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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (45 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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John se detuvo en cuanto dejó de verla. Era absurdo, la había tenido al alcance de la mano, si hubiera actuado antes… Reprimió una maldición y las ganas de patear la pared más próxima. Estaba furioso, sobre todo consigo mismo. Se le había escapado. Y lo que era peor: después de aquello no volvería a dejarse ver cerca de su hijo. Por mucho que se muriera de ganas de verlo. No volvería a correr un riesgo como ese así como así.

No serviría de nada entregarse al enojo y la decepción que sentía en esos momentos, tenía que mantener la calma y pensar. Cabía la posibilidad de que hubiera acudido hasta allí en coche y que, por consiguiente, lo hubiera aparcado en una de las calles laterales. Eso significaba que tendría que salir por High Street, puesto que la mayoría de las calles eran de un solo sentido. Si conseguía reconocerla entonces, tal vez podría pegarse al parachoques trasero del coche.

Era la única posibilidad que le quedaba. Aunque también era posible que se hubiera ocultado dentro de uno de los numerosos comercios y cafés y que tuviera previsto pasar ahí unas cuantas horas antes de acudir a pie hasta una parada de bus alejada. Eso si no se limitaba a marcharse andando.

John volvió corriendo al coche que había dejado aparcado en una zona de estacionamiento prohibido de una calle lateral. Arrancó y condujo hasta donde pudo, calle arriba, para abarcar el mayor campo visual posible. Si Liza pasaba por allí podría alcanzarla enseguida. Tan solo esperaba que no apareciera otro vehículo detrás de él que quisiera volver la esquina, porque en ese caso se vería obligado a continuar el camino y no podría seguir esperando. Muchos peatones le dedicaron miradas de indignación porque tuvieron que rodearlo para cruzar la calle y para ello se veían obligados a invadir peligrosamente la calzada. Un hombre furioso golpeó el capó del coche al pasar. John se limitó a mostrarle el dedo corazón.

Absolutamente tenso, observó con atención todos los coches que se le acercaban por el lado izquierdo. Por lo menos no nevaba, algo excepcional con el invierno que estaban teniendo. Se inclinó tanto como pudo sobre el volante para intentar atravesar con la vista cada uno de los coches. Era la hora punta de la tarde, los vehículos avanzaban muy pegados los unos a los otros y de vez en cuando se oía algún claxon nervioso o el chirrido de un frenazo. John sabía que en cuestión de minutos debería abandonar la posición que ocupaba y luego tendría un problema de verdad, porque no le sería posible detenerse en ese lado de la calle.

Y entonces fue cuando la vio. Conduciendo un pequeño Ford Fiesta azul, con las gafas de sol puestas y el gorro bien calado hasta la frente. Parecía muy concentrada en la calle y en el tráfico. El coche que llevaba detrás iba muy pegado a ella. A pesar de la temeridad que comportaba intentar meterse entre los dos vehículos, puesto que provocar un accidente sería la mayor imprudencia del mundo, John se dio cuenta de que no tenía elección. Tenía que arriesgarse. Cuando la mujer pasó por delante de él, había adelantado ya tanto el coche que bloqueaba media calzada, de manera que, tan pronto como el Ford Fiesta hubo pasado, John se apresuró a colarse tras él. El conductor del coche siguiente se vio obligado a pisar el pedal del freno con tanta fuerza que las ruedas patinaron sobre la calzada, por lo que reaccionó enseguida tocando el claxon como un loco, agitando los brazos y gritando lo que seguramente era una retahíla de insultos dedicados a John. Sin embargo, lo que contaba era que este había conseguido incorporarse a la calle sin provocar ninguna colisión. Pudo ver cómo Liza lo miraba por el espejo retrovisor, alarmada por los bocinazos y el rechinar de frenos que había oído tras ella y John esperó que no lo reconociera como el mismo hombre que poco antes había intentado acercarse a ella de improviso. No obstante, tampoco le habría servido de mucho reconocerlo, puesto que difícilmente habría podido huir, aprisionada como estaba en la lenta caravana de vehículos que intentaban volver a casa tras la jornada laboral.

La tenía. John calculó que ya no conseguiría darle esquinazo. De todos modos, mientras esperaba en un semáforo, John anotó el número de la matrícula en su bloc de notas. De ese modo, incluso si ocurría algo inesperado, tendría un punto de referencia.

Sintió una alegría casi infantil por ese logro.

Y un instinto de caza que ya casi había olvidado.

2

Parecía como si Liza Stanford realmente no se hubiera dado cuenta de que la seguían. En cualquier caso no hizo ningún intento de dejar atrás el coche de John. No se pasó ningún semáforo en rojo, ni dobló la esquina sin previo aviso. Parecía absolutamente tranquila. John supuso que antes, en la calle, había reaccionado de un modo más instintivo que consciente y que se habría molestado por haber sentido esa necesidad repentina de huir. Probablemente esperaba anhelante los jueves y el contacto visual con su hijo durante toda la semana y ese día había tenido que abandonar su posición a toda prisa. En condiciones normales probablemente habría esperado hasta que hubiera salido de nuevo. En lugar de eso, estaba volviendo a casa en coche, preguntándose si estaba haciendo lo correcto.

Se dirigieron hacia el sur de Londres, justo en dirección opuesta a Hampstead, donde se encontraba el verdadero hogar de Liza Stanford. John se preguntaba si Liza habría dejado su coche en su antigua dirección y supuso que sí. Habría sido una buena jugada: si por algún motivo llamaba la atención de algún agente, la policía se presentaría frente a la casa de su marido y este solo podría alegar que su esposa había desaparecido sin dejar rastro. En efecto, todo parecía indicar que Liza se había construido una vida en el más absoluto anonimato.

Pero ¿por qué? ¿Por qué tendría que hacer algo así una mujer casada y madre de un niño?

Llegaron a Croydon, en el sudeste. Durante los últimos veinte años, en esa zona habían proliferado los bloques de viviendas, construcciones sin alma que por supuesto constituían un escondite perfecto. Liza rodeó unos edificios y aparcó el coche en un hueco que encontró inesperadamente en una fila interminable de vehículos estacionados. John lo tuvo más difícil. Tuvo que seguir buscando un rato antes de encontrar también él un hueco para dejar su coche. Volvió atrás tan rápido como pudo. Por suerte, todavía tuvo tiempo de encontrar a Liza frente a la puerta de cristal de un bloque de pisos, mientras buscaba las llaves dentro del bolso.

Se le acercó hasta ponerse a su lado.

—¿Liza Stanford?

Ella se sobresaltó tanto que el bolso se le cayó de las manos y se volvió con gesto airado hacia John. Este se dio cuenta de que a ella le temblaban los labios, como también le pareció apreciar que tenía los ojos muy abiertos tras los cristales de aquellas enormes gafas de sol.

John se agachó para recoger el bolso de la nieve y lo tendió hacia ella.

—Usted es Liza Stanford, ¿verdad? —planteó él a pesar de saber ya a quién tenía delante. La reacción al oír pronunciar su nombre había sido más que clara.

—¿Quién es usted? —preguntó ella con la voz algo ronca.

—John Burton.

—¿Ha sido mi marido quien lo ha mandado venir?

Él negó con la cabeza.

—No. No tengo nada que ver con su marido.

Ella parecía confusa y desorientada, no sabía qué hacer.

—Tengo que hablar con usted —anunció John—. Es importante. No tengo la intención de revelarle a nadie su paradero, pero necesito saber un par de cosas.

John se dio cuenta de que ella no confiaba en él en absoluto y de que si no lo mandaba al diablo era porque temía empeorar todavía más las cosas. Seguramente le habría gustado salir corriendo, pero a la vez parecía consciente de que intentarlo habría sido una insensatez.

—Por favor —suplicó John—, lo más probable es que no nos tome mucho tiempo. Es importante.

Era evidente que ella seguía preguntándose cómo había podido encontrarla.

—Hace un momento estaba usted en la calle —dijo ella—, mientras…

—Sí —afirmó John—, mientras observaba usted a su hijo. Imaginé que acudiría a verlo, por eso la estaba esperando allí.

Liza estaba pálida como una sábana.

—¿Ha hablado con Finley? —preguntó.

—Sí.

—¿Cómo está?

—Bien. Aunque la echa de menos, claro está. Y hay algo que lo atormenta, algo acerca del hecho de que su madre haya desaparecido tan de repente. Por lo demás, está bien atendido.

—Bien atendido —repitió ella—. Sí, ya lo sabía. Ya sabía que estaría «bien atendido».

Luchaba consigo misma, John se dio cuenta claramente de los esfuerzos que hacía por controlarse. A ella le habría gustado hacerle una pregunta tras otra, conocer hasta el más mínimo detalle acerca de la situación de su hijo. Pero eso implicaba relacionarse demasiado con aquel hombre y todavía sentía un cierto recelo. Tenía miedo.

John se arriesgó y decidió pasar al ataque.

—¿Conocía usted a la doctora Anne Westley? ¿Y a Carla Roberts?

Por segunda vez en pocos minutos, ella se sobresaltó de nuevo.

—Venga conmigo —dijo a continuación—. Hablaremos.

Encontró la llave dentro del bolso y abrió la puerta de la calle. John la siguió y subieron juntos en el ascensor.

El piso estaba decorado con muebles sencillos de madera clara, no parecía más que un piso de estudiantes limpio y acogedor. Nada especial, un lugar en el que no costaba sentirse bien. Sin embargo, había cosas que parecían indicar que la mujer que allí vivía se había mudado hacía poco: faltaban los cachivaches que suelen acumularse cuando se vive en un piso y todos los objetos parecían demasiado nuevos, apenas utilizados o nada adaptados a un uso cotidiano. El único toque personal del salón era la veintena larga de fotografías enmarcadas de Finley que decoraban las repisas de las ventanas y las estanterías. Finley cuando era bebé, cuando era un niño pequeño y con su aspecto actual. En la playa, esquiando, en un bote de remos, en el zoo o con unos amigos en el jardín. Eran fotos de lo más normales de una infancia de lo más normal.

Y, aun así, había algo en aquella familia que no era normal, en absoluto.

John se dio la vuelta cuando Liza entró en la estancia cargada con una bandeja en la que llevaba dos tazas de café y una jarrita de leche. Se había quitado el disfraz, ya no se ocultaba tras las gafas de sol, ni escondía el pelo bajo la gorra. John pudo ver a la misma mujer atractiva que había visto en la fotografía que Finley llevaba en la cartera. De ojos grandes y labios carnosos, con el pelo largo y rubio, ondulado. Era todavía más guapa de lo que John había creído. Y parecía más triste de lo que había imaginado.

—¿Por qué? —preguntó John mientras señalaba una de las fotos del chico—. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se ha separado de su hijo?

Ella dejó la bandeja encima de una mesa de madera.

—Me ha preguntado usted por Anne Westley y Carla Roberts —planteó ella—. Las dos mujeres asesinadas. Se trata de eso, ¿no?

—Sí.

—Pero no le manda la policía.

—No. Soy una especie de… investigador privado. Se ha producido un crimen en mi entorno más próximo y podría tener algo que ver con los asesinatos de la señora Westley y la señora Roberts. Esa es la única razón por la que me he implicado en esta historia.

—Comprendo —dijo Liza, a pesar de que parecía bastante confusa.

—¿Conoce usted a la familia Ward? —inquirió John—. ¿Thomas y Gillian Ward?

—No —respondió ella después de reflexionar unos momentos.

—A Thomas Ward también lo asesinaron.

—Eso no lo sabía —explicó—. Lo de Carla y la doctora Westley sí lo he leído en el periódico.

—Anne Westley era la pediatra de su hijo.

—Así es.

—¿Le gustaba? ¿O hubo algún problema con ella?

—Me gustaba. Y a Finley también. Era muy amable con los niños.

Él la examinó a conciencia.

—¿Cómo era su relación con Carla Roberts?

Se sentó a la mesa, cogió una de las tazas e hizo un movimiento de cabeza para sugerirle a su invitado que se sentara con ella.

—No es que fuera una relación especialmente estrecha. Ni siquiera podría decirse que fuéramos realmente amigas. Nos conocimos en ese grupo de mujeres sobre el que sin duda usted debe de haberse informado ya.

Él asintió mientras tomaba asiento y tomó un sorbo de café.

—Sí.

—Éramos algo así como las marginadas del grupo. El resto de las mujeres se pasaban el rato charlando sin parar, hablaban acerca de cómo habían fracasado sus relaciones, de su futuro, de sus planes, de sus esperanzas, de sus miedos… qué sé yo. Yo no soy de ese tipo de personas, me cuesta soltarme. Y a Carla también. Nos limitábamos a sentarnos sin decir nada.

—¿No es una contradicción? ¿Si acudieron a un grupo como ese no fue para poder compartir sus experiencias?

—Tal vez. En cualquier caso, yo fui porque buscaba ayuda y luego me di cuenta de que allí no la encontraría. No fue más que un intento. De todos modos falté a la mayoría de las reuniones. Eso hizo que se enfadaran un poco conmigo, aunque a mí me daba igual.

—La policía la está buscando —anunció John de repente.

—Pues no me encontrarán. A menos que usted me delate.

—Yo he conseguido encontrarla. A ellos también podría ocurrírseles la idea de fijarse en su hijo.

—No volveré a verlo hasta dentro de bastante tiempo. Ya estoy avisada.

—Liza —insistió John—, la policía está investigando bajo mucha presión tres casos de asesinato que muy probablemente ha cometido la misma persona. El mayor problema con el que se enfrentan es que no parece que haya ninguna relación entre las tres víctimas. Como consecuencia de eso no queda nada claro cuál fue el móvil del asesino. De repente, aparece el primer rayo de esperanza en varias semanas: usted conocía a dos de las víctimas. La policía no descansará hasta que la hayan encontrado.

Ella lo miró muy seria.

—Yo no he matado a nadie. Ni a Carla Roberts, ni a la doctora Westley, ni a nadie más. No tenía ningún motivo en absoluto para hacerlo.

—Puede que la policía lo vea de otro modo. Usted conoce personalmente a dos mujeres que fueron asesinadas de un modo verdaderamente brutal y de repente parece que se la haya tragado a usted la tierra. Su marido explica algo acerca de una depresión y afirma que usted las sufre a menudo. Eso no se lo cree nadie, más bien da la impresión de que hay algo que no está claro y eso, en relación con la investigación de unos asesinatos, la convierte a usted en sospechosa.

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