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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (3 page)

BOOK: Tea-Bag
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—¿Qué significa?

—Que te mueves en círculo.

—¿Alrededor de qué?

—De ti misma.

Tea-Bag negó con la cabeza. No lo entendía. Y no había nada que pudiera indignarla tanto como no entender.

—He oído hablar de un hombre que asegura haber llegado de la República Centroafricana —continuó diciendo Fernando—. Lleva doce años viviendo en un aeropuerto en Italia. Nadie quiere aceptarlo. Ya que nadie quiere pagar su billete de avión, se ha considerado que lo más barato es que viva en el aeropuerto.

Tea-Bag señaló el papel que Fernando tenía en la mano.

—¿Tengo que decir eso?

—Sólo eso. Nada más.

Fernando le dio la nota de papel.

—Está esperando en mi oficina.

—¿Quién?

—El periodista. Además viene con un fotógrafo.

—¿Por qué?

Fernando suspiró.

—Suelen traerlos.

Fuera de la oficina de Fernando había dos hombres. Uno era bajo, pelirrojo y llevaba una holgada gabardina. Tenía una cámara en la mano. A su lado estaba un hombre muy alto y delgado. Tea-Bag pensó que parecía una palmera, tenía la espalda encorvada y una espesa y despeinada cabellera como la copa de una palmera. Fernando señaló a Tea-Bag y los dejó solos. Tea-Bag sonrió. El hombre que parecía una palmera le sonrió también. Tenía mala dentadura, por lo que pudo ver. El otro hombre levantó la cámara. La gabardina crujió.

—Me llamo Per —dijo el hombre palmera—. Estamos haciendo un reportaje sobre los refugiados. Se titula «Personas sin rostro». Trata de ti.

Había algo en la forma de hablar del hombre que provocó que Tea-Bag no sólo extremara su atención. Su sonrisa era más brillante que nunca. Se había enfadado en serio.

—Yo tengo una cara.

El hombre palmera, que se llamaba Per, la miró interrogante antes de caer en la cuenta de lo que había querido decir.

—Lo usamos de modo simbólico. Como una imagen. «Personas sin rostro.» Personas como tú, que intentan entrar en Europa pero no son bienvenidas.

Por primera vez en los dos meses que llevaba en el campamento, Tea-Bag sintió una repentina necesidad de defenderse de todo, no sólo del campamento y de los vigilantes de ojos enrojecidos, sino también de los perros policía, las mujeres gordas que les daban comida, los hombres que vaciaban las letrinas. Quería defenderse de todos, del mismo modo que quería defender a todos los refugiados que había en el campamento y a todos los que no habían llegado nunca, que se habían ahogado, habían huido o se habían suicidado en el extremo de la desesperación.

—No quiero hablar contigo —dijo ella—. Antes tienes que pedirme disculpas por suponer que no tenía cara.

Luego se volvió hacia el hombre de la gabardina, que cambiaba de postura sin cesar para hacerle fotos.

—No quiero que me hagas fotos.

El hombre se sobresaltó y bajó inmediatamente la cámara, como si ella le hubiera golpeado. En ese instante, Tea-Bag se dio cuenta de que tal vez había elegido un camino que podría llevarla a un sitio equivocado. Los dos hombres que tenía delante eran amables, le sonreían y sus ojos no estaban enrojecidos por el cansancio. Rápidamente, Tea-Bag decidió retroceder, dejarlos hablar con ella sin tener que pedirle disculpas.

—Podéis hablar conmigo —dijo—. Y podéis hacer vuestras fotos.

El hombre de la cámara volvió enseguida a hacerle fotos. Algunos niños que andaban por el campamento sin nada que hacer se pararon a mirar lo que estaba ocurriendo. «Hablo por ellos», pensó Tea-Bag. «No sólo por mí, sino por ellos también.»

—¿Cómo es? —preguntó el hombre que se llamaba Paul o Peter o tal vez Per.

—¿A qué te refieres con «es»?

—Al hecho de estar aquí.

—Soy tratada de modo humanitario. Me alegro de ello.

—¡Debe de ser terrible estar en este campamento! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Unos meses. O mil años.

—¿Cómo te llamas?

—Tea-Bag.

El hombre que le hacía las preguntas no había dicho aún si tenía una puerta para ella, una puerta a través de la cual poder salir.

—¿Cómo?

—Me llamo Tea-Bag. Igual que tú te llamas Paul.

—Me llamo Per. ¿De dónde eres?

«Ahora debo tener cuidado», pensó. «Sé lo que quiere. Puede tener una puerta detrás, pero también puede ser alguien que quiera enviarme de nuevo a mi país, alguien que venga a descubrir mis secretos.»

—Estuve a punto de ahogarme. Algo me golpeó la cabeza. Perdí el conocimiento.

—¿Has hablado con algún médico?

Tea-Bag sacudió la cabeza negativamente. ¿Por qué preguntaba todas esas cosas? ¿Qué quería? Volvió a sospechar, retrocedió todo lo que pudo.

—En este campamento español recibo un trato humanitario.

—¡No puedes decir eso! ¿No estás aquí igual que en una cárcel?

«Tiene una puerta», pensó Tea-Bag. «Está indagando si soy digna de hacer uso de ella.» Tuvo que esforzarse para no lanzarse contra él y darle un abrazo.

—¿De dónde eres?

Ahora era ella la que hacía las preguntas.

—De Suecia.

¿Qué era eso? ¿Una ciudad?, ¿un país?, ¿un rótulo sobre una puerta? No lo sabía. Alrededor del campamento sonaban sin cesar nombres de países y ciudades, como inquietos enjambres de abejas. ¿Había oído el nombre «Suecia» anteriormente? Tal vez, no estaba segura.

—¿Suecia?

—Escandinavia, norte de Europa. Venimos de allí. Vamos a escribir una serie de artículos acerca de personas sin rostro. Fugitivos desesperados que tratan de llegar a Europa. Defendemos tu causa. Queremos que vuelvas a tener una cara.

—Ya tengo cara. Si no tengo cara, ¿qué está fotografiando él? ¿Se puede vivir sin dientes, sin boca? No necesito una cara. Necesito una puerta.

—¿Una puerta? ¿Algún sitio adonde ir? ¿Donde seas bienvenida? Precisamente por eso hemos hecho el largo viaje hasta aquí. Para que tengas algún sitio adonde ir.

Tea-Bag intentaba comprender las palabras que llegaban a sus oídos. ¿Alguien que defendía su causa? ¿Qué causa? El hombre alto que parecía estar balanceándose todo el tiempo tenía probablemente una puerta detrás de sí que todavía no le había enseñado.

—Queremos que cuentes tu historia —dijo—. Toda la historia. Todo lo que recuerdes de ella.

—¿Por qué?

—Porque queremos contarla después.

—Quiero tener una puerta. Quiero salir de aquí.

—Voy a escribir justamente sobre eso.

Tea-Bag pensaría después que, en realidad, nunca había entendido por qué había confiado en el cimbreante hombre que le había hecho todas las preguntas. Pero algo le hizo creer que se le estaba abriendo de verdad una puerta. Tal vez se había atrevido a confiar en su intuición porque había mantenido los pies bien apoyados en el suelo, como le había enseñado su padre, la única herencia que había recibido de él. Tal vez era debido a que el hombre que hacía las preguntas parecía realmente interesado en lo que ella contestaba. O a que no tenía los ojos rojos y cansados. En cualquier caso había tomado una decisión, había dicho que sí, que quería contar.

Fueron a la oficina de Fernando, donde las sucias tazas de té le recordaron cómo se había puesto el nombre —pero no contó nada de eso—. Empezó por lo que era completamente cierto, que en algún sitio, en un país cuyo nombre había olvidado, tuvo un padre al cual no había olvidado, al que una mañana se lo llevaron los militares y luego nunca regresó. Su madre fue vejada, habían pertenecido al grupo de personas equivocado cuando otro grupo de personas tuvo el poder, y su madre la incitó a huir, cosa que ella hizo también. Excluyó partes de su relato y no dijo nada del ingeniero italiano ni de cómo se había vendido a él para obtener dinero para continuar la huida. Guardaba tantos secretos como los que revelaba. Pero se dio cuenta de que su propio relato la tenía atrapada, vio que el hombre que había puesto su pequeña grabadora delante de ella también estaba atrapado, y cuando llegó a la espantosa noche en la bodega del barco que se hundía, empezó a llorar.

Llevaba hablando más de cuatro horas cuando las palabras se le acabaron. Fernando se había asomado a la puerta de vez en cuando e, inmediatamente, ella había introducido las palabras «trato humanitario» en la frase que estaba terminando. Y pareció que el hombre que la estaba escuchando había entendido que le enviaba una señal secreta.

Luego concluyó su relato.

El hombre que estaba guardando la grabadora en la maleta no le había facilitado ningún camino de salida del campamento. Sin embargo, había conseguido una puerta. El nombre de un país apartado: Suecia. Allí había personas realmente interesadas en ver su cara y escuchar su historia. Decidió inmediatamente que iría allí, a ninguna otra parte. A Suecia. Allí había personas que habían enviado a sus exploradores hasta donde ella estaba.

Los acompañó hasta la verja bien vigilada del campamento.

—¿Te llamas sólo Tea-Bag? —preguntó él—, ¿No tienes ningún apellido?

—Todavía no.

La miró interrogante, pero sonrió, y el hombre de la cámara pidió a uno de los guardias que les hiciera una foto en la que estuvieran uno a cada lado de ella.

Transcurría uno de los últimos días del siglo.

Después del mediodía comenzó a llover de nuevo. Esa tarde, Tea-Bag se sentó en su cama apretando con fuerza durante un buen rato las plantas de los pies contra el frío suelo de la tienda de campaña. «Suecia», pensó. «Voy a ir allí. Tengo que ir allí. Allí está mi meta.»

Capítulo 2

Jesper Humlin, uno de los escritores más prósperos de su generación, se preocupaba más de su bronceado que del contenido de los poemas, con frecuencia de difícil interpretación, que publicaba anualmente. Siempre mantenía el día 6 de octubre como fecha de salida de sus libros, por ser el día en que su madre, que tenía ya ochenta y siete, cumplía años. Esa misma mañana, varios meses después de la edición del último libro, se miró la cara en el espejo del cuarto de baño y pudo constatar que el bronceado tenía una profundidad y una uniformidad que se acercaban a la imagen ideal de un hombre en sus mejores años. Unos días antes, Jesper Humlin había regresado a una Suecia fría después de haber estado de viaje durante un mes por el Pacífico, donde había pasado dos semanas en las islas Salomón y el resto del tiempo en Rarotonga.

Como siempre viajaba de modo confortable y elegía los hoteles más caros, no habría podido realizar aquel viaje si no hubiera recibido el «Legado de los Nylander», de ochenta mil coronas. El legado se había repartido por primera vez el año anterior, y su fundador era un fabricante de camisas de Borás que durante toda su vida alimentó sin esperanzas el sueño de ser poeta. Con amargo desengaño tuvo que ver cómo sus sueños acerca de la poesía se transformaban en una eterna riña con arrogantes diseñadores de camisas, sindicatos sospechosos y autoridades fiscales poco comprensivas. Tuvo que dedicar su tiempo a decidir periódicamente si poner botones o no a los cuellos de las camisas, y a elegir los matices de los colores y la calidad de las telas. En un intento por reconciliarse con su propia decepción, fundó un legado destinado a los «escritores suecos con necesidad de calma y tranquilidad para poder acabar trabajos de poesía ya iniciados». El primero en recibirlo había sido Jesper Humlin.

Sonó el teléfono.

—Quiero tener hijos.

—¿Ahora?

—Tengo treinta y un años. O tenemos niños o terminamos.

Era Andrea. Trabajaba como asistente de anestesista y nunca llamaba a la puerta. Jesper Humlin la había encontrado en un recital de poesía unos años antes, cuando él estaba dispuesto a acabar con su intranquila vida de soltero y encontrar una mujer con la que pudiera vivir. Andrea era atractiva, de rostro delgado y pelo largo y oscuro. El enseguida cayó rendido ante las alentadoras palabras que dirigió a sus versos. Cuando se enfadaba con él, cosa que ocurría a menudo, le acusaba de que la había elegido porque quería tener cerca a una persona con conocimientos de enfermería, ya que en su hipocondriaco mundo imaginario siempre padecía distintas enfermedades mortales.

Enseguida percibió que estaba enfadada. Jesper Humlin quería tener hijos, muchos hijos. Pero no estaba seguro de que fuera todavía el momento, y tampoco estaba seguro de que quisiera tenerlos con Andrea. Pero, naturalmente, no exponía tales pensamientos cuando discutía con ella. Y menos por teléfono.

—Tendremos hijos, como es natural —contestó él—. Muchos hijos.

—No te creo.

—¿Por qué?

—Eres una persona que cambia continuamente de opinión sobre todo. Excepto en esto de que vamos a tener hijos, pero vamos a esperar. Tengo treinta y un años.

—Eso no es nada.

—Para mí sí.

—¿Podríamos hablar de eso un poco más tarde? Tengo una reunión importante.

—¿Qué tipo de reunión?

—Con mi editor.

—Si consideras que esa reunión es más importante que la conversación que mantienes en este momento conmigo, quiero que terminemos nuestra relación. Hay otros hombres.

Jesper Humlin sintió cómo los celos avanzaban rápida y amenazadoramente.

—¿Qué hombres?

—Hombres. Cualquiera de ellos.

—¿Quieres decir que estás dispuesta a cambiarme por cualquiera?

—No quiero esperar más.

Jesper Humlin notó que estaba perdiendo el control de la conversación.

—Sabes que no me siento bien teniendo conversaciones como ésta por la mañana.

—Y tú sabes que yo no puedo hablar de ello por las noches. Debo dormir porque empiezo a trabajar por la mañana temprano.

Ambos se quedaron en silencio.

—¿Qué hiciste en realidad en las islas del Pacífico?

—Descansé.

—¡No haces otra cosa más que descansar! ¿Has vuelto a serme infiel?

—No te he sido infiel. ¿Por qué habría de serlo?

—¿Por qué no? Sueles serlo.

—Tú crees que lo soy. Pero estás equivocada. Viajé a las islas del Pacífico para descansar.

—¿De qué?

—En realidad escribo libros.

—Un libro al año. Que contiene cuarenta poemas. ¿Qué supone? Menos de un poema a la semana.

—Olvidas que también tengo una columna sobre vinos en un periódico.

—Una vez al mes. En un periódico para personal de sastrería que no lee nadie. Yo soy la que habría necesitado viajar a las islas del Pacífico a descansar.

—Te invité a que me acompañaras.

—Porque sabías que no podía pedir vacaciones. Pero ahora voy a tomarme vacaciones. Tengo un asunto pendiente.

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