Read Tengo que matarte otra vez Online

Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (47 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—La doctora Westley intentó, como ya sabemos, hablar con una colega acerca de Liza Stanford. Porque había un problema, según dijo ella misma. Es posible que detectara indicios de maltratos. Era médico, debía de saber detectar algo así. O tal vez había sido Liza quien se lo había dado a entender. Anne Westley no estaba segura sobre lo que debía hacer y quiso comentarlo con alguien. Pero entonces murió su marido y ella se olvidó del asunto.

—Pero de eso hace más de tres años. Y la han asesinado ahora.

—Es posible que Stanford se haya enterado de ello recientemente. Puede que Liza se lo dijera durante una discusión. «¡Mi amiga ya lo sabe! ¡Y la que había sido la pediatra de nuestro hijo, también!». Tenía miedo. Él debió de enterarse de que había personas que estaban al corriente del drama y que podían hacer indagaciones en caso de que a ella le ocurriera algo grave. En su momento ella no había tenido en cuenta que estaba poniendo en peligro a esas dos mujeres.

—¿Y cómo encaja Thomas Ward en esta teoría? ¿O Gillian Ward, en caso de que en realidad hubiera ido a por ella?

—Eso no lo sé —tuvo que admitir Christy—, pero estoy prácticamente segura de que existe alguna conexión a pesar de que todavía no sepamos cuál es.

—Tenemos que encontrar a Liza Stanford, nos ayudaría mucho —aseveró Fielder tras unos segundos de silencio—. Con lo que sabemos, podría tener sentido recorrer todos los hogares para mujeres maltratadas de la región. Es muy posible que se haya refugiado en uno de ellos.

—Puede que esté muerta. O que corra un gran peligro. ¡O que alguien que la esté ayudando también corra peligro!

—Ya sé lo que pretende hacer, Christy —dijo Fielder con un suspiro—. Pero tal como están las cosas… Todo esto no basta para dictar una orden de arresto contra Stanford. No tenemos más que sospechas y una declaración dudosa.

—La declaración de la vecina no deja lugar a dudas —replicó Christy justo antes de frenar en seco frente a un semáforo en rojo que había estado a punto de saltarse. Se dio cuenta de que en su interior empezaba a acumularse una furia tremenda, porque de repente estaba conduciendo demasiado rápido y sin prestar la suficiente atención. El inspector Fielder se revolvió sobre el asiento y ella se percató perfectamente de lo que le había provocado tanto malestar a su jefe. La influencia de Stanford. Sus relaciones y enchufes. Era un abogado con éxito, buen amigo de los políticos. Miembro de un club influyente de la ciudad. ¿Y qué había dicho la vecina? «Seguro que incluso es amigo del jefe de policía». Christy habría apostado a que eso era justo lo que Fielder más temía. Debía de pensar que su carrera y cualquier posibilidad de ascenso se convertirían en metas inaccesibles si llegaba a dar ese paso.

¡Maldita sea! Le habría gustado golpear el volante con los puños. Odiaba a esos tipos que alcanzaban posiciones aparentemente inatacables para el derecho, la ley y el orden. Los que se parapetaban detrás de fortunas, de éxitos y de influyentes contactos y se alegraban de disfrutar de su repugnante perversión con la seguridad de que nada ni nadie podría hacerles daño.

No dejaré que te salgas con la tuya, Stanford, ¡puedes contar con ello!

—Daremos más prioridad a los intentos de localizar a la señora Stanford —decidió Fielder con tono ceremonioso—. Hasta que no tenga su declaración, no tomaré medidas contra su marido.

—¿Y si la encuentra él antes que nosotros?

—Él no la está buscando.

—Eso dice. ¿Acaso se cree alguna palabra de lo que dice ese tipo? Tiene dinero suficiente para contratar a cinco comandos asesinos. Ella supone un peligro para él. ¡Debe encontrarla!

—No se deje llevar por la ira, sargento. No sabemos si busca a su esposa o si ha contratado a alguien para que lo haga por él. Tampoco sabemos si es el responsable de los asesinatos de Roberts y de Westley, por no hablar ya de la muerte de Thomas Ward. Ni siquiera podemos estar seguros de que haya maltratado realmente a su esposa. ¡No sabemos nada! Con una historia tan turbia como esa, yo no me lanzo a la piscina, lo siento.

Christy hizo algo que todavía no se había permitido hacer hasta el momento con su jefe: le colgó el móvil sin mediar palabra, sin despedirse. No solo lo colgó, también apagó el móvil para que no pudiera llamarla de nuevo, aunque supuso que difícilmente lo intentaría: seguro que se alegraba de haberse librado de ella.

Los neumáticos del coche chirriaron contra el asfalto cuando dio la vuelta. Se dirigía hacia el despacho de nuevo, pero decidió que sería mejor pasar antes por casa y tomarse un baño.

Y abrir una buena botella de tinto.

Viernes, 15 de enero

1

Eran casi las doce y media de la noche cuando John se despidió de Liza. Ella estaba frente a la ventana, mirando hacia abajo, y lo vio andar por la calle a la luz de las farolas. Le habría gustado que se hubiera quedado un poco más, pero no se había atrevido a pedírselo. Se había sentido segura cerca de él. John Burton no se dejaba intimidar, no quedaba desconcertado fácilmente y era capaz de defender su pellejo.

Sin embargo, no sabía con seguridad si podía confiar en él. No acababa de comprender cuál era el papel de ese hombre en toda esa historia. Había afirmado ser un investigador privado, pero ella se había dado cuenta de que, aparte de esa información, no había conseguido sonsacarle nada más. No contaba más de lo que quería decir. Ni una palabra más.

Tal vez acudiría directamente a la policía para revelar su paradero. Incluso podía ser que creyera que la ayudaría con ello.

Aunque, de hecho, no le había parecido un tipo ingenuo.

En cuanto lo perdió de vista, Liza se apartó de la ventana y corrió las cortinas. De repente ya no consideraba que aquel piso fuera un escondite, ya no tenía la sensación de tener un lugar en el que retirarse del mundo, en el que sentirse protegida. John Burton la había encontrado. Eso significaba que cualquiera podría hacerlo.

Tenía que buscarse otro alojamiento tan rápido como fuera posible.

Se sentó a la mesa del comedor y se tomó otro café. Había preparado varias tazas durante aquella noche en la que había estado contándole a John Burton, al que no conocía de nada, la historia del martirio que le había tocado vivir. Las humillaciones psicológicas con las que todo había empezado. La obsesión con la que su marido la había controlado. Los años durante los que, todavía sin violencia de por medio, ella había tenido cada vez más la sensación de que le faltaba el aire. Unos años durante los que tuvo que rendirle cuentas por cada paso que daba, por cada movimiento que hacía, incluso por lo que pensaba.

—No me dejaba decidir nada en absoluto. No me dejaba elegir los muebles, ni las cortinas, ni las alfombras, ni los cuadros de las paredes. Ni la vajilla que utilizábamos para comer, ni las flores que plantamos en el jardín. Ni los libros de las estanterías. Ni los vestidos que yo llevaba, ni siquiera la ropa interior, los productos cosméticos o el maquillaje. Ni los coches. Nada. Absolutamente nada. Es un perfeccionista patológico y todo, absolutamente todo, debe encajar en la imagen que él tiene de la casa perfecta, el jardín perfecto, la esposa perfecta, la vida perfecta.

Él le había hecho la pregunta inevitable:

—¿Por qué no lo ha dejado?

Ella había respondido en voz baja:

—Hay algo que los hombres como él hacen por encima de todo y de forma sutil: le roban a la víctima la seguridad que pueda tener en sí misma. Le destrozan el alma. Cuando te das cuenta, ya no tienes fuerzas para marcharte. Dejas de creer en ti misma. Dejas de creer que sea posible superar lo que se presente y te aferras a tu torturador porque primero te ha destruido y luego te ha convencido de que no puedes existir sin él.

John había asentido. Ella había agradecido que él no hubiera reaccionado con alguna trivialidad del tipo «pero una mujer guapa como usted encontraría a otro hombre enseguida».

Liza tuvo la impresión de que John había comprendido perfectamente lo que su marido había hecho con ella y con su alma.

—¿Cuándo empezó a pegarle? —preguntó John al fin.

Era evidente que sabía cómo había sucedido. Sabía cómo funcionaban esas cosas.

Ella lo recordaba perfectamente.

—Después de que naciera Finley. No entendía que hubiera más personas en mi vida aparte de él. Tener un hijo te da fuerzas. Cuando Finley nació me sentí más fuerte. No creo que me comportara de otro modo, pero tal vez se me notaba… algo más de paz interior, de felicidad. Era el amor que sentía por el pequeño. Con su sadismo, su control, sus ataques y sus agravios ya no conseguía herirme psicológicamente como antes. Con Finley construí una especie de pantalla protectora a mi alrededor. Eso debió de enfurecer a mi marido. Ya no tenía un control absoluto sobre mí. Y eso le resultaba insoportable.

Liza le había descrito lo difícil que había sido ocultar las heridas. Se ponía unas gafas de sol enormes, cada vez que le dejaba un ojo morado. Un labio partido significaba varios días sin poder salir de casa. En ocasiones había vivido parapetada durante semanas en aquella mansión.

Había notado que John Burton estaba furioso. No con ella, sino con los hombres como su marido. Aquellos que, con sus elaboraciones psicológicas y legitimidades, ponían a mujeres como ella en una situación de desamparo absoluto.

Había tenido la necesidad de describirle la complejidad del fenómeno, de explicarle por qué había soportado esa pesadilla sin resistirse.

—Tenía miedo. Por encima de todo, temía perder a Finley. Mi marido es poderoso e influyente. Siempre he pensado que yo tendría las de perder incluso si acudía tambaleándome a la policía gravemente herida para denunciarlo. ¿Sabe?, yo había recibido tratamiento por depresiones. Él habría sido capaz de conseguir que me declararan demente. Que alguien aportara pruebas de que me había autolesionado. Habría conseguido encerrarme en un psiquiátrico. No habría podido ver a mi hijo de nuevo.

—No es tan sencillo —dijo John—. Puede demostrarse si alguien se ha lesionado a sí mismo o si lo ha hecho otra persona. No creo que hubiera podido encerrarla en un psiquiátrico.

Ella se encogió de hombros.

—Siempre me amenazaba con hacerlo. Me gritaba: «¡Estás chiflada!», «¡Te voy a ingresar y no volverás a salir!». No quise arriesgarme. Tan solo tenía miedo.

Para demostrar dicho miedo, al final Liza se quitó el jersey delante de ese desconocido. Debajo llevaba un top muy escotado. Ella había oído la exclamación sorda que John había soltado al ver las heridas mal cicatrizadas que tenía por debajo de la garganta, en los brazos, en los hombros.

—Empezó a atacarme con un cuchillo —susurró ella.

—¡Dios mío, Liza! —Burton se puso de pie, se le acercó, la envolvió en un abrazo y se quedaron de ese modo durante unos minutos. Ella fue consciente de la fuerza de ese hombre, de la calma que le ofrecía, como si de repente hubiera encontrado algo de seguridad, un puerto, un lugar en el que descansar.

Hasta que ella misma se llamó al orden: ¡no te fíes de ningún hombre!

Se separó de él y se vistió de nuevo.

—La ayudaré, Liza —prometió él—. Créame, la ayudaré.

—Usted no puede ayudarme. No puede hacer nada contra él.

—Su marido ha conseguido que todos crean que es todopoderoso y puedo comprenderlo. Pero no lo es. Es un hombre normal y también está sujeto a la ley.

—Me matará si consigue ponerme las manos encima de nuevo.

—No podrá. Acabará en la cárcel.

Ella soltó una carcajada sarcástica.

—¿Y cree usted que desde allí no sería capaz de organizar su venganza?

—¿Quiere usted que salga indemne de todo esto? ¿Y tener que seguir ocultándose durante el resto de su vida?

—Tal vez no tenga elección.

—¿Y su hijo…?

La ira se reflejó en los ojos de ella al oír lo que interpretó como un reproche en la voz de John.

—¡Ahora no me diga que no debería haberlo dejado con él! ¡No me lo diga! ¡Usted no tiene ni idea de la situación en la que me encuentro! ¿Cómo podría haberme llevado a Finley? ¡Es un niño y tiene que ir a la escuela, llevar una vida más o menos normal! Logan me habría encontrado enseguida. No habría podido desaparecer del todo con un chico de doce años, simplemente es imposible. Sé que Finley está bien con él, mi marido no se atrevería a tocarle ni un pelo. Nunca lo ha hecho. Aunque parezca un disparate, lo cierto es que es un padre cariñoso. Más que eso: idolatra al chico. Yo no podía hacer otra cosa. Finley tiene su espacio, su hogar, su escuela, sus amigos. Esto es lo mejor para él, incluso si yo tengo que vivir huyendo. Créame, separarme de él me está volviendo loca. Si lo soporto es solo porque tengo la seguridad de que es lo mejor que puedo hacer por él. Y porque intento verlo de vez en cuando. Como hoy. Ahora me doy cuenta de lo arriesgado que ha sido. Podría haber sido mi marido quien hubiera estado acechándome.

—Finley la echa de menos.

Se empeñó en contener las lágrimas.

—Sí. ¿Cree que no lo sé? ¿Cree usted que no me atormenta saberlo? Sin embargo, sé que ahora las cosas le van mejor que antes. Por mi parte, si mi marido se separara de mí y me encerrara en un psiquiátrico, ni siquiera podría sentir la libertad de poder terminar con esta situación en cualquier momento. Cuando ya no pueda soportar vivir sin Finley, volveré. A pesar de todo lo que me espera.

—¿Su marido nunca ha temido que Finley pudiera contárselo a alguien? ¿A un profesor, por ejemplo? ¿A compañeros de clase, o a los padres de estos?

—Mi marido no sabe lo que es tener miedo. Por lo menos no sabe lo que se siente. Lo único que sabe es cómo provocarlo en los demás. A Finley lo tiene igual de paralizado que a mí. Los dos hemos sabido siempre que las cosas empeorarían si llegábamos a explicárselo a alguien. Mi marido ni siquiera ha tenido que prohibirnos de forma explícita hablar de todo esto con nadie. Es que igualmente no lo habríamos hecho. Lo único que nos planteábamos era la manera de seguir soportándolo. Y de sobrevivir.

Ella se tomó el café con la mirada perdida en la pared que tenía delante, donde los grandes ojos de Finley la contemplaban a su vez desde los numerosos retratos enmarcados. Se preguntaba si Burton lo habría comprendido en realidad. Vivir con un psicópata peligroso te cambiaba completamente la manera de ver el mundo, pero también la sensación de seguridad y estabilidad que podrías haber tenido. En algún momento, muchos años atrás, en otra vida que apenas recordaba vagamente, también ella había creído en esos garantes de la protección de los individuos: el derecho, la ley, la justicia y la solidaridad. Le había parecido que el suelo era estable bajo sus pies y se había sentido segura en la sociedad en la que había crecido.

BOOK: Tengo que matarte otra vez
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rebel Angels by Libba Bray
Fool Me Once by Lee, Sandra
Home Free by Sonnjea Blackwell
Tomato Girl by Jayne Pupek
Flatscreen by Adam Wilson
Lurin's Surrender by Marie Harte
Wild Thunder by Cassie Edwards
Stripes of Fury by Zenina Masters
Winds of Heaven by Kate Sweeney