—¿Tara estaba enojada por la situación?
—Sí —afirmó Liza—, y además con una vehemencia que me sorprendía. A veces tenía la impresión de que odiaba a Logan casi más que yo. Debe de haberle costado horrores no poder emprender un procedimiento judicial contra él enseguida. Por otra parte, necesitaba mi cooperación. No hubo testigos de nuestra conversación en el aseo y el asunto era comprometedor si yo no estaba completamente segura de poder declarar contra él. Además, parecía muy importante que el paso decisivo saliera de mí. Siempre insistía en que tenía que defenderme, que tenía que ofrecer resistencia, que tenía que pegarle. Que no podía quedarme con la sensación de que ella o la policía acabarían salvándome. Que tenía que salvarme yo. «Más adelante esto será muy, muy importante, Liza», me decía siempre.
—Y no se equivocaba —convino John—, pero en total, tal como lo ha descrito, tengo la impresión de que Tara es una persona extremadamente emocional. Casi parece como si… —dejó la frase inacabada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Liza.
—Estaba pensando qué motivó a Tara Caine a implicarse en su caso con tanta vehemencia. Tengo la impresión de que tal vez haya tenido un papel relevante lo que ella haya experimentado en el pasado, aunque por supuesto no tengo ninguna prueba de ello, de momento.
—Nunca me ha hablado sobre su vida —dijo Liza. En sus ojos melancólicos y desesperados apareció una expresión de desconfianza—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se interesa tanto por Tara Caine?
—¿Por qué le ha alquilado este piso? —inquirió John en lugar de darle una respuesta.
—Bueno, todo esto fue muy rápido —contestó Liza—. A mediados de noviembre las cosas se agravaron entre mi marido y yo y acabé huyendo a casa de Tara completamente histérica. Por suerte, la semana anterior habíamos hablado tanto y tan a fondo del tema que ella consintió que abandonara a Finley. Él era muy importante para Tara, pero al final comprendió que Logan no osaría atacarlo jamás. Lo idolatra. Es lo único que tiene bueno.
—Sin embargo él se ha comportado de forma irresponsable y cruel —la contradijo John—. En mi opinión, Finley vive retraído en su mundo interior. Es inimaginable lo que su hijo debe de haber tenido que soportar durante todos estos años. Aunque no haya recibido maltratos directamente, tiene el corazón gravemente herido.
—Tara viene cada dos días —explicó Liza—. Quiere que denuncie a Logan, que le pida el divorcio, que empiece una nueva vida con Finley. Que no siga ocultándome. Soy consciente de que tiene razón, pero… —Negó con la cabeza—. Todavía no he llegado tan lejos. Hay días en los que casi creo que sería peor. Prefiero esconderme que aventurarme a salir de mi guarida y perjudicarlo. Pero Tara no da su brazo a torcer y tal vez ya hayamos llegado demasiado lejos. A menudo pienso si no soy más que… un proyecto para ella. Si lo que en realidad quiere es lograr algo con todo esto. Pero, bueno, como mínimo de momento me ha ofrecido un lugar seguro.
No está mal expresado, pensó John. Un proyecto. Podría ser. Tara Caine no se habría lanzado contra Logan Stanford tan a la ligera a pesar de las posibilidades que tenía de hacerlo desde su posición de fiscal. Tara quería animar a Liza para que fuera ella quien lo hiciera. Por eso invertía tanto tiempo y una suma nada despreciable de dinero. Si tenían éxito, no había duda de que recuperaría la inversión sin problemas: una vez divorciada, Liza sería una mujer muy acomodada.
Sin embargo, John estaba seguro de que el dinero no era la mayor motivación para Tara. No habría podido justificar por qué estaba tan seguro de ello. Simplemente lo intuía. Tenía que ser algo más importante, más significativo.
—¿Le ha contado a Tara algo acerca de Carla Roberts? —preguntó él—. ¿Y de Anne Westley?
—Hablamos de los dos casos, sí. Tara quería saber si alguien de mi entorno lo había notado alguna vez antes que ella y yo le dije que no. Que yo supiera, no. Pero se lo había confesado a dos personas con la esperanza de que sucediera algo, aunque no llegó a funcionar.
Ahí había algo… John todavía no lo veía claro, pero era como si algo se estuviera moviendo cada vez más en el interior de su mente, como si estuviera a punto de descubrir algo que arrojaría luz sobre todo ese tema. John había estado buscando lo mismo que el equipo de investigación de la policía: alguien que conociera a las tres personas, a las tres víctimas que durante tanto tiempo parecían no tener ningún tipo de vínculo común. Carla, Anne y Tom. Y Gillian, que probablemente debería haber estado en el lugar de Tom.
Por primera vez tenía un nombre, por primera vez desde que Samson Segal había entrado en el juego, aunque no había podido demostrar que este hubiera tenido ningún tipo de relación con Anne y Carla.
Tara Caine.
Estaba claramente obsesionada con la idea de ayudar a una mujer que no podría haber salido adelante sola, a la que todo el mundo había dejado en la estacada cada vez que había buscado ayuda.
Pero todavía quedaban lagunas por resolver. Todavía era incapaz de crearse una imagen completa que le mostrara el camino.
Aunque estoy muy cerca. Tiene que tener algún tipo de relación con Tara Caine. ¡Y Gillian está viviendo con ella!
John sacó su móvil.
—Disculpe —dijo—, debo hacer una llamada.
Volvió a marcar el número de teléfono móvil de Gillian por segunda vez ese día pero, una vez más, nadie respondió a la llamada. Al cabo de un rato saltó de nuevo el buzón de voz.
John decidió dejarle otro mensaje:
—Gillian, soy yo, John. Por favor, llámame. Es importante. ¡Por favor, coge el teléfono!
—¿Qué sucede? —preguntó Liza, cuya voz parecía poseída por la urgencia.
Él negó con un gesto.
—Esto ha ido demasiado lejos. Es posible que tengamos un problema grave.
John sabía que había llegado el momento de acudir al inspector Fielder. Entretanto había reunido una información que ya no podía seguir ocultando y necesitaba al aparato policial con todos sus recursos para poder continuar. No podría mantener a Liza Stanford al margen de todo aquello. Y a su ex colega, la agente Kate Linville, probablemente tampoco.
Tal vez debería no molestarse más.
Se puso de pie. Antes de acudir a la policía pasaría por el piso de Tara Caine. Al fin y al cabo, tal vez las dos mujeres estuvieran allí y el único motivo por el que Gillian no cogiera el teléfono era porque veía su número en la pantalla y temía que siguiera asediándola.
Pero eso tampoco es que le pareciera muy creíble. La última vez que habían hablado, Gillian no había tardado mucho en hacerle saber que pensaba marcharse de Londres. Era viernes por la tarde. Probablemente llevaba varias horas de viaje. ¿Estaría Tara con ella?
Entonces se le ocurrió otra cosa.
—¿Puede usted ponerse en contacto con Tara por teléfono? —le preguntó John.
No había ningún teléfono fijo en el piso, pero Liza tenía un móvil. Marcó el número de teléfono de la fiscal y le tendió el aparato a John.
—Es su número de móvil. Es el único que tengo.
Como era de esperar, nadie cogió el teléfono. Ni siquiera había buzón de voz. John maldijo en voz baja.
—Por favor, quédese aquí, Liza —le pidió mientras se dirigía hacia la puerta—. No intente buscar otro alojamiento de forma precipitada ni nada parecido. Quédese aquí, por favor. Tal vez necesite hablar con usted de nuevo.
John esperaba que la mujer no le pidiera discreción para con la policía, pero al parecer a ella no se le ocurrió esa idea.
—¿Adónde quiere que vaya? —preguntó con resignación—. De todos modos, sin Tara no puedo tomar ninguna decisión.
—Volveré —prometió él antes de salir por la puerta.
Mientras bajaba por la escalera, John pudo oír cómo Liza cerraba la puerta y le daba dos vueltas a la llave.
11
En el coche hacía calor. Tara debía de haber puesto la calefacción al máximo. La gruesa manta de lana que la cubría también contribuía a ello: Gillian notaba cómo el sudor le empapaba todo el cuerpo. La lana le picaba en la cara.
El miedo a morir ahogada le provocó una oleada de pánico. Necesitó toda su fuerza física para mantenerlo a raya. Encerrada con ese calor, con aquella gruesa manta que le tapaba la cabeza y el cuerpo, y la boca cerrada con precinto de embalaje, sabía que tenía que hacer lo posible para no volverse loca, porque, de lo contrario, pronto le faltaría el aire de verdad.
Le había suplicado a Tara que no utilizara el rollo de precinto.
—Por favor, por favor… Por favor, Tara. No me hagas esto. Tengo miedo. ¡Por favor! —Le había jurado no hacer ruido, pero esta no había querido escuchar sus ruegos.
—Ahora mismo serías capaz de prometerme cualquier cosa. Olvídalo, Gillian. No pienso correr riesgos. ¡Por ti, te aseguro que no!
En el garaje, protegida de las miradas curiosas, le había dado varias vueltas de precinto alrededor de la cabeza a Gillian, que había quedado con el pelo envuelto y ni siquiera era capaz de imaginar lo doloroso que sería quitar ese precinto de nuevo. No obstante, en esos momentos esa no era ni mucho menos su mayor preocupación. Lo peor era la falta de aire. El miedo a morir ahogada. El miedo a tener que vomitar. Por eso no podía dejar que el pánico se apoderara de ella. Era propensa a sufrir ataques de náuseas cuando se exaltaba en exceso.
Tara la había obligado a cruzar las manos en la espalda y luego se las había amarrado también con precinto.
—¿Dónde está la llave de tu coche? —le había preguntado.
Gillian solo podía emitir sonidos vagos, pero había hecho un gesto con la cabeza en dirección al coche de Tara, que estaba aparcado frente a la entrada. Esta lo comprendió. Recogió el bolso de su amiga, se lo llevó al garaje y empezó a revolverlo. Encontró la llave, la sacó y volvió a dejar el bolso. Gillian pensó inevitablemente en el móvil que había dentro, en que alguien había intentado hablar con ella apenas media hora antes. Ya no tendría la oportunidad de devolver la llamada.
Tara abrió el coche de Gillian y le ordenó que se sentara en el asiento del acompañante. A continuación cerró el coche. Gillian intentó desesperadamente quitarse el precinto que le amarraba las muñecas, pero ni siquiera consiguió aflojarlo un poco. Luego probó de abrir la puerta con las manos atadas, pero tampoco tuvo suerte. Lo único que podía hacer era quedarse ahí sentada y esperar.
Por el retrovisor vio que Tara subía a su coche, lo arrancaba y daba la vuelta para acercarlo marcha atrás a la puerta abierta del garaje. Empezó a ver claro que pensaba cambiarla de un coche al otro. Sin duda a Tara le habría gustado entrar el coche en el garaje y realizar ese transbordo con la puerta bien cerrada, pero no había suficiente espacio para ello. El enorme BMW de Tom se lo impedía.
Tara bajó de su coche, abrió el maletero y sacó a Gillian del otro coche.
—Métete en el maletero —le ordenó—. ¡Y nada de trucos!
Gillian, indefensa y resignada, se metió en el maletero del Jaguar mientras Tara la apuntaba con la pistola. No había mucho espacio y tuvo que ponerse en posición fetal, de manera que las rodillas casi le tocaban la barbilla.
Tuvo que luchar para no llorar en cuanto se dio cuenta de que Tara le estaba atando también los tobillos de forma despiadada. Durante un breve instante le había pasado por la cabeza la posibilidad de ofrecer resistencia. Tara había dejado a un lado la pistola y estaba inclinada hacia delante sobre la parte trasera del coche. Con un buen puntapié en el abdomen podría dejarla fuera de combate durante un momento. Pero luego, ¿qué? Con las manos atadas a la espalda ¿sería capaz de salir corriendo con la rapidez suficiente? La que había sido su amiga se recuperaría de nuevo enseguida y necesitaría solo unos segundos para coger de nuevo el arma. Gillian no tenía ninguna duda de que Tara se lo tomaría en serio. Un tiro en la cabeza, como había hecho con Tom.
Le había parecido demasiado arriesgado. Por si fuera poco, en esos momentos también tenía los pies atados, por lo que ya sus esperanzas se habían esfumado. La verdadera oportunidad de escapar la había tenido antes, cuando se había inquietado de repente y se había dado cuenta de que tenía que librarse de Tara. Lo habría conseguido si Samson Segal no hubiera tenido la funesta idea de advertirla por teléfono. ¿Cómo demonios había llegado ese tipo a sospechar de Tara? No cabía duda de que llevaba razón, pero ¿cómo demonios lo había descubierto? Y había dicho «estamos», en plural. ¿Con quién estaba compinchado?
Tara sacó una gruesa manta de lana del maletero del coche de Gillian y la había tendido sobre la mujer atada.
—Para que no pases frío —dijo—. Quién sabe cuánto tiempo tardaremos en llegar.
Una vez más Gillian abrió mucho los ojos, no solo porque la gruesa manta de lana le dificultaba respirar, sino también porque esa manta despertaba en ella el recuerdo de tiempos más felices: aquella manta era la que Tom solía llevar en el coche que había tenido mientras había estado en la universidad, un cacharro oxidado que arrancaba cuando le daba la gana y cuyos asientos traseros estaban tan destrozados que Tom había tenido que cubrirlos con aquella manta. Acababan de conocerse, estaban tan enamorados que se pasaban el día en las nubes y un día de mayo fueron juntos al mar a tomar un baño. Gillian recordaba el agua helada y el aire fresco de primavera de ese día. Había pasado demasiado tiempo en el agua y había salido temblando de frío, con los labios azulados y un pertinaz castañeteo de dientes. Tom había cogido la manta del asiento trasero del coche y la había envuelto con ella antes de abrazarla para intentar transmitirle algo de su calor corporal. Pasaron una eternidad sentados de ese modo, en una bahía solitaria en la que los cangrejos se enterraban en la arena, las aves marinas hacían piruetas en el aire y las resbaladizas algas verdes tendían cuerdas resplandecientes sobre las rocas planas de la playa. El cielo se reflejaba en los charcos que había formado la marea. Curiosamente, a Gillian esa situación le había parecido increíblemente romántica, una felicidad absoluta que había considerado inolvidable. Cuando años más tarde Tom había decidido no llevar más la manta en su elegante BMW, Gillian había decidido meterla en su coche.
Mientras Tara cerraba el maletero de golpe, movía su coche un poco hacia delante y volvía a salir para cerrar la puerta del garaje, Gillian pensó que, en caso de sobrevivir a aquella situación, su vida jamás volvería a ser normal. Aquellas vivencias pesarían demasiado, sería imposible librarse de ellas, igual que del recuerdo de Tom, del mar y de ese frío día de mayo que permanecía imperturbable en su memoria. A esa había que sumarle otras imágenes: el asesinato de Tom, que tan mal contorsionado había quedado sobre la silla del comedor; la noche con Luke Palm, cuando había creído haber visto una figura en la casa.