Irán, la otra de Ghana. No se soportaban entre sí, no habían sido capaces de compartir el limitado espacio de la tienda. Los refugiados eran seres solitarios, su pavor les impedía tener a otras personas demasiado cerca de ellos, como si las penas y la desesperación de los otros pudieran contagiarse y producirles infecciones incurables.

La mujer de Irán estaba embarazada cuando llegó al campamento, y por la noche lloraba porque su marido había desaparecido en algún sitio durante la larga huida. Cuando le comenzaron las contracciones, los guardias españoles llegaron con una camilla, y después Tea-Bag no volvió a verla jamás. La muchacha de Ghana formaba parte de los impacientes, de los que no podían ver una cerca sin decidirse a superarla inmediatamente. Una noche trató de saltar la valla junto con algunos muchachos de Togo que habían llegado a Europa en una balsa hecha con barriles vacíos robados en un depósito de Shell. Pero los perros y los reflectores la atraparon y ya no volvió más a la tienda de campaña. Tea-Bag suponía que ahora estaría en la zona del gran campamento de refugiados donde, por haber intentado escapar, eran sometidos a mayor vigilancia que los que obedecían y se entregaban a la resignación y al silencio.

Tea-Bag se sentó en la cama. «La soledad», se susurraba a sí misma, «ése es mi dolor más fuerte. Puedo salir de esta tienda de campaña y enseguida estar rodeada de personas, comer con ellos, pasear a lo largo del terreno vallado y mirar el mar en su compañía, hablar con ellos, pero sin embargo estoy sola. Todos los refugiados estamos solos, rodeados de invisibles muros de miedo. Para sobrevivir tengo que dejar de esperar.»

Apoyó las piernas en el suelo de la tienda y se estremeció del frío que sintió a través de las plantas de sus pies. En ese mismo instante pensó de nuevo en su padre. El siempre había pisado con fuerza el suelo dentro de la choza o la arena del jardín cuando había tenido una dificultad imprevista, o incluso un pensamiento para el que no estaba preparado. Eso formaba parte de los primeros recuerdos de su vida, del descubrimiento de que las personas que se hallaban cerca de ella podían expresar de repente cosas misteriosas e inesperadas. Después, cuando tenía seis o siete años, el padre le explicó que una persona debe buscar siempre un punto de apoyo verdadero cuando le afectan problemas o sufrimientos imprevistos. Si no hubiera olvidado esa regla, nunca habría perdido el control de sí misma.

Ahora apretaba los pies con fuerza contra la lona de la tienda de campaña y se persuadía de que ese día tampoco ocurriría nada decisivo. De ocurrir, sería por sorpresa, nada que hubiera estado aguardando.

Tea-Bag permaneció sentada y sin moverse durante un rato, esperando que las fuerzas acudieran a empujarla y poder aguantar un día más en ese campamento, lleno de personas que se obligaban a negar su identidad y buscaban sin cesar algo que les indicara que, en alguna parte, incluso ellos podían ser bienvenidos. Que podía haber puertas que se abrieran, a veces durante sólo unas pocas horas, a veces durante algunos días, incluso semanas.

Cuando se sintió con fuerza se levantó, se cambió el gastado camisón por una camiseta que le había dado la chica de Ghana, que tenía un dibujo estampado y un texto publicitario de Nescafé. Pensó que la inscripción de la camiseta realmente escondía su identidad, que era como el uniforme de camuflaje que llevaban los militares esa espantosa mañana en la que surgieron de entre las cabañas del pueblo y la condujeron, para siempre, lejos de su padre.

Rápidamente se sacudió aquellos pensamientos. De forma periódica soñaba con él, cuando él se sentaba en el techo hasta que se desmayaba de agotamiento y caía al suelo. Podía recordar sus pies apretados contra la tierra.

Pero en su desaparición sólo podía pensar por las tardes. Entonces era cuando se sentía más fuerte, justo antes de la puesta de sol, durante unos pocos minutos en los que le parecía poseer unas fuerzas sobrehumanas. Después todo volvía a caer, el pulso bajaba y el corazón trataba de ocultar su obstinado latir en algún lugar profundo que había en su cuerpo.

Tea-Bag levantó la lona de la tienda de campaña. Había cesado de llover. Una neblina húmeda cubría el campamento, las largas hileras de barracas y tiendas de campaña parecían animales sucios y amarrados. Las personas se movían lentamente hacia objetivos que sólo ellas conocían. Fuera del cercado, los vigilantes caminaban con sus armas brillantes y perros que parecían otear todo el rato el mar, como si estuvieran adiestrados para percibir que todos los peligros llegaban de allí, en forma de barcos podridos con bodegas repletas de personas desesperadas, barcos extraños hechos de un modo doméstico, botes de remos o, incluso, puertas arrancadas que la gente usaba de salvavidas.

«Estoy aquí», pensó Tea-Bag. «Éste es el punto intermedio de mi vida, me encuentro en el centro del mundo. No hay nada detrás de mí, tal vez tampoco delante de mí. Estoy aquí, nada más. Estoy aquí sin ninguna expectativa.»

Había comenzado un día más. Tea-Bag se dirigió hacia uno de los barracones en los que estaban las duchas que usaban las mujeres del campamento. Como de costumbre, había una larga cola. Después de más de una hora le llegó el turno. Cerró la puerta tras de sí, se quitó la ropa y se puso bajo el chorro de agua. Se acordó de la noche en que estuvo a punto de ahogarse. «La diferencia», pensó mientras lavaba su negro cuerpo, «la diferencia es algo que en realidad no puedo entender. Vivo, pero no sé por qué, y no sé qué es estar muerta.» Cuando se hubo secado y vestido, dejó su sitio a la que iba detrás, una muchacha gruesa que llevaba un chal negro enrollado alrededor de la cabeza de modo que sólo se le veían los ojos, como dos agujeros profundos. Tea-Bag se preguntó distraída si la chica se quitaría el chal para ducharse.

Siguió adelante entre las filas de barracones y tiendas de campaña. Al encontrarse con otra mirada sonreía. En un sitio abierto, bajo un techo de chapa construido con poco esmero, esperaba la comida que repartían unos españoles fuertes y sudorosos que no paraban de hablar entre sí. Tea-Bag se sentó junto a una mesa de plástico, retiró unas migajas de pan y empezó a comer. Todos los días temía perder el apetito. Solía pensar que eso era lo que la mantenía con vida, que todavía era capaz de sentir hambre.

Comió despacio para dejar pasar el tiempo, pensando en el reloj que había quedado en el fondo del mar. Se preguntaba si funcionaría aún o se habría parado en el momento de su muerte si ella se hubiera ahogado como los otros. Trataba de recordar el nombre del ingeniero italiano al que le robó el reloj aquella noche solitaria en la que se vendió para obtener dinero y poder continuar la huida. ¿Cartini? ¿Cavanini? No sabía si se había presentado con algún apellido.

Pero no importaba.

Se levantó de la mesa y fue hacia las mujeres que hundían sus cucharones en las enormes ollas, a la vez que hablaban unas con otras en voz alta. Tea-Bag dejó el plato en el fregadero y bajó al cercado para contemplar el mar. En algún sitio alejado por la bruma pasaba una embarcación.

—Tea-Bag —oyó decir.

Se dio la vuelta. Era Fernando, que la miraba con sus enrojecidos ojos.

—Hay alguien que quiere hablar contigo —agregó.

Enseguida sospechó algo.

—¿Quién?

Fernando se encogió de hombros.

—Alguien quiere hablar contigo. Quiere hablar con alguien, con quien sea. Es decir, que quiere hablar contigo.

—Nadie quiere hablar conmigo.

Ahora se había puesto en guardia, mostrando su gran sonrisa para que Fernando no tratara de acercarse demasiado.

—Si no quieres, puedo preguntarle a otra persona.

—¿Quién quiere hablar conmigo?

Tea-Bag intuyó que estaba empezando a correr peligro. Tenía la esperanza de que alguien le indicara dónde había una abertura en la valla. A modo de protección sonrió todo lo que pudo.

—¿Quién?

—Alguien a quien se le ha ocurrido escribir sobre vosotros.

—¿Escribir qué?

—Supongo que ha salido algo en los periódicos.

—¿Va a escribir acerca de mí?

Fernando hacía muecas.

—Si no quieres, preguntaré a otra persona.

Se dio la vuelta y salió. Tea-Bag tuvo la sensación de que debía tomar una de las decisiones más importantes de su vida: quedarse en el cercado o seguir a Fernando. Eligió la última.

—Hablaré con mucho gusto con quien quiera hablar conmigo.

—No te beneficiaría que criticaras las condiciones en las que estáis en este campamento.

Tea-Bag trató de entender a qué se refería. Los vigilantes españoles hablaban siempre un idioma en el que lo importante se hallaba implícito entre las palabras.

—¿Qué beneficio puedo tener?

Fernando se quedó inmóvil, sacó una nota de papel de su bolsillo y leyó en voz alta.

—«He notado con gran satisfacción que las autoridades españolas ven nuestra situación con humana benevolencia.»

—¿Eso qué es?

—Es lo que vas a decir. Todos los que trabajan aquí tienen una copia. Alguien del Ministerio del Interior lo ha escrito. Es lo que tienen que contestar todos cuando los periodistas les pregunten. Tú también contestarás eso. Puede producirte un beneficio.

—¿Qué beneficio?

—Tu beneficio.

—¿Qué significa eso?

—Que vamos a seguir tratándote con humana benevolencia.

—¿Qué quiere decir «humana benevolencia»?

—Que has llegado a tu meta.

—¿Qué meta?

—La meta que te has marcado tú misma.

Tea-Bag tuvo la sensación de que estaba dando vueltas a ciegas en un círculo vicioso.

—¿Significa que puedo dejar el campamento?

—Todo lo contrario.

—¿Qué es «todo lo contrario»?

—Que puedes quedarte en el campamento.

—¿Y no es eso lo que he hecho hasta ahora?

—Pueden enviarte de nuevo a tu país de origen. Sea cual sea.

—No tengo país de origen.

—Te expulsarán de España y te llevarán al país donde estabas antes de llegar.

—Allí no van a recibirme.

—Naturalmente que no. Volverán a enviarte aquí, después de lo cual te llevaremos otra vez allí. Te meterás en lo que nosotros denominamos «movimiento circular».

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