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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (55 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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La voz de Samson Segal en el contestador automático.

La mirada yerma de Tara.

A partir de entonces, todo aquello pasaba a formar parte de su realidad.

Gillian lo habría dado todo por poder regresar a la normalidad de antes, para no tener que enfrentarse a ese mundo tan lleno de disputas. Solo quería recuperar su vida tal como había sido. Eso era lo único que deseaba.

Mientras el coche emprendía la marcha de nuevo, Gillian pensó en las posibilidades que tenía para llegar, al fin, a una conclusión más bien desesperada. ¿Cuándo la echarían de menos? Sus padres y Becky probablemente llamarían en algún momento y tras dos o tres intentos se extrañarían de que no cogiera el teléfono ni devolviera las llamadas perdidas. ¿Y luego? ¿Cómo llegarían a encontrarla?

Luke Palm intentaría ponerse en contacto con ella en cuanto alguien se interesara por la casa o si le surgían dudas acerca de algún detalle. Por lo menos Luke sabía que esa noche se había mudado a casa de su amiga, de la que, no obstante, no conocía ni el nombre ni la identidad. Sin embargo, conocía su dirección, puesto que había sido él quien la había llevado hasta allí en coche. ¿Acudiría a la policía extrañado por su desaparición?

¿Y luego?

Le había dicho a John que quería retirarse a un hotel, en el campo. Si se lo comunicaba a la policía, tal vez ni siquiera investigarían su desaparición: supondrían que Gillian habría actuado según lo que había planificado y que, por tanto, resultaría evidente que no deseaba ser molestada. Era exactamente lo que se esperaba de una mujer traumatizada por el asesinato de su marido. Sin embargo, encontrarían su coche en el garaje. Pero ¿entraría alguien allí dentro a comprobarlo? Además, también podría haberse marchado en tren, una circunstancia imaginable teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas.

Había un atisbo de esperanza: Samson Segal, el idiota al que tenía que agradecer la delicada situación en la que se encontraba, había llegado de forma absolutamente incomprensible a la acertada conclusión de que Tara Caine representaba un peligro para ella. Pero ¿de qué le serviría esa convicción?

¿Qué se proponía Tara? Podría haberle disparado allí mismo, en su casa. ¿Era una buena señal el hecho de que no lo hubiera hecho? No necesariamente, pensó Gillian con desesperación. Tara no era tonta. Había oído la advertencia del contestador automático. Sabía que Luke Palm conocía adónde se había mudado Gillian esa noche. Los vecinos tal vez también las habían visto llegar por la tarde. Si en algún momento durante los días siguientes alguien encontraba el cadáver de Gillian en su casa, Tara sería sometida cuanto menos a un interrogatorio exhaustivo. La situación podría pasar a ser crítica para ella. No, Tara quería hacer exactamente lo que le había anunciado: encontrar un lugar seguro antes de pensar qué hacer a continuación. Había perdido el control de la situación. Primero había hablado demasiado con lo de Luke Palm y luego estaba la llamada de Samson.

Entretanto, Tara se lo había confesado casi todo a Gillian, a quien no debía de ver, por consiguiente, como alguien que aún tendría la oportunidad de revelar lo que sabía.

No puede dejarme escapar bajo ningún concepto, pensó Gillian, lo único que puede hacer es intentar hacerme desaparecer de algún modo que no levante sospechas sobre ella. No tiene otra opción.

Ante esa constatación, de repente notó que le costaba aún más respirar. La manta parecía presionarle pesadamente el rostro, como si fuera de plomo, y el precinto no solo la ahogaba por el hecho de taponarle la boca de forma cruel, sino también por el olor asfixiante a adhesivo que desprendía. El coche arrancaba, se detenía y volvía a arrancar. Había tráfico. Viernes por la tarde. Seguirían avanzando a trompicones hasta que hubieran llegado a las afueras de la ciudad, por lo menos. Aunque en las autopistas tal vez también hubiera retenciones. Lo peor de todo eran las ganas de vomitar. Entre el calor, el olor y las sacudidas del coche, el estómago de Gillian estaba más que revuelto. Por suerte apenas había comido nada durante todo el día. Sin embargo, las náuseas eran cada vez más intensas.

No pienses en ello, se ordenó a sí misma en un acopio de fuerza de voluntad. Concéntrate en otra cosa.

Podía oír la voz atenuada de un moderador radiofónico leyendo el parte meteorológico. Se esperaba mucho frío para los próximos días. No estaba previsto que siguiera nevando, pero de todos modos recomendaba a los conductores que se quedaran en casa si no era estrictamente necesario que salieran a la carretera. Las máquinas quitanieves todavía luchaban por despejar las vías de las últimas nevadas.

A continuación se oyó música.

A Gillian incluso le pareció oír cómo Tara tarareaba la canción.

Siempre hay una segunda oportunidad, pensó, prepárate para aprovecharla.

Apartó de su mente la idea que la acosó de repente: vaya dicho más tonto, ese de la segunda oportunidad. No estaba escrito en ninguna parte que siempre llegara una segunda oportunidad.

En ocasiones, ni siquiera llegaba una sola.

12

Había esperado que no hubiera nadie en casa de Tara Caine. Sin embargo, había llamado un par de veces antes de volver a la calle y espiar desde abajo. El balcón de Tara. Tras las cortinas de la ventana del salón, todo estaba a oscuras. La pequeña ventana que había junto al balcón también debía de pertenecer a su piso y tampoco allí brillaba ninguna luz.

Era el momento de acudir a la policía.

John subió de nuevo a su coche.

Pensó en la noche en la que había acompañado a Gillian en coche hasta allí, a principios de enero. Había recogido un par de cosas de su casa, se había vuelto a confrontar por primera vez con el lugar en el que su marido había encontrado una muerte violenta. La había ayudado a subir las cosas, pero ella no había querido que entrara en el piso. Él lo había comprendido: Becky estaba dentro, trastornada y absolutamente confusa. Y atenta. Justo después de la muerte de su padre, Becky no podía ver a otro hombre al lado de su madre, por mucho que este se presentara como un buen amigo que se había ofrecido a ayudarla. Habría podido oler que había algo más. Por lo menos Gillian había expresado ese temor y John había respetado que le preocupara.

En ese instante, mientras alzaba de nuevo la mirada hacia el piso a oscuras, pensó que tal vez no se había negado solo por Becky. Tal vez entonces ya había tenido un mal presentimiento respecto a Tara. Quizá esta ya había empezado a mostrar reticencias.

Pero no, eso no era posible. Y menos esa noche en la que, por lo que recordaba, Gillian le había contado a Tara los incidentes que habían provocado que John abandonara el cuerpo. Ese había sido el motivo de que las dos mujeres hubieran discutido. Tara había manifestado una falta de comprensión absoluta acerca de que Gillian se hubiera enredado con un hombre en cuyo historial apareciera la palabra «violación», como si de una horrible mácula se tratara. Una mácula de la que, a pesar de todo lo que había hecho para eliminarla, no había conseguido deshacerse del todo. Tara debía de haberse enfadado bastante, porque justo después Gillian había llevado a Becky con sus abuelos, a Norwich, y había regresado a su casa contradiciendo el consejo que le habían dado todos los que la querían bien.

¿Por qué no conseguía librarse de aquella sensación de estar pasando algo por alto?

Le he contado a Tara que habías sido policía. Y las circunstancias por las que lo dejaste…

Podía oír claramente la voz de Gillian. A John le había extrañado que ella hubiera regresado a casa y hubiera intentado explicárselo. Se había sentido incómoda porque él tenía que ver con aquella maldita historia, porque tendría que confrontarlo con la conclusión de que todo aquello tan desagradable seguía íntimamente relacionado con él, que John seguía despertando desconfianza y reservas y probablemente no dejaría de ser así.

Ha caído del guindo…

John se puso de pie.

En ese lugar había algo raro.

Ha caído del guindo…

¿Qué le había contado Kate? Tara Caine había solicitado y leído el expediente de Burton, y lo había hecho en diciembre. Y se lo había devuelto a Kate antes de Navidad. Eso significaba que ese jueves a principios de enero, cuando Gillian le había contado las investigaciones a las que habían sometido a John, Tara ya estaba al corriente del caso. Y además con todo detalle, puesto que se había informado de todos y cada uno de los pormenores del proceso, con pelos y señales. ¿Había «caído del guindo», o simplemente lo había fingido? Debía de haber simulado un sobresalto súbito ante Gillian.

¿Por qué?

Tal vez había querido ocultar a cualquier precio que había estado espiándolo. John supuso que con solo mencionarle el apellido «Burton» debió de pasarle por la cabeza algún vago recuerdo, probablemente una conversación con algún colega o algo que había podido cazar al vuelo por los pasillos. Se había informado… y no le había contado a nadie lo que había descubierto. En esos momentos Tara podría haber supuesto que Gillian no debía de tener ni idea del asunto pero, puesto que era su mejor amiga, ¿lo más normal no habría sido que le hubiera contado enseguida lo que había descubierto? Por lo visto no estaba convencida en absoluto de la inocencia de John, o como mínimo seguía viéndolo como un peligro potencial. ¿Por qué no se lo había mencionado y se había mostrado sorprendida cuando Gillian se lo había contado?

John sabía que a partir de aquello todavía no podía llegar a ninguna conclusión acerca de Tara. Había un buen número de explicaciones imaginables que resultaban inofensivas para su comportamiento, incluso para explicar su implicación en el caso de Liza Stanford, no es que quedara automáticamente bajo sospecha. Sin embargo, lo alarmaba esa proliferación de sucesos extraños.

Y lo inquietaba el hecho de que las dos mujeres hubieran desaparecido de repente y sin dejar rastro.

Arrancó el coche sin vacilar y se incorporó a la calzada de forma bastante temeraria, lo que provocó un bocinazo airado de otro conductor.

Directo hacia Scotland Yard.

Sábado, 16 de enero

1

El agente Rick Meyers se había preparado para un domingo por la mañana más bien contemplativo en la comisaría de policía. Tenía guardia de fin de semana, pero suponía que no pasaría gran cosa y que, por consiguiente, encontraría tiempo para quitarse de encima de una vez el papeleo que tenía acumulado sobre la mesa. El tiempo nevado que reinaba fuera no parecía transmitir más que paz y tranquilidad. Tal vez había sido ese tiempo lo que le había hecho creer que ese día no sucedería nada especial. En todo caso, quedó realmente horrorizado cuando de repente vio que su superior le tendía una hoja de papel frente a las narices.

—Tenemos que verificar esto. Nos lo solicita el Scotland Yard de Londres. Se trata de una tal Lucy Caine-Roslin. Vive en Reddish Lane.

—¿Reddish Lane? ¿En Gorton?

—Sí. Lo siento, pero tendrá que ir.

—¿De qué se trata? —preguntó Meyers. Ya había empezado a redactar los informes pendientes.

—Podría ser que la hija de la titular esté viviendo en esa casa. Simplemente se trata de comprobarlo. Scotland Yard tiene unas cuantas preguntas importantes para ella.

—¿Para la hija? —preguntó Meyers, duro de mollera.

—Sí. Ha desaparecido, pero hay que interrogarla urgentemente y cabe la posibilidad de que haya acudido a casa de su madre. La hija se llama —el superior consultó la hoja de papel— Tara Caine. Es fiscal en Londres.

—¿Fiscal? ¿De verdad? ¿Y ha salido de ese rincón del mundo?

—Eso parece.

—¿Y por qué no llaman directamente a esa tal Lucy Caine-Roslin? —planteó Meyers mientras se ponía de pie pesadamente. Supuso que a los demás ya se les habría ocurrido esa posibilidad y que habría algún motivo por el que no habían podido hacerlo, de manera que esa idea no lo salvaría de acudir a uno de los barrios más desagradables de Mánchester en busca de una vieja.

—Ya lo hemos intentado varias veces, pero nadie coge el teléfono. No sirve de nada. Tiene que ir enseguida. No podemos ignorar a Scotland Yard.

Por lo menos a esa hora de la mañana de un sábado no encontraría mucho tráfico. Además, las máquinas quitanieves habían hecho un buen trabajo durante los últimos días, Rick Meyers no tuvo problemas con el coche. Sin embargo, le habría gustado no tener que prestar ese servicio, y no solo porque le rompía la planificación del trabajo. El caso era que a ningún policía le gustaba ir a Gorton, en el sur de Mánchester, y menos si era para localizar a una anciana. Por esos barrios incluso la misión más sencilla podía acabar mal. Había rincones mejores y rincones peores, y los peores consistían en gran parte en casas ruinosas habitadas por yonquis que no dudaban ni un momento en hacer lo que hiciera falta ante la más mínima oportunidad de conseguir dinero para la siguiente dosis. En ese lugar vivía lo peor de la escala social, más bajo no podía caerse. La tasa de delincuencia era elevadísima y la policía no era bienvenida. Meyers no era precisamente un héroe. A menudo se preguntaba cómo había podido estar tan chiflado para haber querido ganarse el pan como policía.

Esa mañana también se hizo esa misma pregunta, pero como de costumbre no se le ocurrió ninguna respuesta.

El aspecto de las calles cambiaba poco a poco. No se llegaba a Gorton de repente, sino que el barrio iba apareciendo progresivamente. Los edificios de viviendas eran cada vez más miserables; las zonas verdes, cada vez más reducidas y escasas, hasta que desaparecían del todo. Luego una zona industrial de aspecto abandonado que ni siquiera bajo el grueso manto de nieve parecía menos desolada; un
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de tejidos al que aparentemente no había acudido nadie esa mañana; un chatarrero y, justo al lado, una hilera de casas adosadas en clara decadencia. El único indicio de que esas chabolas seguían habitadas era la basura que se apilaba en los patios; en parte dentro de bolsas de plástico, pero también esparcida de cualquier manera después de que la hubieran tirado por las ventanas sin más. A continuación, bloques de viviendas, paredes pintarrajeadas, cristales rotos, una casa sin puerta y basura, mucha basura. Todo era porquería y abandono. Meyers sabía que entre los desperdicios había muchas jeringuillas. Observó con irritación cómo un niño pequeño jugaba en la calle a pesar del frío y la suciedad, sin que nadie lo vigilara, expuesto a un sinfín de peligros. Los padres probablemente estaban durmiendo, o borrachos, o colocados, o todo a la vez. Y sin embargo, el chico estaba radiante. Incluso en ese entorno tan miserable, se alegraba de que hubiera nevado. Como todos los niños del mundo.

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