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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (51 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Apenas John hubo salido de la oficina, sintió de nuevo el agobio del que llevaba horas huyendo. Tenía dos grandes problemas: Samson y Liza. También le preocupaba Gillian, puesto que tenía la impresión de que le ocurría algo raro. Había percibido un cierto miedo en sus palabras y el hecho de que se propusiera huir de forma tan flagrante le inquietaba. La sensación que tenía de haber llegado a un lugar desde el que no sabía cómo continuar se hizo más patente. Había encontrado a Liza y había hablado con ella, pero no había tenido el éxito que había esperado. En realidad no había avanzado en absoluto.

Había algo que todavía no veía claro. Durante el tiempo en el que había ejercido de policía había aprendido que uno podía tener algo delante de los ojos y, sin embargo, ser incapaz de verlo solo por el hecho de no poder distinguir la silueta del entorno y no poder, por consiguiente, reconocer su significado.

Tal vez fuera eso lo que le ocurría en esos momentos. Puede que tuviera la solución al alcance de la mano y no fuera capaz de verla.

Al pasar con el coche por delante de un McDonald’s, decidió entrar y comprar unas hamburguesas y patatas fritas para Samson y para él. Al llegar a casa y subir la escalera, se dio cuenta de que la bolsa con la comida ya se había enfriado.

Samson estaba sentado en el sillón del salón, leyendo un libro. John se percató enseguida de lo mal que lo estaba pasando. Tenía un aspecto enfermizo, los ojos enrojecidos y una expresión torturada instalada en el rostro. Estaba a punto de derrumbarse.

Tiene que suceder algo de una vez, pensó John.

—Tome —dijo mientras le tendía la bolsa—, he olvidado comprar comida y lo más probable es que no haya encontrado nada en el frigorífico. ¡Se encontrará mejor si come algo!

—Gracias —contestó Samson en voz baja. Por el tono de voz no parecía muy convencido.

Justo cuando empezaba a comer, sonó el teléfono y John lo cogió enseguida. Era Kate.

—Perdona, John. No he podido cumplir antes con lo que me has pedido. He tenido un día horrible.

—No te preocupes. ¿Has podido descubrir a quién corresponde esa matrícula?

—Sí. Y debo decir que es realmente curioso.

—¿Curioso? ¿A qué te refieres?

—A que precisamente hoy hemos estado hablando de esa persona. El coche está registrado a nombre de la fiscal Tara Caine. ¿Crees que es casualidad?

—Esto es… increíble —exclamó John con un susurro.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Kate—. ¡Yo he sido muy sincera contigo!

—Lo sé. Es solo que de momento no sabría decírtelo, yo tampoco lo tengo claro. Primero debo ordenar las ideas.

¡Tara Caine!

Si hubiera esperado…

—Bueno, pues cuando te hayas aclarado, piensa en mí —comentó Kate con un tono algo mordaz antes de colgar.

John habría apostado a que lo siguiente que ella intentaría hacer sería conseguir el expediente personal de Tara Caine para poder hurgar en su vida, al menos desde el punto de vista profesional. No encontraría gran cosa: no conseguiría establecer ninguna conexión con Liza Stanford si no disponía de más información.

Samson había parado de comer.

—¿Qué ocurre?

John volvió a dejar la hamburguesa mordida en la caja de cartón, se le había pasado el hambre. Tara Caine. Liza Stanford conducía un coche que estaba registrado a nombre de la fiscal. Y John habría apostado a que Tara también se hacía cargo del alquiler. ¿Era Tara quien movía los hilos? ¿Quien le había conseguido un piso y un coche a Liza, quien la mantenía económicamente y había hecho posible que desapareciera de la faz de la Tierra?

Se puso a pensar de un modo febril. ¿Qué conclusiones podían sacarse de ello?

—¿Qué sabe acerca de Tara Caine —preguntó John—, la mejor amiga de Gillian Ward?

Samson reflexionó unos instantes.

—¿La que iba a verla a Thorpe Bay a menudo? No mucho, por desgracia. Yo me limitaba a observar desde fuera. Parecían muy amigas. Gillian siempre se alegraba de que acudiera a visitarla. Se abrazaban. Pero si lo que me pregunta es de qué hablaban… ¡No tengo ni idea!

—Gillian está viviendo en casa de ella, ahora.

—No me extraña. Es comprensible que no se quede en la casa en la que asesinaron a su marido, ¿no?

—Por supuesto. La cuestión no es si Liza podría ser el eslabón que estamos buscando, sino si podría serlo Tara.

Samson lo miró absolutamente confuso.

—¿Se refiere a Liza Stanford? ¿La esposa del abogado? ¿Por la que me ha preguntado esta mañana?

—Sí. Ahora no puedo entrar en detalles, Samson, pero hay algo que me inquieta un poco. —John cogió el teléfono de nuevo y marcó el número de móvil de Gillian, pero esta no descolgó. En lugar de eso, poco después saltó el buzón de voz. Tras un leve titubeo, John decidió dejarle un mensaje.

—Gillian, soy John. Me gustaría hablar contigo, es importante. Por favor, llámame enseguida, ¿vale? ¡Gracias!

—¿Gillian está en peligro? —preguntó Samson con los ojos muy abiertos. Él también había dejado a un lado la comida. Al parecer también se le había pasado el apetito.

—Francamente, no lo sé. No tengo ni idea. Todo esto es muy misterioso.

—Pero ¿Tara supone un peligro para ella? ¿Su mejor amiga?

—Espero que no —dijo John. Cogió la chaqueta que había dejado en el alféizar de la ventana—. Tengo que salir otra vez. Tengo que hablar con alguien.

—¿Y no puede hacerlo por teléfono?

—No tengo el número de la persona en cuestión. Además, será mejor si… —dejó la frase inacabada. Para explicarlo hacía falta mucho tiempo y además Samson se habría quedado más confuso que aliviado. Y es que lo que John había dicho era cierto: todavía no había conseguido descubrir cómo se relacionaban todos esos datos. No presentía nada bueno. Más bien todo lo contrario.

Tenía que acudir de inmediato a casa de Liza Stanford. Era la única persona que podía responder a las preguntas urgentes que tenía en la cabeza.

7

Eran las cuatro cuando Tara volvió a su piso. Había comprado bocadillos envueltos en plástico y un par de botellas de agua mineral.

—No sé cuánto rato tendrás que conducir hoy —dijo—, pero con esto al menos no te morirás de hambre ni de sed.

—Eres fantástica, Tara —exclamó Gillian, agradecida. Se sentía aliviada de ver por fin a su amiga. Cada vez la había puesto más de los nervios pasar una hora tras otra sin hacer nada en aquel piso que no sentía como su hogar. Ya había leído todos los periódicos que había encontrado, había ojeado unos cuantos libros y al final había limpiado el baño, que buena falta le hacía. A continuación no se le había ocurrido nada más que hacer aparte de contemplar por la ventana la ventisca que empezaba a caer en alguna parte.

—Esto no es lógico —dijo Tara antes de mirarse la ropa. Llevaba puesto un traje chaqueta de color gris y botas de tacones altos. Para Gillian era todo un misterio cómo conseguiría abrirse paso entre la nieve que se amontonaba en las calles.

»Voy a cambiarme en un instante.

Diez minutos más tarde, las dos mujeres estaban sentadas en el coche de Tara. Esta se había puesto unos vaqueros, una gruesa chaqueta y botas de agua en los pies. En el asiento trasero, Gillian había dejado el bolso de viaje y la bolsa con la comida.

Ojalá esté haciendo lo correcto, pensó.

Empezaron a avanzar lentamente. El tráfico del viernes por la tarde sumía a la ciudad en el caos habitual. Cuando por fin llegaron a la autopista empezaron a circular algo más rápido.

—Enseguida llegamos a Thorpe Bay —dijo Tara—, y cuando hayas salido de viaje habrá pasado lo peor. ¿Ya sabes adónde quieres ir?

—A decir verdad, todavía no tengo ni idea —reconoció Gillian—. No dejo de preguntarme si realmente es necesario —confesó mientras apoyaba la cara en la ventanilla. Notó el agradable frescor del cristal. No comprendía por qué le ardían tanto las mejillas. Por los nervios, tal vez. Por las cavilaciones—. Huir de este modo, quiero decir. Justo después de ese… incidente que viví en casa, solo quería marcharme. A tu piso. Y hasta esta mañana también pensaba que lo mejor sería marcharme de Londres. Pero ahora no estoy segura, tal vez me esté precipitando. Solo estoy cambiando de lugar. Por… ¡nada!

—No considero que el hecho de que asesinaran a Thomas en vuestra casa no sea nada —le recordó Tara—, y lo que sucedió el otro día, bueno, tienes que…

—Ni siquiera sé si llegó a suceder algo —la interrumpió Gillian—. De eso se trata. ¡De que no lo sé! Desde entonces me parece cada vez más probable que no hubiera ocurrido nada. ¡Una sombra! Cuando intento evocar la situación no consigo recordarla. Sucedió en una fracción de segundo y probablemente no fueron más que imaginaciones mías.

—Quizá no fue así. Quizá te habría sucedido algo. Es posible que solo tuvieras la enorme suerte de que ese tal Luke Palm regresara a tu casa —le hizo ver Tara.

El cristal que Gillian tenía bajo la mejilla pareció haberse enfriado más de repente.

… de que ese tal Luke Palm hubiera regresado a tu casa… de que ese tal Luke Palm hubiera regresado a tu casa…

Ni siquiera le he mencionado el nombre del agente inmobiliario, pensó Gillian, aunque eso fue lo primero que le vino a la mente, casi de forma intuitiva. De inmediato se impuso su raciocinio: quizá sí se lo mencioné. ¿En algún momento durante los dos últimos días, tal vez? ¿Durante las conversaciones que hemos tenido?

No fue capaz de excluir esa posibilidad por completo, pero estaba casi segura de que no le había dicho cómo se llamaba el agente. No había querido admitir delante de Tara que había contratado los servicios del agente inmobiliario que había encontrado el cadáver de Anne Westley y, puesto que su nombre había aparecido varias veces en la prensa, Tara probablemente lo habría reconocido. Le había dado vergüenza explicárselo, explicarle lo del témpano de hielo sobre el que se encontraba, flotando a la deriva, separada de la gente que no había sido víctima de la violencia y el crimen. Lo de que la vida de Luke Palm estaba sumida en esa misma sombra. Era algo que había querido guardarse sin tener que explicar en qué consistía su temor. Tal vez había tenido algo que ver con la horrible herida que llevaba en su interior desde aquella noche en la que había encontrado a Tom y estuvo errando por la casa, presa del pánico, buscando a su hija. No quería mostrarle a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, lo destrozada que se sentía.

Da igual, tampoco es importante, pensó, aunque no podía ocultar que esa idea siguió royéndola por dentro como un diminuto y terco gusano.

Si no le he mencionado el nombre, ¿cómo podía saberlo?

Se acordó de lo que había sucedido un par de noches antes. Se vio a sí misma saliendo de la casa en estado de pánico después de que le hubiera parecido ver una sombra en la cocina, justo antes de que se fuera la corriente. Había estado andando sobre la nieve en calcetines y frente a la puerta del jardín se había topado con una figura. Presa del pánico, había reaccionado golpeándola a ciegas, hasta que el presunto adversario la había agarrado por las muñecas para evitar que siguiera pegándole.

—¡Soy yo! ¡Luke Palm!

—¿Luke Palm? —había gritado ella muy asustada.

Si hubiera habido alguien en la casa o en el jardín, lo habría oído.

Pero es absurdo, pensó.

Miró a Tara de soslayo. Tenía la nariz perfecta, los labios carnosos, la frente amplia. Era una mujer guapa. Tanto, que resultaba extraño que aparentemente no hubiera habido ningún hombre en su vida.

¿Cómo demonios sabía el nombre del agente?

Repasó mentalmente todas las conversaciones que había mantenido con su amiga desde que Palm la había acompañado al piso de Tara aquella noche. Estaba prácticamente segura de que solo se había referido a él como «el agente inmobiliario». Y además solo lo había mencionado alguna vez.

El agente inmobiliario que tiene que venderme la casa se acababa de marchar. Por suerte volvió a buscar algo que había olvidado y entonces entró conmigo. Encendió de nuevo el interruptor principal, que está en el sótano, y me ayudó a registrar la casa. Pero no encontramos a nadie.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tara, a su lado—. Estás muy pálida. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí. Estoy bien. —Gillian intentó sonreír, pero por lo visto no consiguió hacerlo de un modo muy convincente, a juzgar por la insistencia de Tara.

—¿Seguro? ¡Pareces alterada!

—Es solo que no estoy segura de estar actuando correctamente —expuso Gillian—. De repente me parece una locura esconderme en un lugar remoto. Es un paso muy dramático.

—Quedarse aquí podría acabar siendo mucho más dramático —replicó Tara—. Si al asesino le da por volver a intentarlo…

Habían llegado a Thorpe Bay y al silencio de sus calles y sus casas. Los jardines estaban cubiertos de nieve y los niños se lanzaban en trineo por una colina de una zona verde. Hasta poco antes, todo aquello había sido un escenario normal en la vida de Gillian.

Pero había dejado de ser normal. En esos momentos se disponía a huir de todo aquello.

Y notaba ese hormigueo en la nuca. En el fondo eran nervios, un recelo tan flagrante que se veía incapaz de acallarlo.

Había una voz en su interior que le suplicaba continuamente, en voz baja pero con vehemencia: ¡Aléjate! ¡Aquí pasa algo raro! ¡Procura salir del coche de tu amiga! ¡Intenta desembarazarte de ella!

Tal vez sí dije el nombre del agente en algún momento sin darme cuenta, pensó Gillian desesperada, ¡no me atrevería a jurar lo contrario!

Quizá desde entonces se había sentido tan confusa y asustada que le parecía ver fantasmas por todas partes.

Tara detuvo el coche frente a la entrada de la casa de Gillian. Los neumáticos se hundieron en la nieve.

—Hemos llegado —anunció.

Tara miró a Gillian y a esta le pareció ver algo extraño en los ojos de su amiga.

Una mirada desconocida. Con las pupilas dilatadas.

Aquellos ojos la miraban fijamente.

Gillian sintió miedo de repente y se dio cuenta de que Tara no debía notarlo. No podía permitir que percibiera esa desconfianza, ese temor, ese desconcierto.

—De acuerdo —convino con el tono más despreocupado del que fue capaz—, pues entraré un momento de nada, recojo unas cuantas cosas y me marcho. Deberías volver a casa, Tara. Así no tendrás que conducir de noche.

—No tengo prisa en absoluto —dijo Tara. Abrió la puerta y salió del coche—. Te acompaño.

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